jueves, 29 de junio de 2017

Lástima que sea una puta

Así se titula una de las obras más conocidas del dramaturgo isabelino John Ford —en el original inglés Tis Pity She's a Whore— sobre el amor entre dos hermanos, Giovanni y Annabella, escrita en 1629. Pero no es de esta obra de la que quiero hablar aquí, sino de la novela Rojo París (Paris Red, 2015) de Maureen Gibbon, basada en la vida de la modelo favorita de Édouard Manet, Victorine Meurent, frecuentemente presentada como puta antes que como modelo y pintora, faceta menos conocida, y no por ello menos importante. Victorine posó para Manet en varios de sus cuadros, siendo los más célebres aquellos que la muestran totalmente desnuda: Desayuno en la hierba (1862-63) y Olimpia (1863), los cuales causaron un gran escándalo en su época. También la vida amorosa de Manet suscitó muchas habladurías, pues a pesar de estar casado con la pianista Suzane Leenhoff, mantuvo relaciones sexuales con otras mujeres fuera del matrimonio hasta el punto de contraer la sífilis. Al igual que Manet, Victorine fue una mujer de muchos amores, entre ellos el pintor belga Alfred Stevens, amigo de Manet. Sin embargo, no hay nada que pruebe que haya existido una relación íntima —y mucho menos sexual— entre Victorine y Manet. Gibbon lo sabe, y por eso coloca al frente de su novela una cita de la escritora Shirley Hazzard: "Ser preciso no es lo mismo que estar en lo cierto". O lo que es lo mismo, no dejes que la verdad te estropee una buena historia. Rojo París combina de manera envidiable la crónica rosa —cuando no abiertamente pornográfica— con la biografía; Gibbon consigue que, a cambio de redescubrir a Meurent y a Manet, no apartemos la vista ni un instante de unos personajes que, abiertos en canal, esparcen sus deseos y pulsiones por encima del lienzo. 




 "Cuando empezamos a acariciarnos —cuando le acaricio ahí abajo y envuelvo su verga con una mano— toco con la punta del dedo la rugosa cicatriz que tiene en la parte inferior. No es una mancha grande, sino una zona de la piel más gruesa y más pálida que el resto.
Le miro sin levantar de esa zona la punta del dedo. 
Ma cicatrice— dice.  
 —¿Cómo te la hiciste?  
—Una enfermedad.      
 No le hablo del miedo que sentí la primera vez que noté que tenía esa cicatriz. [...] Así que sigo tocándosela y se la acaricio una y otra vez hasta que se le pone dura. Pongo un cuidado especial en acariciarle también la cicatriz. Para que no parezca que me da miedo". 

 Maureen Gibbon, Rojo París


domingo, 25 de junio de 2017

Triste, solitario y final

Cuesta creer que, después de las continuas reediciones de El sueño eterno, Adiós, muñeca, La ventana siniestra, La dama del lago, La hermana pequeña, El largo adiós y el ensayo El simple arte de matar, Raymond Chandler siga guardando tesoros ocultos, pero así es: aquí está la biografía de Frank MacShane La vida de Raymond Chandler (The Life of Raymond Chandler, 1976), mucho tiempo descatalogada en España —la publicó la desaparecida Bruguera en 1977— y que ahora publica la editorial Alrevés. Es difícil imaginar un tema más fascinante que la vida de quien escribió El sueño eterno, con sus frases rotundas que se quedan largo tiempo rondando por la cabeza del lector: "Los Sternwood, después de mudarse colina arriba, no tenían ya que oler el aroma de los sumideros ni el del petróleo, pero aún podían mirar desde las ventanas de la fachada de su casa y ver lo que los había enriquecido. Si es que querían. Supongo que no querían". La vida del creador del célebre detective de ficción Philip Marlowe ha sido tan sobreexplotada en los casi 60 años transcurridos desde su muerte que pensar en descubrir algo nuevo sobre él suena excesivo. Sin embargo, el caudal informativo al que nos expone MacShane en esta magnífica biografía —la primera— es proporcional a su enorme capacidad de penetración a la altura del estilo único de Chandler. MacShane rebusca en cajones, bolsillos y altillos, como no lo ha hecho ninguna otra biografía posterior, y alumbra un retrato realista y psicológico del escritor que, con Dashiell Hammett, ayudó a dar forma a eso que hoy llamamos con tanta soltura “novela negra”, pese a que siempre tendió “a menospreciar su propia importancia como escritor”. Nada escapa al ojo avizor de MacShane, ni siquiera su aversión a los homosexuales: “Es posible que mi reacción a su presencia no sea caritativa, pero es que me ponen enfermo”. Al parecer le recordaban “nuestros propios vicios normales”. El retrato que MacShane hace de Chandler abunda en el hombre triste, solitario y retraído que fue durante toda su vida —nada acorde con el mundo que le rodeaba: el Hollywood de los años 30 y 40—, deseoso de encontrar un paz interior que no obtendría nunca.




