martes, 24 de agosto de 2021

Vera, Lucy, Elizabeth

Cuando Daphne Du Maurier publicó Rebeca por primera vez en agosto de 1938, en la editorial Victor Gollancz, la autora inglesa tuvo que defenderse de las acusaciones de plagio vertidas por la escritora brasileña Carolina Nabuco, cuya novela La sucesora, publicada cuatro años antes, tenía una trama bastante parecida. No obstante, Du Maurier nunca fue a juicio, al parecer Nabuco se corformó con el revuelo suscitado en la prensa de la época, el cual contribuyó a devolver su novela a los escaparates de las librerías. Estuviera o no en lo cierto, hay que decir que ambas obras, Rebeca y La sucesora, están directamente inspiradas en la novela Vera de Elizabeth Von Arnim, publicada en 1921, y que la editorial Trotalibros reeditará en septiembre, en una nueva traducción de Clàudia Gispert Codina*. Von Arnim consideraba Vera su mejor libro: "high water mark" (su cuota máxima). A pesar de haber sido escrito en un principio con la intención de caricaturizar a su segundo marido, John Francis Stanley Russell, segundo conde de Russell, conocido por la sociedad eduardiana como el "conde crápula" —se separaron en 1919—, todas las facultades de la autora de Elizabeth y su jardín alemán se mantienen aquí en un equilibrio hermosísimo que no consigue enturbiar su malsana atmósfera de novela gótica. Von Arnim se ocupa en Vera de uno de los temas más candentes en el discurso feminista —la idea de que todo estado de sumisión tiene su fin, aunque éste sea la muerte— y lo eleva al nivel de las mejores obras de la literatura universal. Es significativo que en la novela se haga referencia a Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Sin embargo, no es seguro que el discurso de Von Arnim en Vera sea un discurso esencialmente feminista pues la protagonista nunca llega a alzarse contra la autoridad masculina. Lucy Entwhistle es una mujer joven cuyo padre acaba de morir, y es consolada por un hombre viudo, Everard Wemyss, de quien se rumorea que tuvo algo que ver con la muerte de su mujer, Vera. Wemyss corteja a Lucy y se casa con ella en poco tiempo. Después de la boda se trasladan a The Willows, la mansión en la que Wemyss vivía con Vera hasta que ésta murió en extrañas circunstancias y a la que ahora regresa con su nueva e inocente mujer, como si fuera un trofeo de caza: “Siempre dije que tendría un vestíbulo forrado de cornamentas, y lo tengo. Y también te tengo a ti. Siempre consigo lo que me propongo”. Lucy pronto descubrirá, sin embargo, que Wemyss no es el marido perfecto que ella creía, sino un hombre severo, intimidatorio, inflexible, monstruosamente egoísta. Como Helmer en Casa de muñecas de Henrik Ibsen, Wemyss construye una jaula dorada para Lucy, a la que infantiliza llamándola "mi niñita", apartándola de su único sostén, su tía Dot, quien sospecha que la primera mujer de Wemyss se suicidó en lugar de soportar estar casada con él. Como sucede con buena parte de la obra de Elizabeth Von Arnim, hay que leer Vera despacio. Cada línea cuenta. Todo está medido para producir su efecto, incluido el final abierto. No es un homenaje ni un simple tributo a los grandes clásicos como Cumbres borrascosas o Jane Eyre. Se homenajea a sí misma, establece sus propios códigos y transgrede los preestablecidos.





“[Lucy] no llevaba casada ni una semana cuando se le ocurrió que aquel había sido un mal acuerdo, que el arrobamiento del matrimonio parecía agotarse rápidamente. Además, no debería comenzar en lo más alto, reflexionó, porque entonces no podía sino descender. Si empezara con moderación y fuera ascendiendo con paso firme, tomándose el tiempo necesario, sabiendo que había más por llegar, sería mucho mejor ”.


Elizabeth Von Arnim, Vera



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(*) Hay una edición anterior publicada por Lumen en marzo de 2010 con el título desacertado (cuando no absurdo) de Un matrimonio perfecto, con traducción de Sílvia Pons Pradilla, actualmente descatalogada.



