lunes, 30 de diciembre de 2019

Como mejor se disfrutan los libros

Quizá debería empezar aclarando el título. Como mejor se disfrutan los libros es comprándolos uno mismo. Como las flores. (“La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores”. Me pregunto si haría los mismo con los libros*. ¿Iría Clarissa Dalloway a una librería de Bond Street o de Charing Cross Road a comprar los libros ella misma, como, por ejemplo, Fiesta en el jardín de Katherine Mansfield, uno de los libros de cabecera de Virginia Woolf? Según Woolf: “Katherine Mansfield ha producido la única literatura que me ha hecho sentir celos. Sus relatos son el espectáculo de una mente privilegiada”. A mí me sucede lo mismo con Virginia Woolf. La lectura de sus libros me absorbe, me abstrae de todo lo que ocurre a mi alrededor, hasta de la persistente alarma del reloj despertador. A veces debo recordarme a mí mismo que tengo que respirar. Solo tomo aire cuando saco mi cuaderno de notas y copio algunos pasajes de Orlando, Al faro o La señora Dalloway, como la entrada invicta de Clarissa en la floristería Mulberry: “Avanzó, ligera, alta, muy tiesa, y de inmediato la saludó la señorita Pym, que tenía la cara redonda y las manos muy rojas, como si hubieran estado metidas en agua fría con las flores”**. Esta última frase me la repetí mentalmente tres o cuatro veces. Dando palmas). Bueno, a lo que iba. Como mejor se disfrutan los libros es yendo a comprarlos uno mismo. Los prolegómenos dicen mucho también acerca del lector común. Por eso nunca, o casi nunca, dejo que me regalen libros, prefiero ir a una librería y disfrutar del espectáculo de los libros ordenados en sus anaqueles por categorías, temas o autores, no hay que perder ese placer. El placer de coger un libro, hojearlo y determinar si es o no una buena lectura para nosotros. Sostiene Gabriel Zaid, en Los demasiados libros, que “la gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace intento de leerlo, sin éxito, y cuando llega a una docena de libros sin leer se siente tan mal que no se atreve a comprar otros”. La gente —dejando aparte los casos extremos de estupidez o pedantería— no va a una librería porque quiera ser culta, va a una librería porque de niño alguien le regaló un libro, ese juguete del que ahora no puede apartar la vista y que eligió entre muchos otros para que lo acompañe en un viaje hacia lo desconocido.




“Pocas personas piden a los libros lo que estos pueden darnos. La mayoría de las veces llegamos a los libros con la mente confusa y dividida, exigiendo a la ficción que sea verdad, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea aduladora, a la historia que refuerce nuestros propios prejuicios. Si pudiéramos desterrar todas esas ideas preconcebidas cuando leemos, sería un comienzo admirable. No le dictemos al autor; intentemos convertirnos en él”. 

Virginia Woolf, ¿Cómo debería leerse un libro? (De El lector común)


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(*) En un relato anterior a la novela, La señora Dalloway en Bond Street (Mrs. Dalloway in Bond Street), publicado por Virginia Woolf en la revista Dial en 1923, la protagonista iba a comprar guantes: “La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes”. Doy el texto de la edición española del relato, en La fiesta de la señora Dalloway (Mrs. Dalloway’s Party, 1923; Lumen, 2014), traducido por Ramón Gil Novales.
(**) La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925; Lumen,  2013). Traducción de Andrés Bosch.


domingo, 22 de diciembre de 2019

Mi año de descanso y relajación

Cuando ves que el mundo se está yendo a la mierda —brexit, cambio climático, partidos de extrema derecha, crisis catalana, Trump, Johnson, Salvini, 70,8 millones de personas desplazadas de sus hogares, hambre, pobreza, guerra, violencia, esclavitud y ya—, acabas por darle la razón a Cortázar: “Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. 2019 ha sido para mí, utilizando el título de la novela de Ottessa Moshfegh, mi año de descanso y relajación. Los libros que me ayudaron a sobrellevar los males del mundo quizá no fueron muchos para los que suelo leer —inmediatamente después de comprarlos, todavía oliendo a nuevo—, pero todos los disfruté sin apuro y palabra a palabra, a veces leídas en voz alta, como hacían los maestros antiguos o las “institutrices en familias donde suelen experimentar pasiones románticas por los señores de la casa, pasiones que no pasan a mayores pero que sí pasan a sus mayúsculas novelas”, como escribió Rodrigo Fresán a propósito de Cumbres borrascosas. Aquí les dejo mi lista de lecturas favoritas —no va por orden— con un aviso a navegantes: de la misma forma que no es posible bañarse dos veces en el mismo río, nadie entra dos veces en el mismo libro. No hay dos lecturas que sean iguales.




Ficción

1 Mi padre, el pornógrafo de Chris Offutt  (Malas Tierras)
2 Frankenstein en Bagdad de Ahmed Saadawi (Libros del Asteroide)
3 La escuela católica de Edoardo Albinati (Lumen)
4 El que es digno de ser amado de Abdelá Taia (Cabaret Voltaire)
5 Zorro de Dubravka Ugresic (Impedimenta)
6 Quién mató a mi padre de Édouard Louis (Salamandra)
7 Sus hijos después de ellos de Nicolas Mathieu (Alianza)
8 El hombre de hojalata de Sarah Winman (Dos Bigotes)
9 El final del affaire de Graham Greene (Libros del Asteroide)
10 Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (Alfaguara)
11 El viento de Dorothy Scarborough (Errata naturae)
12 Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez (Anagrama)