“Chandler tenía la visión de un novelista completo, pero por razones económicas se dedicó a un género que le limitaba. Al mismo tiempo, la novela policíaca despertó en él facultades creadoras que nunca habrían salido a la superficie si hubiera intentado la llamada novela seria. [...] A diferencia de James, Joyce o Conrad, que eran exiliados de mundos que aborrecían, Chandler estaba desterrado de un mundo al que creía amar”.

Frank MacShane, La vida de Raymond Chandler


jueves, 22 de junio de 2017

¿De qué hablamos cuando hablamos de orgullo?

El otro día entré en un bar, en busca de un baño, y en la pared encima del retrete había un graffiti con los colores de la bandera LGTB que parafraseaba a Leibniz: "¿Por qué no orgullo en vez de nada?". Mientras seguimos esperando el fin de los prejuicios —aunque creo que va a ser difícil en este siglo XXI, aunque ya hay novelas de ciencia ficción como Luna nueva de Ian McDonald que imagina una sociedad futura en la que todo es aceptado: la bisexualidad, la homosexualidad e incluso el "yosexual" ("me-sex" en la novela original): "En el sexo con otras personas siempre hay que transigir. Un tira y afloja continuo, siempre intentando conseguir que todo encaje, quién va primero y a quién le gusta qué. […] El único sexo sincero es el yosexual"—, como decía mientras esperamos, hablemos un poco de orgullo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de orgullo? Es tan sencillo como esto: actuar de acuerdo a tu forma de ser, sin complejos ni estereotipos. Así actúan (cuando les dejan, claro) los personajes de la antología de relatos El armario de acero, subtitulada Amores clandestinos en la Rusia actual, publicada por Dos Bigotes, editorial especializada en literatura gay y lésbica, en la que lo importante no es el adjetivo (gay, lésbica), sino el sustantivo (literatura). El armario de acero probablemente no llegue a tener el número de lectores que Cincuenta sombras de Grey. Pero a diferencia de ésta, donde el sexo no es más real que un unicornio, el placer y el disfrute —y también, por qué no decirlo, el dolor— son verdaderos. El relato que abre la antología, La polla, de Aleksander Anasevich, es toda una declaración de intenciones: "Comedme la polla, la polla, la polla". Su rebeldía es más legítima que la de Jean Genet, y su osadía raya en la temeridad de American Psycho. Sólo por eso ya se le perdona que se empeñe en que le comamos la polla. Trauma, ninguno. En todo caso, conviene detenerse en la dimensión trágica, avasalladora, del deseo que ilumina no pocos relatos de esta antología.




"A los asesinos es fácil reconocerlos por el brillo de sus ojos, por las venas marcadas de sus manos, por sus cabezas de un rojo encendido. Asesino es aquel que espera bajo la ventana con una máscara de cerdo y el brillo en sus ojos. Yo también soy un asesino, quiero acostarme con todos los que no lo saben".

Aleksander Anasevich, La polla (De El armario de acero)


