jueves, 27 de diciembre de 2018

De cohetes y hombres

A finales de los años 80, Michael Chabon escribió su primera novela, Los misterios de Pitssburgh (The Mysteries of Pittsburgh, 1988; Mondadori, 1988, hoy incomprensiblemente descatalogada), sin demasiado entusiasmo. Chabon tenía por aquel entonces veinte años y, al igual que el protagonista de Aden Arabia de Paul Nizan, no podía permitir que nadie dijera que era la edad más hermosa de la vida. El libro era, en principio, una tesis de posgrado de Bellas Artes de la UC Irvine que llamó al momento la atención de uno de sus profesores, el novelista MacDonald Harris, quien la envió a su agente literario para que le buscara editor. Tal fue el éxito obtenido, que 30 años más tarde todavía se sigue hablando de esta novela sobre ser joven y diferente al resto, basada en sus experiencias personales. Su última novela, Moonglow (Moonglow, 2016; Catedral Books, 2018), está basada en las confesiones de su abuelo en el lecho de muerte tras la publicación precisamente de su primera novela. No obstante, el autor de Chicos prodigiosos advierte en la nota al texto que “a la hora de preparar estas memorias he sido fiel a los hechos salvo cuando los hechos se negaban a concordar con la memoria, con el propósito de la narración o con la verdad tal como yo prefiero entenderla”. El argumento de Moonglow —el  título está tomado de una canción de jazz de Benny Goodman, también conocida como Moonglow and Love— gira entorno a la gran historia de amor vivida entre su abuela, una superviviente judía, y su abuelo, ex combatiente del Cuerpo de Ingenieros del Ejército y entusiasta de los cohetes*, durante la Segunda Guerra Mundial: “Si en el mundo era posible adquirir alguna sabiduría, quizás pudiera encontrarse en el lema esperanzado y desesperanzado del Cuerpo: Essayons. Así pues, no tenía ni idea de cómo de grande o de dura era la tarea que iba a asumir con aquella mujer. Pero al menos sabía por dónde empezar: pegándose al cuerpo las caderas de ella, envolviéndose con sus piernas y rodeándole con sus brazos”. En Moonglow, Chabon ha creado una obra extraña. Extraña porque pertenece a varios géneros pero a ninguno a la vez —algo que no es ajeno a su producción narrativa, en especial Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay y Jóvenes hombres lobos—; extraña porque el lector tiene la impresión de que quizá el escritor nos esté hablando más de su manera de escribir historias, que de aquella que está narrando. Quizá el mayor logro de Chabon sea mitificar la existencia de su abuelo —en realidad el personaje está inspirado en un tío materno de su madre— al tiempo que desmitifica los estereotipos de los libros biográficos. Por si no lo he dicho antes, Moonglow es una obra original, genuina, auténtica, en un mundo cada vez más de mentira.




“Estoy convencido de que para mi abuelo la guerra era todo lo que había pasado desde el día en que se alistó hasta el momento en que se adentró en el bosque de las afueras de Vellinghausen, Alemania, a finales de marzo o principios de abril de 1945. Y era también todo lo que se reanudó a continuación, las cosas espantosas que vio y la venganza que contempló, desde el momento en que salió del claro hasta que Alemania se rindió seis semanas más tarde. La media hora aproximada que pasó en compañía del cohete en el bosque, sin embargo, fue un tiempo robado a la guerra, un tiempo redimido. Se marchó del claro con aquella media hora guardada con cuidado en su memoria, como cuando uno preserva el calor de un huevo entre las palmas de las manos. Aun después de que la guerra lo aplastara, él siguió recordando aquel latido, la aceleración de algo que podía liberarse y salir disparado hacia el cielo”.  
  
Michael Chabon, Moonglow
   

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(*) El científico y ocultista Jack Parsons fue otro entusiasta de los cohetes —véase su biografía Sexo y cohetes (Sex and Rockets, 1999; El Desvelo, 2018), escrita por John Carter—, así como también el escritor Ray Bradbury. Siempre me ha gustado este pasaje de Crónicas marcianas, en el que un cohete transforma el invierno en verano: “Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros. Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. […] La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra”.



jueves, 20 de diciembre de 2018

Lean algo distinto y vuelvan luego

Decía Mavis Gallant, escritora canadiense a la que deberíamos volver, de tarde en tarde, para redescubrir la importancia de contar, de narrar, que “los cuentos no son un capítulo de una novela. No tendrían que ser leídos de corrido, como si una historia fuera la prolongación de otra. Lean uno, cierren el libro, lean algo distinto y vuelvan luego”. Es por esto que he tardado casi diez años en leer Madurar hacia la infancia, recopilación de cuentos, textos inéditos y dibujos del escritor polaco Bruno Schulz publicada por Siruela en 2008. Con anterioridad, los cuentos de Schulz habían aparecido en España en dos colecciones independientes, Las tiendas de color canela (Sklepy Cynamonowe, 1934) —publicada por  Seix Barral y Debate, en 1972 y 1991— y Sanatorio bajo la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydrą, 1937) —publicada por Montesinos y Maldoror, en 1986 y 2003—, hoy prácticamente inencontrables. Schulz tuvo una vida dura, por no decir que llevó una vida de mierda en una realidad de mierda en un mundo de mierda. Schulz fue  asesinado por un oficial de la Gestapo en plena calle cuando se disponía a recoger su ración de alimentos. Witold Gombrowicz, amigo y compatriota de Schulz, exiliado en Argentina, dijo de él que  “no se reconocía a sí mismo ningún derecho a la existencia y buscaba su propia aniquilación”. A lo mejor sólo quería pasar desapercibido, pero no lo consiguió, como ya sabemos. Como tampoco consiguió salvar el manuscrito de la novela autobiográfica en la que estaba trabajando, El Mesías, entregado a un amigo. El amigo y el manuscrito fueron tragados por la maquinaria nazi. Aun cuando Schulz hubiera vivido más tiempo, debería haber tenido que luchar para terminar El Mesías. Gombrowicz lo describió como “un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato para osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen”. El protagonista de los cuentos reunidos bajo el título Las tiendas de color canela se llama Josef; es un niño en el que no es difícil reconocer al propio Schulz, deslumbrado por el mundo que se abre ante sus ojos: “Todo el mes de agosto de aquel año lo pase jugando con un fabuloso perrito, que apareció un día en el suelo de nuestra cocina, torpe y chillón, aún oliendo a leche y a bebé, con una cabecita todavía no formada, redonda, ligeramente temblorosa, las patitas abiertas como las de un topo y el pelaje suavísimo y delicado. [...] Resultaba interesante tener en propiedad un pedazo de vida, una partícula del misterio secular con un aspecto tan divertido y novedoso, que despertaba curiosidad infinita y respeto por su extrañeza, como una inesperada transposición del hilo mismo de la vida que habitó dentro de nosotros bajo una forma diferente, animal”. No obstante, el verdadero protagonista de estos cuentos es el padre, Jacob, un comerciante de telas sumergido en sus rarezas: “Todos los crujidos, chasquidos nocturnos, la vida secreta y chirriante del suelo, tenían en él a un observador inequívoco y atento, a un espía y a un cómplice de la conjura. Eso le absorbía hasta tal punto que se sumía enteramente en esa esfera inalcanzable para nosotros, y ni siquiera intentaba rendirnos cuentas de ello”. Poético e inevitablemente melancólico, Las tiendas de color canela cura con sus cuentos narrados a media voz. Lean uno, cierren el libro, lean algo distinto y vuelvan luego.