No Ficción

1 El coste de vivir de Deborah Levy (Literatura Random House)
2 Cosas que no quiero saber de Deborah Levy (Literatura Random House)
3 El colgajo de Philippe Laçon (Anagrama)
4 Paciente X de David Peace (Armaenia)
5 Cuando Einstein encontró a Kafka de Diego Moldes (Galaxia Gutenberg)
6 Tiempo de magos de Wolfgram Eilenberg (Taurus)
7 Los libros que devoraron a mi padre de Afonso Cruz (Blackie Books)
8 Una Odisea de Daniel Mendelsohn (Seix Barral)
9 Los errantes de Olga Tokarczuk (Anagrama)
10 Teoría de la gravedad de Leila Guerriero (Libros del Asteroide)
11 Homitern de Gregory Woods (Dos Bigotes)
12 En la mitad de la vida de Kieran Setiya (Libros del Asteroide)




Cuentos

1 Kentucky seco de Chris Offutt (Sajalín)
2 Lamento lo ocurrido de Richard Ford (Anagrama)
3 Incienso de Eileen Chang (Libros del Asteroide)
4 Cuentos completos (1895-1910) de Henry James (Páginas de Espuma)
5 Instrucciones para un funeral de David Means (Sexto Piso)
6 Madres e hijos de Colm Tóibín (Lumen)
7 La historia universal de Ali Smith (Nórdica)
8 Historias tardías de Stephen Dixon (Eterna Cadencia)
9 Breves amores eternos de Pedro Mairal (Destino)
10 Chistes para milicianos de Mazen Maarouf (Alianza)
11Todos los cuentos de Carmen Martín Gaite (Siruela)
12 Lo estás deseando de Kristen Roupenian (Anagrama)


sábado, 14 de diciembre de 2019

De qué (no) hablamos cuando hablamos de escritura creativa

Hace un tiempo mi amigo, el escritor Carlos Ortega Vilas, autor de El santo al cielo, me pidió que fuera a dar una charla a uno de sus talleres de escritura creativa. Le puse una excusa del tipo “no tengo tiempo” o “no sé hacerlo”. Pero casi siempre que nos veíamos volvía a pedírmelo. Ayer se me acabaron las excusas. Mis reticencias, por llamarlo de alguna manera, se debían a que existen muchos talleres de escritura creativa que fomentan la ilusión de un mundo en el que todos pueden ser escritores sin pasar antes por la literatura. Empecé la charla comentando el título: De qué (no) hablamos cuando hablamos de escritura creativa. Observé caras de interés, de asombro, de curiosidad entre los asistentes al taller que me impulsaron a continuar de la siguiente manera: “Si de verdad les interesa lo que voy a decirles sobre la escritura creativa, es imprescindible, antes que nada, que les haga una confesión: siento verdadero horror por todo lo que son límites y limitaciones. Más si cabe por las que uno mismo se impone consciente o inconscientemente, porque "es perfectamente posible para un hombre estar fuera de la cárcel y, sin embargo, no estar en libertad; estar sin ninguna limitación física y, sin embargo, ser psicológicamente un cautivo obligado a pensar, sentir y obrar como los representantes de un Estado nacional o de algún interés privado quieren que piense, sienta y haga". Estas palabras no son mías, son de Aldous Huxley, de su novela Nueva visita al mundo feliz.  Por eso quizás lo primero que deberían aprender sobre la escritura creativa es a desaprender. Desaprender las reglas que nos han enseñado que debemos respetar (y que está bien que las aprendamos, no digo que no, sobre todo para desaprenderlas), desaprender también la vergüenza a fallar, a errar, a fracasar. Aunque del fracaso también se aprende. Pero esa es otra cuestión, incluso quizás más interesante que la que intento explicar aquí. Hay que olvidar los autores que nos tienen que gustar obligatoriamente, las obras maestras que se conciben como las únicas posibles. Borrar de la mente los sustantivos, los adjetivos, los pronombres, los verbos, los adverbios, las fórmulas mágicas. Solo entonces seremos capaces de mirar hacia adentro y preguntarnos qué sentimos, qué nos gusta, qué tenemos ganas de contar. Y mirar hacia afuera, también. Mirar todo aquello que tenemos delante, no desechar nada por completo, aunque solo sea por llevarle la contraria a la poetisa americana Louise Glük que dijo que "miramos al mundo una vez, en la infancia. El resto es memoria".  Debemos atrevernos a dudar, a explorar, a preguntarnos todo el tiempo. Todo el tiempo es todo el tiempo. Salir de lo que "tiene que ser" y adentrarnos en lo que nos hace ser de verdad. Solo de esta manera seremos capaces de producir otra cosa que todavía no existe y que todavía no sabemos lo que será. Con razón se preguntarán: ¿Cómo empezar?. Pues habría que hacer como el protagonista de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald: "ocultarse a la vista de todos pero detrás de los demás", como escribe Rodrigo Fresán en La parte recordada. Por supuesto, la escritura cambia a medida que nosotros lo hacemos. Razón de más para desconfiar de las fórmulas mágicas. Como decía Terry Pratchett,  la magia no es más que otra forma de decir que no se conoce la respuesta a algo”. En ninguna forma Carlos conocía de antemano el contenido de estas líneas de las que he sopesado escrupulosamente cada palabra, por lo que querría expresarle mi gratitud por su confianza y desearle lo mejor en lo personal, ya que en lo profesional llegarán momentos muy buenos con la novela que está escribiendo.




“Irse a escribir —irse a todas partes pero, mágicamente, sin moverse de su escritorio— era para él la más cabal y precisa y omnipresente puesta en práctica de estar desaparecido en acción y, a la vez, de ejecutar gran prestidigitación: porque al escribir se desilusiona a los seres queridos y se ilusiona  a los desconocidos”. 

