sábado, 25 de julio de 2020

Todos los milagros dentro de uno

Desde su publicación en 1948, han corrido ríos de tinta sobre las bondades de la decimocuarta novela de Graham Greene, El revés de la trama (con la excepción de George Orwell que encontró la trama de la novela ridícula*), lo que sin duda ha repercutido en la fascinación que su historia sigue suscitando todavía. Para quienes la descubran ahora, hay que decir que la novela se publicó por primera vez en español en 1950, en la editorial argentina Sur, en traducción del poeta y escritor Juan Rodolfo Wilcock, a quien no se le ha agradecido lo suficiente su hermoso y llamativo título, El revés de la trama —el original inglés resulta un tanto prosaico: The Heart of the Matter [El meollo de la cuestión]—, el cual recuerda en cierto modo a Henry James: The Turn of the Screw, traducida por José Bianco como Otra vuelta de tuerca. En Sur —donde le fueron encargadas a Wilcock otras traducciones: Paso a la India de E.M. Forster, Aspectos del amor de David Garnett y El ángel subterráneo de Jack Kerouac—, El revés de la trama conoció diversas reediciones entre 1951 y 1980. En España, la novela se publicó por primera vez en 1955 en Edhasa, con sede en Barcelona, donde tuvo también numerosas reediciones, siempre con la misma traducción de Wilcock. No sería hasta 1985 cuando la editorial Seix Barral, en su mítica colección Biblioteca Breve, decidió publicar una nueva traducción de El revés de la trama, a cargo de Jaime Zulaika, si bien respetando el título en español de Wilcock. Es esta última versión de El revés de la trama la que Libros del Asteroide incorpora estos días a su catálogo, al igual que hizo el año pasado con El final del affaire, en traducción de Eduardo Jordá. De todas las novelas de Greene, El revés de la trama es la que más requirió un esfuerzo, y de los que extenúan, pues el autor se inspiró en su propia experiencia en Sierra Leona durante la Segunda Guerra Mundial. Al igual que el protagonista de la novela, el comandante de policía Henry Scobie que vive en una remota aldea africana con una mujer a la que no ama pero que necesita por razones de estabilidad, Greene no fue nunca un marido modélico, tampoco un católico modélico. Y de ahí surgen todos los problemas de Scobie/Greene, un hombre acorralado en su propio infierno que implora a Dios en vano. Como escribió el novelista y crítico inglés David Lodge: “En la ficción de Greene el catolicismo no es un cuerpo de creencias [...] sino una fuente de situaciones”. En esa tesitura se desarrolla una trama que se sirve de la compasión como intriga, como pista a seguir para desentrañar un puzzle de sentimientos que amenazan con hacer colapsar no solo el matrimonio de Scobie sino también su vida. En realidad, El revés de la trama es una de esas novelas sin misterio que, sin embargo, lo tiene todo para acabar obrando el milagro. Todos los milagros dentro de uno: Graham Greene.




“Scobie siempre detectaba el olor de la injusticia y de la mezquindad humana: era el olor de un zoo, a serrín, a excremento, a amoniaco y a privación de libertad. Fregaban el lugar todos los días, pero era imposible eliminar el olor. Los presos y los guardias lo llevaban en la ropa, como el humo de tabaco”.

Graham Greene, El revés de la trama

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(*) George Orwell: The Sanctified Sinner. Review of The Heart of the Matter, Graham Greene. The New Yorker, July, 17. 1948