“En la tienda vacía, los estantes más altos se saciaban con las tonalidades del cielo matinal”.    

Bruno Schulz, Las tiendas de color canela


domingo, 16 de diciembre de 2018

¿Quién es Matthew Klam?

Dieciséis años después de la publicación de Sam el gato (Sam the Cat and Other Stories, 2001; Mondadori, 2002), que para ser un libro de relatos conoció un notable éxito de difusión —The New Yorker nombró a su autor uno de los 25 mejores escritores de ficción menores de 40 años—, ha visto la luz el segundo libro de Matthew Klam, ¿Quién es Rich? (Who is Rich?, 2017; Alba, 2018), protagonizada por Rich Fischer, un dibujante e ilustrador de cómics en horas bajas cuya situación tanto económica como sentimental está al borde del colapso. La razón de esta tardanza hay que buscarla en las palabras del propio Rich, alter ego de Klam: “El destino me esperaba, prácticamente acaba de empezar; pero en un santiamén se acabó todo. No hubo más solicitudes de notas promocionales, ni cheques misteriosos en el buzón, ni tarjetas de agentes pegadas al cheque, tampoco llamadas de mi editor, ni siquiera para decirme que me fuera a la mierda. La fanfarronería, la chulería y las revelaciones personales de mal gusto se habían acabado”. La novela está salpicada de riquísimas alusiones a su propia experiencia personal: “Los que hayan tenido éxito precozmente sabrán que no es algo habitual. Al principio parece que debe de haber un error, pero enseguida te acostumbras y acabas estando seguro de que siempre va a ser así. Viajas y conoces a dibujantes famosos; te alaban, habláis como si fuerais viejos amigos y tenéis la oportunidad de intimar, te cansas de sus lloriqueos y no tardas de perderle el respeto a cualquiera que pase apuros o se queje. Te acostumbras a esperar mensajes de tus admiradores, a que se presenten desconocidos a hacerte la pelota, a cierta deferencia o cierto tono de voz. Empiezas a pensar que cualquier autor de historias que no tenga fama nacional, cualquiera que sufra, que sea poco conocido o no reciba atención de los pajilleros de Hollywood, debe de ser idiota perdido”. ¿Quién es Rich? aloja más guiños intertextuales, comenzando por el título, que podría reformularse como ¿Quién es rico? —también como un homenaje a la novela de John Updike Rabbit Is Rich (Conejo es rico)y siguiendo por la exploración del sexo como válvula de escape social, lo que la aproximan a la novelística de Updike y Philip Roth, o a la no suficientemente ponderada novela de Rick Moody La tormenta de hielo (The Ice Storm). De cualquier forma, ¿Quién es Rich?, cuando menos, no es una obra que se engañe a sí misma y, por tanto, en modo alguno puede engañar al lector que se lo pasa en grande. Si bien a veces uno se ríe por no llorar.




 “Entonces, sin venir a cuento, comenzamos a besarnos y sobetearnos frenéticamente. Lo hicimos de nuevo, esta vez de lado, bien acurrucados, otra primicia en una serie de primicias, una postura igual de buena que las demás, mejor quizá, pero con más sangre. Parecía que nuestras partes sabían más que el conjunto. O menos, mucho menos. Me dieron pena esas partes, agotadas, enrojecidas, trabajando sin cesar ahí abajo, cuando lo único que queríamos era llorar”.    

Matthew Klam, ¿Quién es Rich?


sábado, 8 de diciembre de 2018

Raro, raro, raro, raro

A primera vista, y a segunda, a tercera, a cuarta, se diría que Hanns Heinz Ewers (1871-1943) era un tipo raro, uno de esos tipos que se pasan la vida buscando algo, pero que no consiguen encontrarse ni siquiera a sí mismos. Escritor, filósofo, poeta, viajero, dandi, espía, ocultista, actor y filonazi hasta que la Alemania de Hitler rebasó todas las barreras del espanto, Ewers podía haber figurado, por derecho propio, en el libro Los raros, en el que el poeta Rubén Darío recopiló una serie de semblanzas de escritores opuestos a la tradición, más allá de los estereotipos, como Paul Verlaine, Isidore Ducasse y Villiers de L'Isle Adam, entre otros. Ewers compartió con todos ellos “esa materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de la rabia”, por utilizar las palabras de Leila Guerriero, tomadas de su propio repertorio de escritores-monstruos de la literatura latinoamericana del siglo XX, que combinan lo incomprensible con lo prohibido, titulado Los malditos. Todos sabemos que no cualquiera puede ser Marcel Proust. Sin embargo, sólo uno entre un millón puede ser Ewers, un escritor que conoció la miseria final de oficio —murió en la ruina, repudiado por sus tendencias homosexuales y sus historias extravagantes que terminarían siendo prohibidas al poco tiempo de su muerte— y la miseria final de las patrias levantiscas. Su vida fue un largo camino de ida y vuelta, como el de los judíos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Ewers fue el máximo exponente en Alemania de la literatura fantástica y de terror, gracias a novelas como El aprendiz de brujo (Der Zauberlehrling oder Die Teufelsjäger, 1909) Mandrágora (Alraune. Die Geschichte eines lebenden Wesens, 1911; Valdemar, 1993 [2016]) y Vampiro (Vampir, 1921; Valdemar, 2018), protagonizadas por una suerte de alter ego llamado Frank Braun. Como no podía ser de otra manera, los horrores de la guerra relegaron a un segundo plano las oscuras concepciones de Ewers. No obstante, en contra de lo que suele ser habitual, el horror que destilan sus historias se desmarca de las servidumbres genéricas de la novela gótica. Es decir, no tiene los fundamentos ni las coartadas sobrenaturales, míticas o psicológicas al uso. Tanto Mandrágora —su novela más célebre, que readapta, actualiza, homenajea o traiciona, como gusten, el Frankenstein de Mary Shelley—, como Vampiro ponen de manifiesto el tormento de vivir en un entorno carente de emociones, de pensamientos, de esperanzas: en suma, de humanidad. De ahí que, como escribió Ernst Jünger en Anotaciones del día y de la noche, el miedo “más que ver lo inquietante, lo sospecha, pero precisamente por ello su poder atenaza al hombre con mayor fuerza. El miedo se encuentra todavía lejos del límite [...] entre el vislumbre del abismo y de la caída misma”.