jueves, 15 de junio de 2017

Tendidos en la oscuridad

Víctima de la continua avalancha de novedades, Nosotros en la noche (Our Souls at Night, 2015) de Kent Haruf, publicada por Literatura Random House en septiembre de 2016, ha pasado sin pena ni gloria por las librerías españolas, al igual que su novela anterior, Plainsong (1999; Planeta, 2000). La crítica anglosajona ha dicho de Nosotros en la noche que "posee una originalidad deslumbrante", una afirmación que probablemente quiere decir que la historia que cuenta no es nada convencional. No obstante, su atractivo no reside tanto en su argumento como en su estilo. Un estilo, el de Haruf, que yo creo es uno de los grandes estilos de la literatura norteamericana, el que cultivaron tanto Ernest Hemingway como John Cheever, con paradas en Eudora Welty, Raymond Carver y Richard Ford, entre otros apeaderos narrativos donde el lector desciende un momento del tren detenido y mira a su alrededor. En Nosotros en la noche Haruf nos acerca a la realidad de la vejez narrada con sobriedad, con sencillez, con unas pocas lecciones bien aprendidas sobre el arte de narrar. Muy gradualmente, a medida que la relación de amistad y de secretos lazos de afecto entre Addie Moore y Louis Waters se va estrechando —ambos son viudos y vecinos de Holt, Colorado— vamos enterándonos de los sinsabores de sus vidas, llenas de pequeños fracasos y tragedias. Haruf nos acerca a la pareja sin prolijas descripciones ni sentimentalismos hueros, pero con la suficiente profundidad para ir más allá de la historia de dos viejos charlando tendidos en la oscuridad, incapaces de escapar de la prisión de sí mismos que ya desde el título se proclama. Este sería el mayor secreto del estilo de Haruf que se empeña en sujetar las palabras de manera que no excedan nunca los límites de lo que han de nombrar. Decía Herman Melville que "lo que se nombra es menos temible". Después de leer Nosotros en la noche, no lo tengo tan claro.







"Él iba a su casa por la noche, pero ya no era lo mismo. No sentían el mismo placer alegre ni la sensación de descubrimiento. Y poco a poco algunas noches Louis fue quedándose en su casa, noches en las que Addie leía a solas durante horas, sin querer tenerlo a su lado en la cama. Dejó de esperarlo, desnuda. Todavía se abrazaban por la noche cuando se quedaba con ella, pero más por costumbre y desolación y soledad y desánimo anticipados, como si trataran de atesorar los momentos que pasaban juntos para lo que vendría". 

Kent Haruf, Nosotros en la noche



martes, 13 de junio de 2017

El escritor que evitaba los trenes

Decía la poetisa polaca Wisława Szymborska que los pueblos del Cáucaso se enorgullecían de no haber llegado a su tierra de ningún otro lugar, de haber estado allí siempre; eso se debe seguramente a que todavía no se habían inventado los trenes. No, no es una ocurrencia; es un hecho lamentable, como recordó el más reciente Premio Princesa de Asturias de las Letras, el poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski, en el texto Una nación pequeña le escribe una carta a Dios, recogido en su libro de ensayos Dos ciudades (Dwa Miasta, 1995; hay edición española en Acantilado, 2006): "Todo empezó con los trenes. Ay, ¡qué lastima que se hayan inventado la máquina de vapor, la locomotora y los ferrocarriles! ¿A santo de qué? ¿Eran necesarios? ¿Acaso no eran suficientes las diligencias? ¿No bastaba con ir a pata, pernoctar en los almiares y beber el agua de los manantiales? ¿Acaso el caballo no es una criatura perfecta, fuerte y paciente? Las primeras vías férreas podían parecer idílicas: pequeñas estaciones iluminadas por farolas de gas, el jefe de estación con uniforme limpio y recién planchado, cajeros bigotudos y retratos de emperadores soñolientos. [...] Todavía era imposible prever lo más importante. Aún nadie adivinaba para qué servirían los trenes, cuál era su función principal, que de momento aún se mantenía en secreto. Los trenes sirven para deportar naciones pequeñas. Es difícil transportar naciones en diligencia. Una nación entera no cabría en el carro que condujo a María Antonieta a la guillotina. ¡Pero los trenes son otra cosa! Los vagones de mercancía o los que sirven para transportar ganado van de perlas para deportar grandes masas humanas".