Rodrigo Fresán, La parte recordada


sábado, 7 de diciembre de 2019

Movimiento perpetuo

Augusto Monterroso decía, o escribía, mejor dicho, que “la vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”. La premio Nobel de Literatura polaca Olga Tokarczuk ha venido a darle la razón en Los errantes (Bieguni, 2007; Anagrama, 2019), una recopilación de historias que está llena de al menos tres cosas: vida, literatura y movimiento. Nada más empezar a leer la autora confiesa que carece de “ese gen que hace que en cuanto se detiene uno en un lugar por un tiempo más o menos largo, enseguida eche raíces. Lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas, y me tumbaba la primera racha de viento. [...] Mi energía es generada por el movimiento: el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión, el balanceo de los ferrys”. No es por tanto Los errantes un libro con principio y desenlace, como nos lo quiere vender la editorial, sino un diario personal en el que Tokarczuk, siempre con las maletas hechas y sin dejar de moverse, vierte todas sus obsesiones y reflexiones, a menudo desbrozadas a vuelapluma, sin vacilación ni esfuerzo, pero con un dominio de la escritura encomiable tanto cuando habla —y ya no digamos cuando escribe— sobre sí misma o de otros viajeros como ella (“Mi peregrinación es siempre en pos de otro peregrino”) como cuando se detiene a observar las efímeras huellas de la vida cotidiana de los lugares por los que pasa. Los errantes es un libro fronterizo, o si lo prefieren, no hay frontera genérica que lo frene. En él cabe todo, la ficción, la poesía, el ensayo, la autobiografía, la historia cultural y el libro de viajes, sin que sepamos diferenciar a ciencia cierta qué es lo uno y qué es lo otro. Si existe cierta unanimidad en señalar a Claudio Magris como el gran maestro del género mixto —ahí está El Danubio para probarlo—, también debería haberla para designar a Olga Tokarczuk como su relevista en el presente. Los errantes es un libro sobre las pequeñas epifanías que nos otorga el movimiento: “Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, sólo escaparás de él mientras te estés moviendo. [...] Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina”.




“Borro de mis mapas todo lo que hiere. Los lugares donde tropecé, caí, fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir. De este modo borré unas cuantas grandes urbes y toda una provincia. Quizá llegue el día en que borre un país entero. Los mapas, comprensivos, lo aceptan, porque añoran esos espacios en blanco que evocan su infancia feliz”.

Olga Tokarczuk, Los errantes


lunes, 25 de noviembre de 2019

Esencia de mujer

Chenxiang xie diyi luxiang [La primera fragancia del quemador de incienso]. Así es como tituló la escritora china Eileen Chang su primera crónica del Hong Kong cosmopolita de las décadas de 1930 y 1940, aparecida en la revista Ziluolan (Violet) en 1943, y que ahora acaba de publicar Libros del Asteroide con el título de Incienso, muchísimo más breve y fácil de retener en la memoria. Incienso es un título sencillo, pero no simple. Precisamente es ese componente aromático, balsámico, perfumado, el que se impone, con una prosa diáfana y de elegancia infinita, desde las primeras líneas: “Busque, por favor, en su casa, un incensario de familia, de bronce jaspeado de cardenillo, llénelo de virutas de agar, enciéndalo y escúcheme contarle una historia del Hong Kong de antes de la guerra. Cuando el incienso haya acabado de arder, mi historia también habrá terminado”. Al igual que en su anterior novela corta publicada en España, Un amor que destruye ciudades (Qing cheng zhi lian, 1947; Libros del Asteroide, 2016), Incienso está protagonizada por una heroína atípica, como todas las que pueblan las historias de Eileen Chang escritas para la revista Ziluolan, dirigida por el traductor y escritor disidente Zhou Shoujuan. Ge Weilong es una atribulada jovencita, casi una niña todavía, que intenta mejorar su vida buscando un buen partido, como hiciera su tía, la señora Liang, concubina de un hombre rico. Pero abordar Incienso como un relato sobre una clase social barrida de un plumazo por la ocupación japonesa de Hong-Kong sería incurrir en un error. Con esta obra Chang va más allá, enjaezando un relato extemporáneo sobre las ilusiones perdidas, como la luz verde en la casa de Daisy en El gran Gatsby que parece anunciar el orgiástico futuro que año tras año va retrocediendo. Demasiada luz para un relato en el que los personajes, entidades ricas y complejas, están condenados a vivir en la oscuridad más absoluta como los de la novela de Scott Fitzgerald. Una oscuridad que la autora se esfuerza por hacer visible: “El coche se adentró en un barrio de grandes avenidas sumidas en la oscuridad. Georgie no la miraba; si la hubiera mirado, no la habría visto, pero sabía con certeza que Weilong estaba llorando. Con la mano libre, sacó la pitillera y el mechero, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió. El fulgor de la llama en la gélida noche de invierno eclosionó como una flor anaranjada en su boca. La flor se marchitó al instante, y volvieron el frío y la oscuridad”. Si tuviésemos que confeccionar una lista con los diez mejores autores de la literatura china moderna (1917-1949), no creo que tardásemos demasiado en ponernos de acuerdo en colocar el nombre de Eileen Chang al frente.




“La calle era un caos de fuegos artificiales y petardos volando en cualquier dirección. La pareja tenía que hacerse a un lado cada dos por tres para evitar las pequeñas cometas rojas y verdes. [...] Frente a todo ese gentío, toda esa luz, todas esas mercancías, se extendían, sombríos, el cielo y el mar —una desolación, un espanto sin límite—, igual que su futuro”.