 “Los griegos vieron tantas almas en las cosas. Dieron vida a los saktis de las estrellas y de los vientos, de los mares y de las palabras, del fuego y del aire, de las piedras y de los árboles. Dríadas, ninfas, náyades, al igual que en el norte eran reales los elfos, las ondinas, las hadas y los duendes. Todo vivía, por todas partes respiraban las almas. [...] La iglesia cristiana de ningún modo negó las almas de las cosas, se limitó a llamarlas demonios, espíritus del mal, diablos”.    

Hanns Heinz Ewers, Vampiro


martes, 4 de diciembre de 2018

Verde que te quiero verde

El miedo a lo diferente, el vértigo de la inestabilidad emocional, el fatalismo y la soledad ocupan el eje dramático de La señora Caliban (Mrs. Caliban, 1982; Minúscula, 2018) de Rachel Ingalls. Son los sentimientos que dominan a los personajes principales de esta novela de corte fantástico y elementos camp —según la célebre definición de Susan Sontag en Notas sobre lo camp*, en Contra la interpretación y otros ensayos—, encabezados por Dorothy Caliban, su marido Fred, su amiga Estelle y Larry, un hombre anfibio, grande, verde y apuesto. La señora Caliban hace gala de dos cualidades nada despreciables. La primera, una trama que gira en torno a una situación límite —por no decir inverosímil—, pero que Ingalls sabe plantear y sobre todo desarrollar y concluir con una magnífica pirueta final que deja el pulso acelerado; y la segunda, un estilo sencillo, tenso y sugestivo que arroja una sombría mirada sobre el tan popular, y tan mal entendido, american way of life. Pero veamos primero de que trata. Dorothy es una mujer de mediana edad traumatizada por una tragedia familiar, herida sin querer admitirlo de mil maneras diferentes. Un buen día se enamora de un monstruo marino que irrumpe de repente en su cocina cuando está preparando la cena para su marido. Lejos de asustarse, se alegra de tener una visita. A pesar del riesgo que supone para ella misma, Dorothy le ayuda a esconderse de la policía que le persigue después de asesinar a dos vigilantes del Instituto Jefferson de Investigaciones Oceanográficas que le mantenían en cautiverio. Este acto humanitario tendrá su recompensa para Dorothy, cuyo marido a menudo está ausente: “Su felicidad regresó como un resplandor, como si se hubiera tragado algo cálido que emitía continuamente ondas de calor. Era un secreto suyo y de nadie más, pero al mismo tiempo quería hablar de ello con alguien. Se sentía como la última vez que se había quedado embarazada”. Ingalls convierte a Dorothy —una suerte de ama de casa en tránsito entre Doris Day y Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York— en un testigo silencioso que observa la vida de unos personajes vulnerables, incluida ella misma, que parecen moverse en una maqueta iluminada con neón. La señora Caliban no está lejos de novelas como Diario de un ama de casa desquiciada (Diary of a Mad Housewife, 1967; Libros del Asteroide, 2010) y Caída libre (Falling Bodies, 1974; Círculo de Tiza, 2017) de Sue Kaufman, la única diferencia estriba en que Ingalls aporta elementos de sátira y surrealismo al tema, confirmando la visión única de una escritora dispuesta a inocular algo de locura a la rutina que acecha en muchos matrimonios. Absoluta obra maestra.




“En varias ocasiones, durante aquellos días, Dorothy había apoyado la cabeza en la pared, con la sensación de haber dejado de vivir, pues ya no formaba parte de ningún mundo en el que el amor fuera posible. Y en esos momentos se había preguntado: ¿de verdad lo único que había mantenido unida a la gente era la religión, la falsa creencia de que les iban a pasar cosas horribles después de morir? No, todas esas cosas pasan antes. En especial los divorcios”.   

Rachel Ingalls, La señora Caliban

  
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(*) “Muchas cosas en el mundo carecen de nombre; y hay muchas cosas que, aun cuando posean nombre, nunca han sido descritas. Una de éstas es la sensibilidad —inconfundiblemente moderna, una variante de la sofisticación pero difícilmente identificable con ésta— que atiende por el culto nombre de camp. [...] Aunque únicamente me refiero a la sensibilidad —y a una sensibilidad que, entre otras cosas, convierte lo serio en frívolo—, se trata de cuestiones graves”.