En 1945, Zagajewski tenía cuatro meses de edad cuando su familia fue obligada a dejar su casa de Lvov (la actual Leópolis ucraniana) para trasladarse a vivir a Gliwice, una fea ciudad industrial alemana que había sido anexionada por Polonia después del final de la Segunda Guerra Mundial.  Allí transcurrió su infancia, escindida en dos partes, en dos ciudades. De igual forma debieron sentirse los nuevos habitantes de Gliwice: "La mayoría eran deportados del este, inmigrantes de fecha reciente, inmigrantes que, no obstante, nunca habían abandonado su país. Su país se había desplazo hacia el oeste, y ellos con él. Además, casi todos podían anteponer al nombre de su profesión, vocación u oficio la palabreja ‘ex’. Eran ex jueces, ex oficiales, ex profesores (por no decir nada de ex niños) despojados de su existencia anterior por el nuevo régimen que examinaba con lupa el pasado de cada ciudadano, siempre que el ciudadano tuviera algún pasado. Pero hasta los más pobres entre los pobres tenían alguno". Ni qué decir tiene que estas palabras de Zagajewski no pueden suplir la vivencia de los miles de desplazados que deambulan ahora por Europa, pero expresan mejor que ninguna otra la situación de los refugiados en el mundo actual. Aunque esto no es nada nuevo. Como dicen los protagonistas de Mystery Train de Jim Jarmusch: "Parece que llevamos una eternidad en este tren".


sábado, 10 de junio de 2017

Verano del 63

Primer amor (Pérvaia Liubov', 1860) del escritor ruso Iván S. Turguénev y Agua salada (Salt Water, 1998) del estadounidense Charles Simmons, fallecido el pasado mes de junio, pueden parecer muy similares —todas las novelas infelices se parecen a su manera—, pero es en los detalles donde saltan las diferencias. El protagonista de la novela de Simmons, Michael Petrovich, alias Misha, es un adolescente de quince años que se enamora de una chica de veintiuno, Zina, durante las vacaciones de verano en Bone Point, una pequeña localidad costera de Estados Unidos. Simmons utiliza un realismo lírico para construir esta historia de iniciación a la madurez y a las trampas trágicas de la vida. Su mirada no es lejana de la de Herman Raucher, en Verano del 42, aunque la irrupción del sexo en la vida de Misha supone antes una mortificación que una liberación y hace de la relación con los demás una empresa ardua, llena de largos silencios y miradas doloridas. Simmons tiene una calidez agradable hacia sus personajes y algo de ella tiende a transmitirse. Quienes hayan soñado alguna vez con la reencarnación de Holden Caulfield, el héroe carismático de El guardián entre el centeno, deben saber que la respuesta más aproximada la tienen en Misha. Al igual que Holden, Misha urde su conjuro sobre el lector desde la primera frase: “En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó”. Muchas cosas tienen que pasar para que Agua salada no acabe coronando el ranking de las mejores novelas del año.




“En los cuentos existe una poción mágica que te duerme. Cuando te despiertas, te enamoras de la primera persona que ves. Es la mejor metáfora del amor que existe. El amor es arbitrario, inexplicable, y cruel. También es transitorio. Nada tan descabellado puede durar”. 


Charles Simmons, Agua salada


jueves, 8 de junio de 2017

Bajo la red

Hubo un tiempo en que todas las novelas importantes de nuestro tiempo de Hemingway, de e.e. cummings, de Cortázar, de García Márquez—, se escribían bajo los tejados de París, sobre todo en una buhardilla con techos inclinados. No sé si este es el caso de El milagro (Le miracle, 2012) del escritor francés Ariel Kenig, finalista al Prix Françoise Sagan y al Prix Orange de novela, publicada por la editorial Dos Bigotes. Lo que sí es seguro es que se trata de una novela difícil de clasificar en un solo género, ya que recorre desde el periodismo de investigación a la autoficción, pasando por la crítica social y política, como no podía ser menos en un momento como el actual. En El milagro, escrita con una prosa directa, funcional y efectiva, Kenig levanta un sombrío cuadro de nuestra época (digital) ávida de milagros y proclive a la cópula virtual. Como esos niños que cavan agujeros con sus minúsculas palas en la arena de la playa con la ilusión de meter dentro todo el océano, en El milagro Kenig trata de perforar las distintas capas de nuestra sociedad global hasta alcanzar zonas cada vez más profundas, más impenetrables, donde se hace evidente el grado de servidumbre voluntaria que hay a las nuevas tecnologías y a las redes sociales cada vez más amplias y diversificadas: Facebook, Twitter, MySpace, Instagram. Narrada con la inmediatez de una crónica de urgencia, El milagro es, antes que una diatriba sobre la necesidad apremiante de estar conectada a la red de la gente guapa, joven y con éxito que aparece, un testimonio sobre lo que no aparece: el milagro del título.