Eileen Chang, Incienso


sábado, 16 de noviembre de 2019

El placer como un dolor futuro

Para cualquiera que no conozca la obra de la escritora francesa Annie Ernaux, publicada en España en los años 90 y felizmente recuperada en la actualidad gracias a la concesión del Premio Formentor de las Letras 2019*, las primeras palabras de Pura pasión (Passion simple, 1992; Tusquets, 1993, 2ª edición 2019) son lo suficientemente explícitas (“polla”, “esperma”) para entender que se trata de una novela audaz, entonces y ahora, que nos da una visión personal y real de las consecuencias de una atracción sexual llevada al paroxismo, cuyas sombras adquieren formas de tragedia shakesperiana: “Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre: he estado esperando que me llamara y que viniera a verme. [...] Si me anunciaba que iba a venir al cabo de una hora, yo entraba en otro estado de espera, con la mente en blanco, sin deseo incluso (hasta el punto de llegar a preguntarme si iba a ser capaz de gozar), rebosante de una energía febril aplicada a unas tareas que no conseguía ordenar: tomarme una ducha, sacar unas copas, pintarme las uñas, pasar el trapo. Ya no sabía a quién esperaba. Sólo me hallaba atrapada en aquel instante”. Más que un planeta, la narrativa autobiográfica de Ernaux es una galaxia sin fondo, un agujero negro en cuyo interior existe una concentración de masa lo suficientemente elevada y densa como para generar un campo gravitatorio que vuelve sobre unas cosas y otras —el aborto, el placer, los celos, la vergüenza, la enfermedad—,  en un continuo tránsito de materia y energía.  En Pura pasión, la escritora narra su apasionado affaire con un diplomático ruso destinado en París a finales de los años 80, del que sólo conocemos la inicial de su nombre, A., y que “le gustaba que le encontraran cierto parecido con Alain Delon”. Si la primera persona es un requisito obligatorio en Ernaux, en esta novela su voz adquiere un tono confesional y expiatorio que recuerda a las novelas de Marguerite Duras: “Cuando él telefoneaba para que nos viéramos, su tan esperada llamada no cambiaba nada. Me hallaba en un estado en el que ni siquiera la realidad de su voz conseguía hacerme feliz. Todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor. Y, aún así, me obsesionaba el momento que vendría a continuación, cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro”. Más allá del arte —se mira pero no se toca— de lamerse las heridas de Duras, la novela de Ernaux es descarnada, es incendiaria y es brutal. Como un incendio voraz, vamos.




“Durante ese periodo de tiempo [con A.], todos mis pensamientos y mis actos eran la repetición de lo ocurrido. Quería obligar al presente a convertirse otra vez en un pasado abierto a la felicidad”.

Annie Ernaux,  Pura pasión


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(*) En honor a la verdad, hay que decir que la editorial Cabaret Voltaire empezó a recuperar su obra en 2015 con La mujer helada, a la que siguieron Memoria de chica, No he salido de mi noche, El uso de la foto y Los años.  Además, la editorial dirigida por Miguel Lázaro García y José Miguel Pomares anuncia para 2020 la publicación de Perderse, el diario íntimo que dio origen a Pura pasión.


lunes, 11 de noviembre de 2019

Todo flota

La frase, pronunciada por Pennywise en It —“Aquí abajo todo flota, Bill, todos flotaremos”— forma parte ya de la historia de la literatura. Y Stephen King también. Al igual que el pueblo Derry donde el horror llega cíclicamente en forma de payaso cobrándose numerosas vidas humanas. Ninguna otra novela del maestro de terror ha generado tantísimos ingresos. Y eso que la escribió mientras estaba colocado de cocaína y bebía más de la cuenta. Cuanto más pasa sin publicar un nuevo libro, más son los jóvenes lectores que le rinden tributo leyendo y releyendo sus obras. Sin embargo, su fans no tienen mucho que esperar. Para King parir un libro al año es fácil y provechoso. Su última novela  Elevación (Elevation, 2018; Suma, 2019) —en realidad un relato de apenas 170 páginas, de letra grande y bellamente ilustrado por Mark Edward Geryer— acaba de publicarse en España para escarnio de los que decían que el autor de El resplandor se encontraba en un callejón sin salida. En un triple tirabuzón hacia adelante, King se ha tirado a la piscina de mayor profundidad y ha estado cerca de ahogarse con este cuento de Navidad que recuerda tanto a Dickens —ya se sabe que en Navidad todo es posible, sobre todo si ronda cerca King— como al célebre relato de Francis Scott Fitzgerald sobre un hombre que nace viejo y muere joven, El curioso caso de Benjamin Button. El protagonista de Elevación, Scott Carey, un diseñador de Webs de buen corazón y con sobrepeso, está a punto de emprender el viaje más fantástico de su vida. Sólo que él no lo sabe todavía, lo único que sabe es que tiene una extraña enfermedad que le hace perder peso sin parar. Scott pierde medio kilo al día, más o menos, pero eso no lo hace más delgado, pero sí más ligero. En Elevación, King abandona la severidad dramática de sus últimas novelas —Doctor Sueño, El visitante, El instituto— por la ligereza afable, tierna, sentimental, que acompaña a los relatos de Navidad. Insospechadamente, la cosa funciona, tiene credibilidad y sentido. Sólo King podía hacerlo. En realidad y salvando todas las distancias, Elevación pertenece a esa estirpe de grandes relatos breves, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville, que han sabido hacer palpable el sentimiento de desolación. De vacío.