jueves, 29 de noviembre de 2018

Frío de vivir

El escritor Aki Ollikainen, que tiene nombre de personaje de Star Wars, es un gran desconocido en España, pese a que ha sido uno de los grandes talentos surgidos de la nueva ola de la literatura finlandesa, gracias al cual ha podido tomar oxígeno y recuperar parte de su olvidado prestigio internacional alcanzado con la obra de dos de los escritores más relevantes del pasado siglo: Frans Eemil Sillanpää y Mika Waltari. Sin duda, la gran carta de presentación de Ollikainen fue su ópera prima, El año del hambre (Nälkävuosi, 2012; Libros del Asteroide, 2018), un relato tan subyugante como repulsivo en su fascinación por la representación de la enfermedad, del dolor y de las laceraciones del deseo durante la hambruna que sufrió Finlandia en 1867, en la que más de 250.000 personas, casi el 10% de su población, murieron de hambre. Lo mejor de El año del hambre radica en su retrato directo, duro, en absoluto gratuito, del desamparo de las clases más desfavorecidas, o en sus calculadas explosiones de sexualidad descarnada. La novela de Ollikainen juega desde sus primeras líneas a incomodar al lector, a zarandearlo con fuerza, al situarlo en un paraje hosco y desapacible, donde el frío predomina todo el año y es extremo en invierno, y, al contrario de lo que pueda parecer, “el color de la muerte es el blanco”. Todo ello hace de El año del hambre una novela de corte existencialista, cuya tesis —si la hay— es que dicho frío habita como una larva dentro de nosotros, esperando cualquier desequilibrio para invadir toda nuestra percepción de la realidad. “Un perro con aspecto de haber sido apaleado sale de un brinco de detrás de un edificio torcido. Arrastra una de las patas traseras. Se asemeja a su dueño, y no tiene otro dueño que el barrio de Katajanokka, sus casuchas de tablas improvisadas con prisa que tras cada ráfaga de viento parecen escorarse en una nueva dirección”. Con esta y otras imágenes pavorosas, Ollikainen delimita el espacio perfecto de la pesadilla finlandesa, un lugar de almas perdidas, donde los hermanos Teo y Lars Renqvist, un médico y un político, se aprovechan de la tragedia de todo un país. Pero El año del hambre no tendría relevancia literaria —en una época en la que la buena literatura se consume y se olvida a una velocidad vertiginosa— si no fuera por su elaborada construcción narrativa, que no busca florituras innecesarias, sino una deliciosa simplicidad que no impide, empero, contemplar de frente el horror cuando los elementos se alían para convertir lo inclemente, lo inhumano, lo insoportable, en épico.




“Cadáveres; durante este viaje ha visto varios en los arcenes, pero la mujer es la única de cuya muerte ha sido testigo. Sucedió rápido, sin drama. Simplemente cayó y no se levantó más. Como si la tierra hubiese aspirado el alma en sus entrañas y dejado la corteza vacía. ¿Será capaz el alma de penetrar en esa tierra helada?”. 

Aki Ollikainen, El año del hambre


sábado, 24 de noviembre de 2018

En el corazón del corazón del país

Escribo esta entrada en la cama, delante de una fotografía del Gran Desierto de Victoria, en Australia, y, visto así, se me antoja la joroba de un camello que respira profundamente. Cerca de este paraje de pequeñas dunas de arena en medio de planicies desnudas desapareció en 1848 el naturalista prusiano Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt, cuando pretendía cruzar el continente de este a oeste con otros cuatro exploradores europeos y dos aborígenes australianos. Hasta hoy nadie sabe lo que le ocurrió con certeza, pero nada despierta más la imaginación que la realidad misma. Es por eso que el escritor británico Patrick White decidió escribir sobre Leichhardt en Voss (Voss, 1957; Impedimenta, 2018), uno de esos clásicos —inédito en España hasta ahora— que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. La novela está protagonizada por un naturalista alemán, Johann Ulrich Voss, interesado en explorar el interior de Australia, una tierra en la que “el sol probablemente le abrasará la piel, le arrancará la carne de los huesos, es posible que sea torturado de las formas más horribles y primitivas”, pero en la que “es más fácil descartar lo que no es esencial y perseguir lo infinito”. Voss no sólo narra la historia de la fatídica expedición de Leichhardt/Voss, a quien White describe como un hombre de mirada perdida, un “loco inofensivo”, al que algo le impulsa a adentrarse en el interior del país, sino que también narra la historia —ficticia— de la mujer que aguarda su regreso, Laura Trevelyan, una de esas mujeres victorianas que nunca se han aventurado más allá de su corpiño, y cuyo “tormento o gozo más profundo era, siempre, el más privado”. Entre ellos se establece una amistad que pronto se dirige a un romance no planeado y, más tarde, a visiones compartidas, con Voss en el corazón del corazón del país, haciendo frente a todo tipo de desafíos —la sed, el hambre y el motín—, y Laura en Sydney, haciendo acopio de fuerzas después de casi sucumbir a una fiebre cerebral: “Laura Trevelyan no dejaba de gritar que el pelo le estaba sajando las manos. Lo cierto es que sus cabellos quemaban y pesaban mucho, aunque también estaban suaves”. Frases poderosamente hipnóticas como éstas corroboran un don innato —la Academia Sueca concedió a White el Premio Nobel de Literatura en 1973—  para ahondar en los escozores y complejidades del ser humano, así como en los territorios inexplorados de las tierras salvajes. No es por desmerecer lo que vino antes (Julio Verne, Robert Louis Stevenson, Henry Rider Haggard), pero, si hubo un punto culminante para la literatura de aventuras, ese mal llamado género que nos habla de historias extraordinarias, pero que también son relatos humanos, ese fue la aparición de Voss de Patrick White. Una novela que, más allá de una simple reconstrucción del viaje a ninguna parte de Leichhardt, se erige en un fascinante retrato de la voluntad humana sometida a límites que son inimaginables hasta que el hombre los alcanza.




“Sobre aquel escenario, en el que la luz trémula jugaba un papel más importante que la arquitectura del paisaje, palpitaban extraordinarias mariposas. Hasta entonces, los hombres no habían visto nada que pudiera compararse con sus colores, que se abrían y se cerraban, se abrían y se cerraban. De hecho, gracias a aquel par de goznes, el mundo de las apariencias se comunicaba con el mundo de los sueños”. 