domingo, 19 de julio de 2020

La lealtad me obliga

Aunque quizá no resulte del todo exacto, siempre digo que es muy probable que La hija del tiempo (The Daughter of Time, 1951; Hoja de lata, 2020) de Josephine Tey sea la mejor novela histórica que jamás se ha escrito. Y digo que es muy probable porque hace treinta años la Asociación de Escritores del Crimen (Crime Writers' Association) del Reino Unido, fundada en 1953, proclamó a La hija del tiempo como la Mejor Novela Criminal de todos los tiempos, por delante de El sueño eterno de Raymond Chandler, El espía que surgió del frío de John Le Carré y La piedra lunar de Wilkie Collins. Lo cierto es que Tey, seudónimo de Elizabeth Mackintosh (1896-1952), es una escritora difícil de acorralar en un solo género. Aunque se suele encuadrar a Tey dentro de la Edad Dorada de la narrativa detectivesca inglesa*, junto a Agatha Christie y Dorothy L. Sayers, su obra resulta mucho más sociable, flexible y divertida que la de sus congéneres. La obra de Tey —aun las novelas protagonizadas por el inspector Alan Grant, de Scotland Yard, de las que se han publicado en España por el momento Un chelín para velas, La hija del tiempo y El caso de Betty Kane**, donde Grant tiene una pequeña aparición—, esquiva cualquier clasificación, igual que ella misma supo esquivar su propia época, rehusando verse en las páginas de sociedad vistiendo traje y corbata. Comparada con Christie o con Sayers, Tey no hizo mucho ruido hasta hace unos años en la historia de la novela negra —su enorme reputación es casi enteramente póstuma—, pero si hay una obra rompedora de reglas esa es sin duda La hija del tiempo. En ella el inspector Alan Grant se encuentra postrado en la cama de un hospital tras haberse caído por una trampilla durante una persecución. Para matar el tiempo decide investigar, desde la cama y ayudado por los libros de Historia, el asesinato del príncipe Eduardo y de su hermano menor, Ricardo, duque de York, en 1443, a manos de Ricardo III, tal como han contado siempre los libros de historia: “Los pequeños inocentes y su malvado tío: los ingredientes clásicos de una historia de simplicidad igualmente clásica”. Pero no para Grant, quien ve en el retrato de Ricardo III no a un monstruo, sino a un hombre enfermo: “Un candidato a padecer una úlcera de estómago. Un hombre que había tenido problemas de salud cuando era niño. Tenía esa mirada indescriptible que deja el sufrimiento durante la infancia, menos clara que la mirada de un lisiado, pero igual de ineludible. El artista lo había entendido y lo había traducido al lenguaje pictórico”. La hija del tiempo es una novela negra marcada por la gracia, la sutileza y dotada de un inteligente sentido de la comedia. Comedia, más que sátira, a pesar de los mordaces comentarios vertidos sobre autores como Tomás Moro, cuya tendenciosa Historia de Ricardo III inspiró el drama histórico de Shakespeare, o el arzobispo de Canterbury, John Morton. Según la autora: "Parecen no tener talento para dicernir la verosimilitud de una situación. Para ellos la historia es como un espectáculo con figuras bidimensionales sobre un fondo lejano". El lema de Ricardo III era: Loyauté me lie. La lealtad me obliga. La misma que me obliga a mí ahora a recomendarles esta novela que tan gratas satisfacciones me ha proporcionado su relectura, en la misma traducción de Efrén del Valle publicada por primera vez en RBA en 2012.




“Cuando no se puede recabar información sobre un hombre, la mejor manera de hacerse una idea sobre él es investigando acerca de su madre”. 

Josephine Tey, La hija del tiempo
  
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(*) La Edad Dorada comprende las dos décadas que transcurrieron entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
(**) El caso de Betty Kane (The Franchise Affair, 1948; Hoja de lata, 2017) figura en el undécimo lugar en la lista de las 100 mejores novelas criminales de todos los tiempos de la CWA.


domingo, 12 de julio de 2020

¿Dónde cojones...?

Vaya por delante que no siempre tengo tiempo de comentar aquí todos los libros que leo a lo largo de la semana —algunos libros me llevan más tiempo que otros, incluso los voy alternando hasta que he completado todas las combinaciones posibles—, porque de lo contrario no tendría tiempo para leerlos. Hace un tiempo le oí decir al periodista y escritor Juan Tallón que “escribo para no hacer cosas peores”. Yo leo para no hacer cosas peores. Y luego, si tengo tiempo —y me dejan mis otras obligaciones— escribo sobre lo que he leído. Llevo tres o cuatro semanas queriendo escribir sobre Era tarde, muy tarde (How Late It Was, How Late, 1994; Galaxia Gutenberg, 2013) de James Kelman. No sé si es cierto, pero quiero creer que sí. Dicen que Alejandro Magno dormía con un ejemplar de la Ilíada junto a una daga debajo de la almohada. Algo parecido me ocurrió a mí con Era tarde, muy tarde. Cada vez que me vencía el sueño, dejaba el libro de Kelman debajo de la almohada junto a un lápiz con el que escribía notas al margen. Era tarde, muy tarde narra la historia de Sammy Samuels, un exconvicto escocés que al volver en sí, después de una buena borrachera, descubre que está ciego: “Te despiertas tirado en una esquina y te quedas ahí, deseando que tu cuerpo desaparezca, los pensamientos te agobian, pensamientos, pero quieres recordar y afrontar lo que sea; algo te lo impide una y otra vez, y no puedes, las palabras te llenan la cabeza: palabras y más palabras, algo va mal, muy muy mal, no eres un buen tío, no, no estás bien. Vas recuperando poco a poco la conciencia, te das cuanta de dónde estás: aquí tirado en esta esquina, con todos esos pensamientos en la cabeza. Y, dios, cómo le dolía la espalda, se le había quedado rígida, y tenía la impresión de que la cabeza iba a estallarle. Se estremeció y se irguió un poco, encorvando los hombros, cerró los ojos, se frotó los rabillos con las puntas de los dedos y vio un montón de puntos y lucecitas. ¿Dónde cojones...?”. Eso mismo pensé yo: ¿Dónde cojones se había metido este escritor de Glasgow, del que nada sabía hasta ahora, a pesar de ser un autor consagrado —Era tarde, muy tarde obtuvo el Premio Booker en 1994— y de haberse publicado en España en 1991 una novela anterior, Un desafecto*? En Era tarde, muy tarde, Kelman alterna la primera persona con la tercera borrando los límites entre narrador y personaje. Así el protagonista se convierte en narrador y narrado, haciendo saltar por los aires todas las convenciones lingüísticas. No hay trucos empáticos. No hay infección sentimental. Sólo una repetición de palabras, actos y sucesos que no están lejos de El proceso de Kafka y de su protagonista Josef K, con la diferencia de que en Era tarde, muy tarde la alienación de Sammy resulta directamente proporcional a la abrasiva fuerza del lenguaje lumpen con que se cuenta. En su día, un crítico de The Times calificó su lenguaje de excesivo —sus palabras exactas fueron “vandalismo literario”—, pero a mí me parece que en el exceso encuentra su estilo.