“Scott recorrió el pasillo hacia el cuarto de baño con unos trancos que difícilmente podrían considerarse pasos. Con cada uno flotaba hasta el techo, donde se empujaba con las yemas de los dedos para bajarse al suelo. En el cuarto de baño, planeó durante un momento y al cabo se posó sobre la báscula. Al principio creyó que no iba a marcar ningún peso. Entonces, por fin, escupió una cifra: 0,9. Prácticamente lo que había esperado. [...] Todo el mundo debería pasar por esto, pensó, y tal vez, cuando llega el final, todo el mundo lo experimenta. Tal vez, en el momento de morir, todo el mundo asciende”. 

Stephen King, Elevación


domingo, 20 de octubre de 2019

La mujer de sombra

“Llamadme Ismael”. Estas dos palabras están consideradas casi con unanimidad como el mejor comienzo de novela de todos los tiempos. Si embargo, si hay un comienzo de novela que me hubiera gustado haber escrito no es el célebre inicio de Moby Dick de Herman Melville, ni el de El viejo y el mar de Ernest Hemingway (“Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”), ni el de Historias de dos ciudades de Charles Dickens ( “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”), ni el de Anna Karenina de Lev Tolstói (“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”), ni el de El guardián entre el centeno de J.D. Salinger (“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”), ni el de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”), ni el de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust ("Durante mucho tiempo me acosté temprano”). Si hay un comienzo de novela que me hubiera gustado haber escrito es el de La campana de cristal (The Bell Jar, 1963; Literatura Random House, 2019) de Sylvia Plath: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en el que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas de metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro”. Leí por primera vez La campana de cristal a los 18 o 19 años, la misma edad que debía tener su protagonista, Esther Greenwood, alter ego de Sylvia Plath, o mejor dicho, la última Sylvia Plath, la mujer de sombra, ya cansada de ejercer —a los 31 años— de madre, amante, esposa, compañera y a ratos escritora. Si algo es La campana de cristal es la autobiografía apenas disimulada de una mujer que tuvo que luchar por sus ideas, sus derechos, sus sueños, su cuarto propio, y cuando ya no pudo más se dejó mecer por las sombras, poniéndose a salvo de la lucidez de su tiempo. 




“Pensaba que la creación más bella del mundo debía de ser la sombra, el millón de formas en movimiento y callejones sin salida de la sombra. Había sombra en los cajones de las cómodas y en los armarios y en las maletas, y sombra debajo de las casas y de los árboles y las piedras, y sombra en el fondo de los ojos y las sonrisas de la gente, y sombra, leguas y leguas y leguas de sombra en la cara nocturna de la tierra”. 

Sylvia Plath, La campana de cristal


miércoles, 16 de octubre de 2019

El invierno de nuestro descontento

Hoy murió el crítico Harold Bloom. O quizá ayer. El caso es que hace poco hojeando uno de sus libros —ahora no recuerdo cuál de ellos, quizá El canon occidental, o tal vez Genios— encontré esta frase que me hizo detenerme bruscamente, y volverla a leer: “La novela actual no sería la misma sin las aportaciones de los escritores irlandeses, del primero al último”. En honor a la verdad, tengo que decir que en el instituto me enseñaron a Flann O'Brien, pero no a Edna O'Brien. A Samuel Beckett, pero no a Colm Tóibín. A James Joyce, pero no a Bernard MacLaverty. No obstante, la sospecha que siempre he abrigado de que entre la obra de James Joyce y la de Bernard MacLaverty no había mucha distancia se ha convertido en certeza después de acabar Unas vacaciones en invierno (Midwinter Break, 2017; 2019, Libros del Asteroide). Ahora tengo claro que tanto Joyce como MacLaverty —al menos en las novelas que yo conozco, Solo a dos voces y Cal*— se han dedicado a capturar signos de vida y signos de muerte como quien atrapa con los dientes la hebra de una trama. Lo mismo ocurre en Unas vacaciones en invierno, donde MacLaverty disecciona la relación de una pareja de jubilados irlandeses durante un viaje de fin de semana a Ámsterdam. Gerry y Stella Gilmore se toman un respiro para celebrar el Año Nuevo, hacer turismo y, en general, hacer balance de lo que queda de sus vidas. Su matrimonio parece discurrir sin sobresaltos. Pero en el transcurso del fin de semana descubriremos las profundas grietas e incertidumbres que existen entre ellos. Al igual que en Los muertos de Joyce, es difícil saber dónde está el foco de Unas vacaciones en invierno. Ambos son retratos de pareja extraordinariamente íntimos. Tanto Gabriel y Gretta, en Los muertos, como Gerry y Stella, en Unas vacaciones en invierno, se encuentran en el epicentro de su seísmo interior después de haber vivido casi medio siglo en pareja. Si en Los muertos Joyce compuso un relato sereno y doloroso, sin un momento contado con más importancia que otro, en Unas vacaciones en invierno MacLaverty se las ingenia para componer un drama sin drama, construido alrededor de lo íntimo y lo cotidiano con una honestidad inmisericorde. Unas vacaciones en invierno es una novela conmovedora, pero sin autoengaños, ni infecciones sentimentales. La vecindad del fin no permite evasivas. Dura, no. Lo siguiente. Pero te recuerda la verdad de la vida, pero sobre todo te prepara para los sinsabores del amor y la desazón en la edad adulta y, en realidad, en cualquier edad. 