Patrick White, Voss


martes, 20 de noviembre de 2018

El tiempo, gran destructor

A veces la rutina diaria nos imposibilita recalar en la esencia de la realidad —la propia y la de nuestro entorno— y, por tanto, nos obliga a vivir en una permanente dimensión compuesta de apariencias y máscaras sociales que, aunque se saben falsas, son, ante todo, menos dolorosas que la cruda realidad. Nick Fowler, el protagonista de MacArthur Park (MacArthur Park, 2017; Alpha Decay, 2018), primera novela del poeta y crítico de arte Andrew Durbin, despierta de su letargo el lunes 29 de octubre de 2012, cuando el huracán Sandy toca tierra en Nueva York a 140 kilómetros por hora, sometiendo a la ciudad a las peores inundaciones de su historia. Pero el peligro de Sandy llega sobre todo por la crisis medioambiental, lo que lleva a Fowler —quien, como Durbin, es un escritor homosexual obsesionado por los desastres naturales, el arte contemporáneo y el sexo en clubes y lugares públicos— a reflexionar sobre el cambio climático mientras deambula de una ciudad a otra en un trayecto por el que huye de sí mismo sin saber dónde buscarse ni hacia dónde dirigirse. Algo parecido se puede decir del libro que Fowler está escribiendo (y que no es otro que el libro que el lector tiene en sus manos): “Mi libro tenía una forma de arco, auque todavía no era capaz de describir qué sentido narrativo tenía aquel arco o cuál era su idea de fondo. Como antología de textos, oscilaba entre la poesía y la ficción, entre Los Ángeles y Nueva York. El libro problematizaba, intencionadamente, el concepto de narrativa: cómo encajar las cosas que constituían mi vida, pero también las de otras personas, en la forma de un relato. Eso era todo lo que tenía. Cuando alguien me preguntaba de qué iba el libro, no me apartaba de mi respuesta ensayada: ‘El tiempo meteorológico’. ¿Qué tiempo? Ya no entendía por tiempo el estado de la atmósfera, el viento, la visibilidad, el calor, la probabilidad de lluvia, porque se había convertido en algo mucho más amplio, un sistema más general que englobaba nuestra política, o la política que había terminado englobándonos a todos”. En MacArthur Park hay una gran falta de pudor en lo que Durbin cuenta, y con esto no me  refiero a lo que sucede de puertas para dentro en clubes nocturnos como el emporio gay Spectrum y sus avatres, donde tiene lugar una buena parte de la trama, sino a un exhibicionismo primario que parece servirle de terapia, de catarsis. Con todo, MacArthur Park, que esconde claves en su título, tomado de una canción de Donna Summer compuesta por Jimmy Webb en 1968, no termina por despegar. Y no porque el libro decepcione, sino porque cuando pasa una página tras otra, llega un momento en el que el lector teme que vaya a hacerlo.




“California es el final de un arco construido sobre los muertos que se resistieron a ella: todos lo sueños, y especialmente la terrible promesa de un sueño americano, buscan un puerto, un sitio desde el que saltar al vacío, palmeras, un océano, una parada final. ¿De verdad echas mano del proverbio pop de que aquí todo es posible? Llegar, y luego desaparecer. [...] Todas las versiones de esta ciudad son el resultado de una desaparición”. 

Andrew Durbin, MacArthur Park


sábado, 17 de noviembre de 2018

El vacío verde

Decía Walter Benjamin que “no hay documento de cultura que no sea al tiempo de barbarie”. Vivir de espaldas a la naturaleza constituye la primera de las barbaries. Si bien nos gusta vernos como seres civilizados, viviendo en ciudades, lejos de las tierras salvajes, no hay mayor salvajismo ni más cruel división que la que existe entre la ciudad y el campo. “Tengo la teoría de que todas las personas del mundo desean realmente un jardín, aunque muchas quizá no sean conscientes de esta necesidad”, escribió Frances Hodgson Burnett en un ensayo póstumo titulado En el jardín (In the Garden, 1925), publicado por The Medici Society of America, de Boston y Nueva York. Hodgson Burnett se había hecho célebre a principios del siglo XX gracias a su novela El jardín secreto (The Secret Garden, 1911; Cátedra, 2013), donde dos niños traviesos y malcriados —hoy en día diríamos que lo que le ocurre a Mary Lennox y a su primo Colin Craven es un trastorno por déficit de atención e hiperactividad—, se vuelven buenos y generosos a causa de una combinación de misterio, aire fresco y, sobre todo, el cuidado de un jardín cerrado que no ha sido abierto en diez años. La novelista inglesa siempre defendió los poderes beneficiosos de la naturaleza, aunque no llegó a los niveles del escritor americano de origen polaco Jerzy Kosinski, cuya novela Desde el jardín (Being There, 1971; Anagrama, 2006), está protagonizada por un hombre analfabeto que llega a las más altas esferas de la política hablando sólo de jardinería, o, más cercano en el tiempo, del filósofo español Santiago Beruete, autor de dos libros que deben figurar en toda biblioteca que se precie: Jardinosofía (Turner, 2016), una historia filosófica de los jardines, y Verdolatría (Turner, 2018), un vocablo inventado para describir "el vacío verde que hay detrás de todo". Un vacío verde que Ray Bradbury empezó a vislumbrar —como casi todo lo demás— en El vino del estío (Dandelion Wine, 1957; Minotauro, 2008), en el que el protagonista sermonea al hombre que le corta el césped por cambiarlo por un pasto artificial: “Bill, cuando tenga usted mis años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas, cuentan más que las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible a un viaje de cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por qué? Porque en el paseo hay aromas, cosas que crecen. [...] Si de ustedes dependiera, emitirían una ley que aboliría todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían sólo con las grandes cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando algo que hacer para no volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza? Cortar el césped y arrancar zarzas puede ser un modo de vida. [...] Un matorral de lilas es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son todavía mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la gente y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene nariz. Y cuando usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted empieza a pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo”. Si quieren cultivar un jardín no se lo piensen, o mejor sí, piensen en verde.




“Humildad es la palabra más importante del lenguaje del jardinero, pues describe ahora como hace miles de años nuestra relación con la naturaleza. [...] Si Dios quiso que la profesión de Adán, el primer hombre, fuera la de jardinero es porque, como nos recuerda Rudyard Kipling, la mitad de la labor se hace de rodillas”. 