“Ah, putos cuentos de hadas. Claro que pillar una curda podía ser una manera de llegar a casa. Los niños y los borrachos saben de qué estoy hablando, el buen dios, la autoridad central, el que cuida. Pero a veces así era la bebida, casi una alfombra mágica. Otras veces, no. [...] Lo que era su puta culpa, joder, era que siempre se culpara a sí mismo de algo que no tenía que ver con él, eso era muy típico. ¡No era culpa suya el haberse quedado ciego, coño! ¡Ni de broma! Joder, tío. [...] Pero qué iba a pasarle, ésa era la verdadera pregunta. Y era la única que no se hacía”. 

James Kelman, Era tarde, muy tarde



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(*) Un desafecto (A Disaffection, 1989; Circe, 1991). 


domingo, 5 de julio de 2020

Tiempos difíciles (menos para Dune)

A pesar de haber visto en su momento la adaptación cinematográfica que realizó David Lynch en 1984 de la novela de Frank Herbert, uno de mis descubrimientos tardíos en la literatura de ciencia-ficción fue Dune (Dune, 1965), aparecida en castellano en 1975 en la editorial Acervo, en traducción fluida de Domingo Santos, que es la misma que publica estos días el sello Debolsillo del grupo editorial Penguin Random House. Dune vuelve a estar de actualidad porque pronto —después del verano si el Covid-19 no lo impide— se estrenará en todo el mundo la versión realizada por Denis Villeneuve, el director de Blade Runner 2049 y La llegada. Ocurre, a veces, que uno se zambulle en una novela sin saber muy bien adónde va a ir a parar, más tratándose de una space opera que no entiende de límites. Lo que más me impresionó de la lectura de Dune no fue su calidad literaria, pues la presuponía —la novela obtuvo el premio Nebula en 1965 y el premio Hugo en 1966—, sino sus temas, ácidamente críticos para la época, especialmente aquellos en los que denuncia la manipulación del hombre de su entorno, el estrés medioambiental y la transformación del orden genético natural. Y luego están —algo infrecuente en las space operas que vinieron después, como Star Wars*, o las secuelas y precuelas de Dune escritas por su propio hijo Brian Herbert, con la ayuda del escritor Kevin J. Anderson, basadas supuestamente en las notas dejadas por su padre antes de su muerte en 1986**— sus frases rotundas: “El hecho de que no podáis imaginar una cosa no la excluye de la realidad”. O esta otra: “La actitud del cuchillo… cortar lo que es incompleto y decir: Ahora ya está completo, porque acaba aquí”. O la que a mí me parece la más perspicaz de todas: “Si deseas la inmortalidad, niega la forma. Todo cuanto posee forma, posee mortalidad. Más allá de la forma se encuentra lo informe, lo inmortal”. Cada cual es muy libre de extraer sus propias frases favoritas. La realidad es que la importancia de esta saga protagonizada por un muchacho, Paul Atreides, que debe tomar el control de un imperio de un millón de planetas, ha marcado buena parte de la literatura de ciencia ficción actual. Pero si algo queda después de leer Dune es la incómoda y molesta sensación de que “la gente necesita tiempos difíciles y de opresión para desarrollar sus músculos físicos”. No debería ser así, pero lamentablemente lo es.




“Los imperios no sufren de falta de finalidad en el momento de su creación. Es luego cuando se produce ésta, cuando ya están establecidos y sus objetivos iniciales son olvidados y reemplazados por vagos rituales”.

Frank Herbert, Dune

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(*) Evidentemente, la película de George Lucas le debe mucho a Dune. Como dijo el escritor Hari Kunzru en el artículo Dune, 50 years on: how a science fiction novel changed the world, publicado en The Guardian en 2015: “Actually, the great Dune film did get made. Its name is Star Wars [En realidad, la gran película de Dune se hizo. Se llama Star Wars]”.
(**) Véase el final de la saga: Cazadores de Dune (2006), Gusanos de arena de Dune (2008); y las precuelas: Dune: La Yihad Butleriana (2002), Dune: La cruzada de las máquinas (2003), Dune: La batalla de Corrin (2004), Dune: La Casa Atreides (1999), Dune: La Casa Harkonnen (2000) y Dune: La Casa Corrino (2001), todas publicadas en Debolsillo.