“Gerry le había dicho una vez, en mitad de una discusión, que él no creía en el alma, pero que, si por casualidad existía, la de Stella sería como una cuchilla de afeitar. Así es como la Iglesia católica la había hecho, dijo, inflexible, estrecha y capaz de infligir un daño terrible por su adherencia estricta a reglas y sistemas. [...] Su iglesia lo era todo para ella. Aunque, como cualquier organización humana, tenía su ración de manzanas podridas”.

Bernard MacLaverty, Unas vacaciones en invierno


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(*) Hay edición española, aunque ya algo lejana en el tiempo, de Solo a dos voces (Grace Notes, 1997; Edhasa, 1999) y Cal (Cal, 1983; Akal, 2002).


jueves, 10 de octubre de 2019

La desesperación de los pianistas y la alegría de los aficionados

Imposible adentrarse en las cloacas del Nobel y salir ileso. Después de las acusaciones de abusos sexuales de 18 mujeres contra una persona vinculada al premio* y las filtraciones interesadas del nombre de los últimos ganadores —son este tipo de cosas las que verdaderamente se merecen un libro para ellos solos— que obligaron a la Academia a no conceder el Nobel de Literatura el año pasado, los académicos suecos han querido curarse en salud este año otorgando el premio por partida doble. Los afortunados ha sido la escritora polaca Olga Tokarczuk y el austriaco Peter Handke, que han ganado el Nobel de Literatura de 2018 y 2019, respectivamente, para “la desesperación de los pianistas y la alegría de los aficionados”, como escribió Boris Vian en una crítica de un disco de jazz de Art Tatum. De Olga Tokarczuk —que sabe de premios ya que tiene en su haber el Brückepreis, el Man Booker Internacional y el Nike, el galardón más prestigioso de los que se conceden en su país— poco puedo decir, porque todavía no he tenido el placer de leer ninguno de sus libros pero que a buen seguro haré pronto, cuando la editorial Anagrama publique aquí el 23 de octubre Los errantes, un libro hecho de “historias incompletas, cuentos oníricos” que tienen como tema el viaje. Curiosamente la obra de Peter Handke, que ha recorrido grandes distancias a pie, por los Balcanes, Alemania, Austria y España (Sierra de Gredos), es la obra de un viajero interior y exterior. A mí me gusta más el primero, el viajero interior, con la mente dando vueltas mientras intenta reconciliar la creciente conciencia de su propia insignificancia en un mundo en el que “estamos amenazados por todos lados, y no sólo por guerras; estamos amenazados por la falta de espontaneidad, por un sistema organizado”. Hay un antes y un después tras acabar El miedo del portero al penalti, Carta breve para un largo adiós,  La mujer zurdaLento regreso o La doctrina del Sainte-Victoire. La obra de Handke, compuesta por novelas, relatos, ensayos, dietarios, misceláneas, ninguno de los cuales es sólo eso, o no es exactamente eso, es un monumento al lenguaje y al pensamiento. Handke es de ese tipo de escritor que da igual de lo que hable, queremos sólo que siga hablando. Tan pronto como habla, en una proximidad absoluta, “su voz es ya un rumor en mi cabeza”, como  confesó acertadamente el escritor español Ray Loriga. Por eso hay que saborearlo en pequeñas cucharadas.




“Podía decir que se alegraba de la vida, que estaba conforme con su muerte y que amaba el mundo; y podía advertir de qué modo, en consonancia con esto, las aguas avanzaban más lentamente, los mechones de hierba centelleaban y los bidones de gasolina sonaban recalentados por el sol. Vio a su lado una hoja de sauce amarilla, una sola, junto a una rama de color rojo brillante, y supo que, incluso después de su muerte, de la muerte de todos los humanos, esta hoja seguiría brillando en las profundidades de este paisaje y daría perfil a todas las cosas en torno a las cuales estaba posando ahora su mirada; y sintió con esto una beatitud que lo elevaba por encima de todas las copas de los árboles; y su rostro se quedó atrás como una máscara que representaba la felicidad”.

Peter Handke, Lento regreso

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(*) El fotográfo francés Jean-Claude Arnault, el “Weinstein de la literatura”, esposo de la académica Katarina Frostenson.