Santiago Beruete, Verdolatría


domingo, 11 de noviembre de 2018

Lo que el mundo necesita ahora

Empecé a escribir las primeras líneas de esta entrada en mi portátil, mientras esperaba mi turno en la oficina de correos, y cómo no recordar inmediatamente las palabras que Gustave Flaubert le dirigió por carta a su amiga George Sand, en diciembre de 1875: “Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas, sin detenerme en las generalidades, desviándome expresamente de lo accidental y de lo dramático. ¡Sin monstruos y sin héroes!”. Así es la última novela de Kaouther Adimi, Nuestras riquezas (Nos richesses, 2017; Libros del Asteroide,  2018), un oasis de placidez en medio de una industria abonada a la velocidad. Nuestras riquezas es un libro sin monstruos y sin héroes. Su protagonista es una pequeña librería argelina, Las Verdaderas Riquezas, llamada así en honor a la novela homónima de Jean Giono —hay edición española en la editorial Errata naturae, 2016—, fundada en 1936 por Edmond Charlot, un hombre renacentista del siglo XX. Charlot fue librero, editor, bibliotecario, galerista y descubridor de talentos literarios, como Albert Camus, Jules Roy y Emmanuel Roblès. En Nuestras riquezas, la librería de Charlot, ubicada en el número 2 bis de la calle Charras, en Argel, es testigo mudo del transcurso de la vida de la ciudad, cuyos habitantes viven una existencia entre corriente y singular. No son héroes que muestren musculatura o arrojo como los personajes de las novelas de Victor Hugo o Alejandro Dumas, sino gente corriente que asiste a la transformación de la librería en cuartel general de la Francia Libre durante la Ocupación, en una biblioteca de préstamo en los años noventa y finalmente en un local de venta de buñuelos, aunque esto último es sólo un producto de la imaginación de la autora, porque la librería Las Verdaderas Riquezas sigue todavía en la calle Charras —hoy calle Hamani— abierta al público. En Nuestras riquezas, Adimi transita entre el pasado y el presente, entre el Argel de hoy y el de la década de los treinta. El libro alterna dos voces diferentes: la de un narrador sin nombre, que no es otro que la propia ciudad, agitada y bulliciosa; y la de Charlot, que da cuenta en su diario de los pormenores de su trabajo como librero y editor: “Larga conversación sobre la edición y la literatura. Le he dicho [a Gabriel Audisio] que yo no persigo la coherencia, sino que publico sobre todo aquello que me gusta, y únicamente libros que me siento capaz de defender. Mi compromiso tiene que ser absoluto. Así es como yo concibo mi trabajo. El escritor tiene que escribir, el editor tiene que dar vida a los libros. No veo límites a esta idea. La literatura es demasiado importante como para no dedicarle todo mi tiempo”. Al igual que Lawrence de Arabia, Charlot encarnó la imagen del aventurero como nadie en el mundo de las letras, pero la suya fue una aventura sin desierto y sin palmeras. Pero sobre todo sin monstruos y sin héroes. Sólo libros. Lo que el mundo necesita ahora.




“Un libro es algo que se toca, que se huele. No hay que preocuparse si se le doblan las páginas, si se abandona su lectura, si se vuelve a ella, si se lo esconde bajo la almohada”.

Kaouther Adimi, Nuestras riquezas


domingo, 4 de noviembre de 2018

Dice la verdad quien dice sombra

H.P. Lovecraft (1890-1937) nunca dejó de ser un escritor muy leído dentro y fuera de su país, pero sólo su muerte derribó las barreras que habían impedido considerarlo como lo que realmente fue: uno de los grandes maestros del relato de terror del siglo XX. Al contrario que Edgar Allan Poe, cuya fama estuvo expuesta a curiosas variaciones, como sostiene el propio Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura —hay edición española en Valdemar, 2010—, el autor de La sombra sobre Innsmouth se ha mantenido en primera fila entre los aficionados al género de terror y fantástico. Entre sus proezas figura la invención del infierno, como bien recordó el escritor congoleño Sony Labou Tansi en su novela La vida y media: “No busquemos más, lo hemos encontrado: el hombre ha sido creado para inventar el infierno”. Claro que el infierno del que habla Tansi en su novela, publicada en 1979, es el del despotismo iletrado de los dictadores africanos. El infierno de Lovecraft es el de los horrores que nos acechan en los oscuros y prohibidos ámbitos de lo desconocido. Lovecraft hizo de lo desconocido un culto civil con reminiscencias religiosas que le llevó a echar a perder su vida, como escribió Michel Houellebecp en Contra el mundo, contra la vida: “Lovecraft es un ejemplo para todos aquellos que quieran aprender a malograr su vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra. Aunque esto último no está garantizado”. Con el tiempo, hemos visto más claramente que Lovecraft era un escéptico al que se le ha revelado una verdad, como escribe en Confesiones de un incrédulo y otros ensayos escogidos (A Confession of Unfaith, 1922; El paseo, 2018): “Mi postura ha sido siempre cósmica, contemplando al hombre como si viniera de otro planeta; tratándolo, simplemente, como una especie interesante presentada para su estudio y clasificación. [...] Al fin puedo admitir voluntariamente que los deseos, esperanzas y valores de la humanidad son asuntos del todo irrelevantes frente a la ciega maquinaria cósmica. Considero la felicidad como un fantasma ético cuyo simulacro no alcanza a nadie de forma completa —e incluso de refilón a muy pocos— y cuya posición como objetivo de todos los esfuerzos humanos es una mezcla grotesca de farsa y tragedia”. La inevitable impresión que desprenden los ensayos, las novelas y los relatos de Lovecraft vendrían a confirmar las palabras de Paul Celan: “Dice la verdad quien dice sombra”.




“El buscador de paraísos no es más que una víctima de mitos establecidos o de su propia imaginación”.