     
"El anunciado futuro, durante tanto tiempo sin rostro, por fin estaba aquí: en la abstracción de colosales centros de datos [...] donde se producían, almacenaban y distribuían secuencias de programación. Más allá de nuestras sencillas interacciones con Facebook, vivíamos una realidad aumentada.  [...] La expresión 'brecha digital', que en un primer momento había señalado la desigualdad de acceso a la red, adquiría un sentido nuevo: internet abría una brecha entre nosotros y nuestra representación previa del mundo. Ya no estábamos totalmente seguros de qué era real".

Ariel Kenig, El milagro


domingo, 4 de junio de 2017

Querido Don Juan, o Giovanni, o querido Jolus, o querido Julián, o querido Jean, etcétera

De esta manera se dirigía Jean Genet a Juan Goytisolo —muerto hoy en Marruecos, donde vivía exiliado por propia voluntad— en una carta incluida por el propio Goytisolo en Genet en el Raval, un libro de lectura imprescindible si queremos conocer la urdimbre de una larga amistad y de una mutua admiración entre el escritor español y el francés. Cuando se conocieron, Genet tenía cuarenta y cinco años y Goytisolo veinticuatro. En otra carta, enviada desde Atenas, sin fecha, Genet se dirige al autor de Señas de identidad llamándolo "Juana la Maricona", para a continuación relatarle sus encuentros homosexuales con otros hombres más jóvenes en lugares apartados: "¿Los griegos? Tumbo a 4 o 5 al día en la hierba y boca abajo... Hermosos culos, hermosas pijas, cuerpos velludos, hermosos ojos, hermosas lenguas –esa que va y viene en torno a mi verga, que, ¡ojo, no es la de Platón ni la de Demóstenes!". Aunque a Goytisolo no le gustó nunca esa clase de confidencias, encontró en Genet a un referente, a un amigo, a alguien que por su carácter y su personalidad encajó con su búsqueda de una esencia de arraigo y, sobre todo, de ese "otro lado" que siempre nos acompaña como una sombra. El otro lado de uno mismo, el lado más verdadero. Ahí reside  la belleza de libros como Coto vedado, En los reinos de taifa y Genet en el Raval, cercanos, sinceros, hermosamente humanos.



"Conocer íntimamente a Genet es una aventura de la que nadie puede salir indemne. Provoca, según los casos, la rebeldía, una toma de conciencia, afán irresistible de sinceridad, la ruptura con viejos sentimientos y afectos. [...] Si en mi juventud imité de modo más o menos consciente algunos modelos literarios europeos y americanos, él ha sido en verdad mi única influencia adulta en el plano estrictamente moral". 

Juan Goytisolo, En los reinos de taifa


sábado, 3 de junio de 2017

Joyita

Con este breve título no quiero referirme a la novela del Premio Nobel de Literatura Patrick Modiano La Petite Bijou (2001), de próxima publicación en Anagrama con el título de Joyita, sino a la novela Casandra y el lobo (Η Κασσάνδρα και ο Λύκος, 1976) de la escritora griega Margarita Karapanou, rescatada —gracias, gracias y, de nuevo, gracias— por la editorial Ardicia. Detrás de las actos más inocentes muchas veces se esconden los desplazamientos del alma más profundos y las consecuencias más difíciles de asumir. Los juegos de la pequeña Casandra son sencillos y aparentemente transparentes, pero llenos de sentidos ocultos que van liberándose a medida que el lector se adentra en la intimidad familiar, opresiva y desasosegante, cargada de violencia interna, que se respira con los pulmones oprimidos. Casandra y el lobo es una novela de una magnitud mayor que la suma de sus pequeños capítulos. Todos están atravesados por una mezcla insólita de ternura y profundidad. Comparada con las otras dos grandes novelas sobre lo que de verdad supone la infancia, Casandra y el lobo no tiene nada que envidiar a El gran cuaderno de Agota Kristof y Ojo de gato de Margaret Atwood. Una joyita para exhibir con orgullo en la biblioteca.  


"Un día, mi madre, Casandra, me trajo como regalo una muñeca muy bonita. Era grande y tenía el pelo de cordeles amarillos. La acosté en su cajita, aunque antes le corté los pies y las manos para que cupiese. Otro día le corté la cabeza para que no pesara tanto. 
Me gusta mucho más así".

Margarita Karapanou, Casandra y el lobo