martes, 24 de septiembre de 2019

Ese accidente del placer

Si las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne, mujeres fuertes, independientes y empoderadas, hubieran vivido a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI, esto es, en un mundo mucho más libre y tolerante, donde lo sexual es la máxima representación de lo privado, habrían sido hermanastras y se llamarían Marguerite Duras, Annie Ernaux y Benoîte Groult. Si bien la obra de Duras y Ernaux —premio Formentor 2019— transita por un continuum editorial permanente, la obra de Groult todavía no es lo suficiente conocida en España. De Groult se publicó ya hace tiempo El amante del mar (Grijalbo, 1989) y Pulsa la estrella (Alianza, 2008), ambas novelas hoy descatalogadas. Ahora vuelve con honores de estreno con Los naufragios del corazón (Les vaisseaux du cœur, 1988; Libros del Asteroide, 2019), que sirve tanto de homenaje a su persona —Groult falleció en 2016— como de testamento literario que se alimenta de su personalidad fuerte y compleja. La novela vio la luz años atrás con el título de El amante del mar, en traducción de Joaquín Vidal Albiñana. La traducción actual es de Lydia Vázquez, especialista en estudios de género y traductora de Annie Ernaux. Benoîte Groult acababa de cumplir 68 años cuando publicó Los naufragios del corazón, donde a través de su alter ego George —por George Sand— habla de su experiencia vital como si de un experimentado Don Juan se tratara. Su discurso va sobre sí misma y sus circunstancias, que no son otras que un amor de juventud, Gauvain, un marinero bretón, con el que la protagonista mantiene una relación intermitente a lo largo del tiempo basada sobre todo en el sexo: “Desde que Gauvain cumplió su promesa y vino a verme a París, no puedo tragar; tengo la garganta literalmente obstruida, el estómago hecho un nudo, el corazón en un puño y las piernas me tiemblan, como si la función sexual hubiera acaparado todas las demás. Y también estoy cachonda, como si ardiera por dentro. Me voy a ver obligada a circular durante tres días con ese tizón ardiente en mi interior, marcada a fuego por Gauvain, con esa O de su anillo entre las piernas”. Al contrario que las heroínas de las novelas victorianas, George es consciente de su cuerpo físico, y acepta su carnalidad, su sexualidad como herramientas que requieren de un cuidado especial: “Mientras me pongo una crema calmante en la zona siniestrada me asombro de que los autores eróticos no tengan nunca en cuenta ese accidente... del placer. Las vaginas de sus heroínas aparecen como conductos infatigables capaces de soportar indefinidamente la intrusión de cuerpos extraños. En cuanto a la mía, está como desollada viva. Examino la zona con mi espejo de aumento y no reconozco mi vulva recatada, tan discreta normalmente, tan distinguida. En su lugar hay una especie de albaricoque, terrible, insolente, desbordante, con la pulpa presionando la piel, que se encoge hasta dejarle todo el espacio”. Quien diga que esta novela que narra los encuentros de dos amantes adúlteros que se conocen desde la adolescencia y se desean hasta el agotamiento físico es pornográfica —en vez de ver en ella sexo cum laude, pasión, rabia, amor, alegría, pero también miedo, enfermedad y vejez cuando resulta imposible articularlos— es que no entiende nada. Esta es una novela para dejarse llevar por la efervescencia de sus personajes, locos por vivir, locos por follar, con ganas de todo al mismo tiempo, pero con ese gusto tan francés por el amour fou.




“Somos de un sexo como somos de un país”.

Benoîte Groult, Los naufragios del corazón


domingo, 15 de septiembre de 2019

Matar al padre

Desde su debut como escritor a los 22 años con su novela autobiográfica Para acabar con Eddy Bellegueule (En finir avec Eddy Bellegueule, 2014; Salamadra, 2015), Édouard Louis ha ido desplegando un universo literario propio en el que la realidad y la ficción se confunden como si fuera la misma cosa. Existe un fuerte vínculo entre Para acabar con Eddy Bellegueule y su última novela, Quién mató a mi padre (Qui a tué mon père, 2018; Salamandra, 2019). Se diría que es un spin-off  de aquélla que, por si no había quedado claro, viene a profundizar en el mundo de su infancia a la vez que le toma el pulso anímico a la política de nuestro tiempo: “La política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato”. Si Para acabar con Eddy Bellegueule se abría con una frase que, en su rotundidad, no dejaba indiferente a nadie: “De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz”, Quién mató a mi padre nos zarandea nada más empezar con esta confesión sobre su padre: “Durante toda mi infancia anhelé tu ausencia”. Quién mató a mi padre conecta con ese imaginario que desde Aden Arabia (1931) de Paul Nizan, y su célebre frase: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”, desmitifica cualquier concepción idílica de la juventud. Y algo —bastante— de eso hay en las páginas de esta novela, en la que Louis, nacido como Eddy Bellegueule, se adentra nuevamente en la intimidad de su familia, en ese espacio donde la pobreza, la homofobia y la violencia fueron siempre de la mano, para hacer visibles unas heridas que han afectado a todas las dimensiones de su vida. Su estilo es urgente, conciso, furioso. Sin embargo, curiosamente, su rabia no va dirigida sólo contra su padre, quien ya casi no puede caminar y necesita un aparato para respirar; una parte de su rabia parece haber encontrado también el camino hasta los poderes públicos, cuya inactividad hacia las clases desfavorecidas hace que sean víctimas de una ideología de la exclusión. Quién mató a mi padre es el resultado de llegar hasta rincones olvidados que había que ventilar, cosas que no podían permanecer por más tiempo encerradas, pero sobre todo cuentas pendientes por ajustar con Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, François Hollande y Emmanuel Macron, a los que Louis acusa de matar a su padre.




 “Las clases dominantes pueden quejarse de un gobierno de izquierdas, pueden quejarse de un gobierno de derechas, pero un gobierno nunca les causa problemas digestivos, un gobierno nunca les destroza la espalda, un gobierno nunca les lleva a ver el mar. La política no cambia sus vidas, o lo hace bastante poco. Esto también es curioso, ellos hacen la política, pero la política apenas tiene ningún efecto sobre sus vidas. Para las clases dominantes, la política es a menudo una cuestión estética: una manera de pensarse, una manera de ver el mundo, de construirse como individuos. Para nosotros, era vivir o morir”.