H.P. Lovecraft, Confesiones de un incrédulo


jueves, 1 de noviembre de 2018

Nada y así sea

Veamos. Si uno entra un día cualquiera en un hogar londinense de clase media alta y abre la tapa del cubo de basura —por supuesto antes de que existieran esos supermercados del detritus llamados contenedores donde se depositan los residuos por colores— y rebusca un poco en su interior podría encontrar a alguno de los personajes de Nada de nada (The Nothing, 2017, Anagrama, 2018), de Hanif Kureishi. La última novela del autor de El buda de los suburbios tiene como protagonista a Waldo, un director de cine ya viejo, postrado en un silla de ruedas, que vive fuera de la realidad, acompañado únicamente de su mujer, Zee —una india separada de un pakistaní y con dos hijas— y el amante de ésta, Eddie Warburten, periodista y admirador de Waldo. Waldo, que se define como un sensualista con debilidad por el marqués de Sade —aunque el sexo ha quedado atrás para él, en todos los sentidos—, está seguro de que Zee y Eddie hacen el amor en el dormitorio contiguo al suyo, pero lejos de provocarle celos le produce una especie de catártica terapia que le permite después dormir a pierna suelta: “Empiezo a imaginarme qué están haciendo, las posturas que adoptan. ¿Ella se ha arrodillado? ¿Se están besando mientras retoman su pasión? Un cuerpo, una bestia. Me gusta pensar que lo veo. Siempre he sido una cámara. [...] Los realizadores somos voyeurs que trabajan con exhibicionistas. Y ahora, al final de mi vida, sigo siendo un observador”. Una novela que parte de esta premisa debe pertenecer, por buena lógica, a los dominios de la comedia negra, la fantasía tortuosa o el puro esperpento aderezado por un apabullante discurso sobre las desdichas de la vejez y la decrepitud, así como sobre el hedonismo de nuestro tiempo: “El narcisismo es nuestra religión. El palo de selfie, nuestra cruz, y debemos acarrearlo a todas partes”. Nada de nada es la sublimación de esa capacidad subversiva de Kureishi, de esa habilidad, inigualable, de incomodar al lector con una montaña rusa emocional, presente desde las primeras obras de este escritor y cineasta británico de origen pakistaní, para quien las relaciones entre sexos consisten en un duelo de libidos y voluntades, cuya violencia o sufrimiento, tanto físico como psicológico, “pierde su carga de horror si la víctima encuentra un modo de disfrutar de él”. Es decir que si de algo no se le puede acusar es de tibieza o apocamiento. Nada de nada puede verse como un gesto airado, un gesto de supervivencia y una metáfora de su propia realidad actual en la que no le quedan sueños por cumplir, según reconoció él mismo en el último Hay Festival de Segovia, celebrado el pasado mes de septiembre. Así las cosas, Nada de nada no podía tener otro título que el elegido por Kureishi. Y así sea.




“Para adorar el sexo, debes asumir la repulsión”.

Hanif Kureishi, Nada de nada


sábado, 27 de octubre de 2018

Rojo y negro

La primera vez que vi El resplandor, de Stanley Kubrick, no me gustó. No podía quitarme de la cabeza la novela de Stephen King —dedicada a su hijo, el escritor Joe Hill, entonces un niño de cinco años “que esplende” como el hijo de Jack Torrance, Danny— en la que está basada la película. Nada de lo que había visto se podía comparar con el libro. Todo lo discutía, todo lo juzgaba hasta desquiciar a los que me escuchaban. Después he visto El resplandor en seis o siete ocasiones —en dvd y bluray—, cayendo rendido a las virtudes de su mito. Cada vez que volvía a verla era como si volviera a la infancia. Algo parecido le sucedió a Simon Roy, autor de Mi vida en rojo Kubrick (Kubrick Red: A Memoir, 2016; Alpha Decay, 2017): “He debido de ver El resplandor por lo menos cuarenta veces; primero parcialmente, cuando tenía más o menos diez años (‘¿Te apetece un helado, Doc?’); después varias veces por pura curiosidad y posteriormente con regularidad, ya como profesor. Me gustaría creer –yo también tengo un poco de Doc– que he visto la película cuarenta y dos veces, pero sé que son muchas más”. En Mi vida en rojo Kubrick, Roy no sólo examina hasta el mínimo detalle lo que sea que se oculta en los fotogramas de El resplandor —hay mucha literatura que hace un culto casi fanático del número 42, que se repite continuamente en la película—, sino que también indaga en su propio pasado, un pasado bastante negro con los días marcados en “rojo Kubrick”, en alusión a la sangre que sale a raudales de los ascensores del hotel Overlook. El abuelo de Roy, Jacques Forest, asesinó a su abuela a martillazos y luego se suicidó. En el momento del crimen, Forest tenía dos hijas de cinco años, las gemelas Danielle y Christiane, que, al igual que las gemelas Grady que vemos tomadas de la mano al final del pasillo en la película, quedaron bañadas en sangre. Christiane desapareció sin dejar rastro a los 14 años. Danielle, la madre de Roy, sufrió depresiones toda su vida, intentó suicidarse varias veces y finalmente lo logró, en 2013, poco antes de que el autor se decidiera a contar la genealogía macabra de su familia, inaugurada por su abuelo en 1942: “Todo se repite en la espiral de una reanudación perpetua. La reincidencia es casi ineluctable, necesaria. [...] Poco importa la época, siempre habrá alguien que reproduzca las mismas atrocidades. Jacques Forest, al matar a mi abuela a martillazos, afianzó los crímenes que acontecen desde la noche de los tiempos, prolongación inconsciente de una ancestral tara hereditaria”. Desde su estreno en 1980, El resplandor ha tenido un impacto extraordinario en el imaginario colectivo, aunque en nadie como en Roy abrió “una brecha en el cemento de mi plácida infancia”. Mi vida en rojo Kubrick es un libro completamente absorbente a la manera de las mejores novelas de King, hasta el punto de que nos descubrimos desesperados por llegar al lugar oscuro donde nos lleva.*




“Las perores cárceles no están hechas de piedra, sino de nuestros propios actos, y también de los que somos víctima y nos ahogan muy despacio. [...] Me gustaría que mis palabras le llegaran [a su abuelo, Jacques Forest] y produjeran en él el efecto de la gasolina con la que se rocía a un rehén amordazado, maniatado en un trastero viejo y aislado”.

Simon Roy, Mi vida en rojo Kubrick

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(*) Esta reseña fue publicada, con otro título y otra redacción, en el periódico La Provincia el 17 de febrero de 2017.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Todo se desmorona