Édouard Louis, Quién mató a mi padre


martes, 10 de septiembre de 2019

Los monstruos no nacen monstruos

El bicentenario del monstruo de Frankenstein no cesa de dejarnos extraños frutos en forma de tributo, como la última novela de la escritora inglesa Jeanette Whinterson, Frankissstein, una historia de amor (Frankissstein: A Love Story, 2019), que la editorial Lumen publicará en España el próximo 7 de noviembre, o Máquinas como yo (Machines Like Me, 2019; Anagrama, 2019) de Ian McEwan. Aunque quien puso la primera piedra de esta nueva resurrección del clásico de 1818 de Mary Shelley fue el escritor iraquí Ahmed Saadawi con Frankenstein en Bagdad (Frankenstein in Baghdad, 2013; Libros del Asteroide, 2019), un perturbador relato de la crisis económica y de valores en Irak después de la segunda guerra del Golfo. Saadawi se sirve del mito de Frankenstein para narrar el terror cotidiano de los coches bomba, un arma genérica de destrucción masiva que no distingue entre objetivos militares y civiles. En Frankenstein en Bagdad, Hadi el Antiguallas, o Hadi el  Mentiroso, un trapero de aspecto sucio y carácter hostil, conduce al lector a través de las calles y plazas de un Bagdad en ruinas, pero con encanto y sabores deliciosos. Cuando no está embelleciendo sus historias para que parezcan más interesantes en el café de Aziz Misri, Hadi recoge de las calles fragmentos de restos humanos con la esperanza de devolver a las víctimas una apariencia de dignidad ensamblando sus pedazos en un solo cadáver. Un cóctel incendiario al que Saadawi añade su devoción por Mary Shelley dando vida —por decir algo— a la criatura creada por Hadi, a la que las balas de la policía atraviesan sin herirla ni matarla mientras persigue su objetivo de vengarse de las personas que lo asesinaron: “Me califican de criminal. No entienden que yo encarno la única justicia que hay en este país. [...] Yo soy la respuesta a la llamada de esta gente pobre. Soy el salvador, el redentor, el que todos esperaban, al que todos quieren, en el que todos confían”. Cuesta calificar como novela fantástica lo que a la vista se diría que es un bocado de realidad, fuerte y necesario, que reúne todos los requisitos para el culto, si es que ello es lícito tratándose de una novela que supura, huele y escuece como la peor de las heridas. Frankenstein en Bagdad transforma en sangre, horror y gente hecha pedazos cualquier amago de humanidad, en sintonía con los tiempos que corren. Si una cosa deja claro, si no estaba claro ya, es que los monstruos no nacen monstruos.




“La carne muerta que componía su cuerpo se desprendía si no vengaba a su dueño en un tiempo determinado. Sin embargo, la consumación de la venganza del dueño de un fragmento de su cuerpo provocaba la caída de ese fragmento. Como si ya no lo necesitara”.

Ahmed Saadawi, Frankenstein en Bagdad


martes, 3 de septiembre de 2019

Un Gólgota hospitalario

Al igual que el protagonista de Pickpocket de Robert Bresson, Philippe Lançon parece preguntarse en El colgajo (Le Lambeau, 2018; Anagrama, 2019): “¿Qué extraño camino me ha llevado hasta aquí?” Lançon sobrevivió milagrosamente al atentado terrorista contra el semanario satírico Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015. No obstante, el escritor y periodista francés tuvo que someterse a una serie interminable de operaciones para reconstruir su rostro —su  mandíbula superior desapareció por completo al recibir un disparo a bocajarro— tras el atentado. El regreso a casa fue difícil y la adaptación a su nueva situación —“el cuerpo recuerda todo, pero la conciencia olvida deprisa, y no había tardado ni ocho días en perder el recuerdo de la palabra articulada”— lo dejó al borde de la desesperación. Para sobreponerse a la tragedia —el tiroteo dejó doce muertos, entre ellos algunos de sus mejores amigos, como los dibujantes y columnistas del semanario Cabu, Wolinski y Charb— Lançon empezó a escribir El colgajo, una especie de autobiografía fragmentaria, hecha de jirones y desgarrones, de agujeros (de bala) y descosidos que no son perceptibles a primera vista porque se producen muy adentro, en sitios adonde sólo llega el dolor. La historia comienza el día antes del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Lançon acude al Théâtre des Quartiers d'Ivry con una amiga a ver Noche de Reyes de Shakespeare. En la obra, uno de los personajes, Orsino, pronuncia una frase que le parece una premonición de lo que ocurriría a la mañana siguiente: "Nada de lo que es, es”. Aunque estas palabras no están en la obra de Shakespeare, él cree haberlas escuchado. Lo cierto es que se ajustan bastante a su nueva realidad. Nada de lo que es, es. Tampoco nada de lo que fue. Así comienza el autor un periplo que le lleva a recorrer su vida de antes y después del atentado, dejando caer por el camino palabras veraces y momentos únicos sobre la vida, el amor, la muerte, el azar,  el destino, la intimidad, el peroné, Chloé, su cirujana, los hospitales —“el mundo del hospital es el mundo de la constatación”— y, en fin, todo el espectro de la experiencia humana. El colgajo es una de las resurrecciones (nunca mejor dicho) literarias más insospechadas de las últimas décadas. Sólo tiene un pero: que todo lo que lean a continuación —al menos en 2019— les parecerá soso, anodino, superficial comparado con este pequeño Gólgota hospitalario.




“Nuestra relación [con Chlóe, su cirujana] había empezado sobre la base opuesta a la que determina la mayor parte de las relaciones humanas: primero el cuerpo, en la entrega más completa que quepa imaginar, y luego el resto. [...] La intimidad que nos unía era vital, y sin embargo no existía. [...] Había un marco del que no podíamos salir más que mis huevos del calzoncillo durante la visita, hecho que una vez le hizo decir delante de las enfermeras: ‘Trate de guardarse esto, será mejor para todos’. Me había hecho mayor, los huevos me colgaban y no podía pedirle sin embargo que me hiciera un lifting que no entraba dentro de su especialidad. [...] Si aquel día me sobresalían era ante todo porque tenía que tener las piernas al descubierto y subirme los calzoncillos lo suficiente como para que las zonas del trasplante en lo alto del muslo izquierdo, en carne viva, no estuvieran expuestas a ningún roce y pudieran ser examinadas: el hospital es a menudo el lugar de las órdenes contradictorias”.

Philippe Lançon, El colgajo