Retratar una época no implica necesariamente el análisis frontal de los grandes acontecimientos. Francis Scott Fitzgerald, que retrató mejor que ningún otro escritor —con la excepción acaso del hoy olvidado bon vivant Carl Van Vechten, autor de El paraíso de los negros— los ruidosos años veinte, satisfizo mejor su vocación de cronista cuando se aproximó a los mecanismos del melodrama y a los colegios y salones de élite, que cuando intentó plasmar frontalmente la industria floreciente del cine en tiempos de recesión económica en El último magnate. Algo parecido se puede decir de Jay McInerney, que es noticia estos días por la llegada a las librerías españolas —algo tarde, pero llegó que es lo que importa— de la segunda parte de la trilogía sobre el matrimonio Calloway, La buena vida (The Good Life, 2006; Libros del Asteroide, 2018), tras la recuperación el año pasado de Al caer la luz (Brightness Falls, 1992; Libros del Asteroide, 2017), y, esperemos que muy pronto, Bright, Precious Days (2016), cuyo título es un guiño al título de su primera novela, Bright Lights, Big City (1984; Luces de neón, Edhasa, 1987). En La buena  vida, las clases altas narcisistas y superficiales de Manhattan se dan de bruces con la cruda realidad de los atentados de 11 de septiembre de 2001. Hasta ese día en particular —martes— “Manhattan era un espacio existencial, en el que la identidad iba en función de los logros profesionales; solo a los muy jóvenes y a los muy ricos se les permitía estar ociosos”. Después de ese día Corrine y Russell Calloway —personajes de la novela anterior de McInerney, Al caer la luz— y Luke y Sasha McGavock lo tienen difícil para recomponer sus respectivos matrimonios, que parecen haberse venido abajo mucho antes del desplome de las torres del World Trade Center. La metáfora está ahí para quien quiera verla, pero McInerney le dedica muy poco tiempo a este aspecto y eleva su punto de vista para indagar, desde una inequívoca voluntad reflexiva, mucho más allá y mucho más a fondo de la mera cuestión casuística de hechos. El colapso de las torres gemelas es solo el pretexto —esto no es bueno ni malo— para que un grupo de neoyorquinos privilegiados se vean obligados a reevaluar sus vidas y encontrar su propósito después de confrontar las ilusiones de ayer con las realidades —adulterio incluido— de hoy. Al margen de lo estrictamente épico de los acontecimientos del 11-S, y que, en verdad, no deja de resultar pura anécdota, La buena vida resulta poderosa sobre todo en el tratamiento del conflicto de Corrine consigo misma: “Corrine se había convertido en una entendida en culpabilidad; aunque en su caso no se trataba de una puñalada de remordimiento por un acto mal concebido, sino más bien del latido insistente y sordo de la culpa crónica”. Al final, no importa tanto el desenlace de la trama, sino los elementos desperdigados a lo largo de la novela entorno a unos personajes que descubren que no tienen vida propia —ni buena ni mala—, y que sólo encuentran su lugar en el desmoronamiento al que va tendiendo todo. Una idea sublime, efectivamente, y perturbadora.




El hedor a plástico quemado volvió a envolverla cuando caminaba por Broadway. Cuando más se acercaba, más sentía la presencia de los muertos, como una especie de electricidad estática. Tan palpable era la impresión que a veces temía llegar a ver sus formas luminosas flotando entre los desfiladeros del distrito financiero. Se detuvo y miró atrás, sintiendo un escalofrío en los brazos y la nuca, aunque la noche era cálida y calma, e imaginó que notaba una corriente de tristeza y pesar recorriendo Broadway. ¿Qué le dirían si pudieran hablar? ¿Le aconsejarían que no siguiera por ese camino? ¿Quién sabía si compartían nuestras inquietudes y emociones, o las de los seres que ellos mismos habían sido antes? Quizá no era la tristeza de los muertos lo que sentía, sino sólo la suya”.

Jay McInerney, La buena vida


sábado, 20 de octubre de 2018

¿Qué es lo que Maisie sabía y por qué debería importarnos?

Si todo se corrompe con el tiempo, al menos existe algo que permanece inmaculado. ¿Adivinan? No es difícil. Sí, Henry James. Su obra, considerada como un género en sí mismo, no deja de reeditarse cada cierto tiempo. El último título en reaparecer de nuevo ha sido Lo que Maisie sabía (What Maisie Knew, 1897; Gatopardo, 2018), con prólogo de Nora Catelli, del que tomo esta frase: “El desafío formal de James en esta novela consiste en construir primero un triángulo: lo que ve y no ve Maisie, lo que hacen los adultos responsables —padres, nuevos cónyuges, institutrices, criadas—, que miran pero no ven a Maisie, y lo que ven los lectores”. Muy bien, empecemos por ahí. Lo primero que vemos es que no todo son personajes femeninos complejos, atribulados, llenos de vericuetos (léase Isabel Archer, Catherine Sloper, Daisy Miller), en la obra de Henry James. Al igual que el autor de Lolita, James también tuvo su propia nínfula en Maisie, una niña madura para su edad, cuya custodia se disputan Beale e Ida Farange, a pesar de que “el único lazo que la unía a sus padres era el hecho lamentable de que fuese un recipiente en el que verter la amargura, una frágil taza de porcelana en la que mezclar ácidos corrosivos”. Pero esperen, que todavía hay más: “No habían solicitado su custodia para hacerle un bien, sino para tratar de hacerse daño. [...] De hecho, se sentían más casados que nunca, sobre todo porque el matrimonio nunca había sido para ellos más que un pretexto para pelearse de forma ininterrumpida”. Las posibilidades de crecer en estas circunstancias son mínimas, pero Maisie no sólo logra superarlas sino que también ve mucho más de lo que en principio puede entender, una cualidad compartida con Flora y Miles, los niños pubescentes de Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898). No obstante, Lo que Maisie sabía no es una novela familiar, sino una novela sobre familias en más de un sentido. James nos sirve la historia de forma transversal —sabía que tarde o temprano acabaría utilizando esta palabra en boga entre los políticos—, de extremo a extremo, permitiendo de esta manera asegurar el interés de la trama más allá de que los Farange no tengan nada agradable que decirse el uno al otro. Lo que para unos es una simple disputa familiar por la custodia de una niña para el autor de Retrato de una dama es una oportunidad para demostrar que no hay tema menor si se lo aborda con precisión, juicio y sentimiento. Volviendo a la pregunta que encabeza este post, ¿qué es lo que Maisie sabía y por qué debería importarnos?, estoy convencido que la respuesta no es otra que la de que los niños pueden superar casi cualquier cosa, incluso aquello que no nos atrevemos a decir en voz alta. Pero James sí: que los términos “padre” y “madre” por sí solos no son nada. Aunque Maisie tiene “dos padres, dos madres y dos hogares”, nunca se ha sentido más sola.




Nada podía resultar más conmovedor que esa alma inmaculada no tuviese la menor sospecha del calvario que le esperaba. Había quien se horrorizaba al pensar en lo que podían hacer de ella las dos personas encargadas de su custodia, pues nadie parecía concebir por anticipado que pudiesen hacer algo que no fuese funesto”.

Henry James, Lo que Maisie sabía