viernes, 13 de agosto de 2021

Quiz literario

Cuando creé este blog, hace ya cinco años, tenía intención de escribir algo todos los días. Había tantos libros y autores sobre los que quería escribir que no sabía por cuál empezar. Proust, obvio. Nunca la burguesía me había parecido tan atractiva: “Pero si la residencia de Guermantes comenzaba para mí en la puerta del vestíbulo, sus dependencias debían extenderse mucho más lejos, a juicio del duque, el cual, tomando a todos los inquilinos por granjeros, rústicos, compradores de bienes nacionales, cuya opinión no cuenta, se afeitaba por las mañanas en ropa de dormir en su ventana, bajaba al patio [...] y hacía que uno de sus picadores pusiera al trote frente a sí, a algún caballo nuevo que había comprado, teniéndolo de la brida [...] Desde otros puntos de vista que el de la beneficencia, el barrio no le parecía al duque más que una prolongación de su patio, un picadero más extenso para sus caballos”. Pero las entradas en el blog se han ido espaciando más y más —¿por qué atribuyo tanta importancia a lo que puedan pensar de mí?—, y ahora apenas tengo tiempo de escribir. Al grano: aprovecho el verano para recorrer las piscinas de un extremo a otro de la ciudad, como Burt Lancaster en la película El nadador de Frank Perry, y leer a todas horas. Un chapuzón para despejarme, y luego a la lectura otra vez, sobre todo de diarios y cartas, géneros en extinción que, sin embargo, representan para mí la lectura en su estado más puro. Así que les propongo un quiz literario en el que tienen que adivinar a quién corresponden las citas siguientes:

1) “El estilo es un asunto sencillo; todo es ritmo. En cuanto lo comprendes, no puedes equivocarte de palabras”.

 

a) Henry James, Cuaderno de notas 1878-1911 (Destino)

b) Virginia Woolf, Cartas a mujeres (Trampa Ediciones)

c) Francis Scott Fitzgerald, Sobre la escritura (Alba Editorial)

 

2) “Ayer no apunté nada. Por la mañana, trabajo —o al menos intento hacerlo. Pero en toda la semana no he podido disfrutar de una mañana tranquila. Siempre surgen pequeñas obligaciones de última hora, y aún no me siento lo bastante estable para poder reanudar mi meditación inmediatamente después de sufrir una perturbación. Pero estoy mejor y me mantengo en estado de alerta. No se puede alcanzar el paraíso de un salto. Se necesita determinación, pero sobre todo paciencia. No hay nada menos romántico, y a veces nada más repelente, que la minuciosidad de esta higiene moral; no hay grandes victorias; es una lucha sin gloria, como la de las trincheras”.

 

a) André Gide, Diario 1911-1925 (DeBolsillo)

b) Sylvia Plath, Diarios completos (Alba Editorial)

c) Stefan Zwing, Diarios (Acantilado)

 

3) “No es posible que cada línea sea un clamor del corazón tallado en piedra. Pero me rebelo contra el lenguaje común, la cualidad de relleno que encuentro en mi obra”.

 

a) Thomas Mann, Diarios de entreguerras 1911-1939 (DeBolsillo)

b) Franz Kafka, Cartas a Milena (Alianza)

c) John Cheever, Diarios (Literatura Random House)

 

4) “Anoche, en una cena muy agradable, hablé sin parar, dije tonterías. Esta mañana, al despertarme, me he hecho reproches: En lugar de ir a ver gente y palabrear, sería mejor que pensaras en el tema del que tienes que hablar: el Vacío. ¿El Vacío? Pero si anoche estabas de lleno en él, y hasta el cuello”.

 

a) Ayn Rand, Filosofía: Quién la necesita (Deusto)

b) Emil Cioran, Cuadernos 1957-1972 (Tusquets)

c) Fran Lebowitz, Un día cualquiera en Nueva York (Tusquets)

  

 

 

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La solución al quiz

1) b: Virginia Woolf

2) a: André Gide

3) c: John Cheever

4) b: Emil Cioran 



miércoles, 4 de agosto de 2021

Todos los fuegos, el fuego

Cuando oigo a alguien decir que hay cosas que no pueden ser expresadas o descritas, como los incendios forestales que arrasan cada verano miles de hectáreas de bosques en todo el mundo, pienso en Norman Maclean. Los escritores, los que lo son y los que quieren serlo, deberían leerlo. De Norman Maclean sabía pocas cosas cuando leí por primera vez su libro autobiográfico El río de la vida, publicado por Muchnik Editores en 1993*. Sabía que el primero y el más extenso de los relatos del libro había sido el origen de la película del mismo título dirigida por Robert Redford en 1992. Sabía que ese mismo año Maclean había ganado póstumamente —murió en 1990— el National Book Critics Circle Award por su libro La montaña en llamas, basado en la tragedia de una cuadrilla de bomberos paracaidistas (smokejumpers) del Servicio Forestal de los Estados Unidos que murieron calcinados en el incendio de Mann Gulch el 5 de agosto de 1949 en el Bosque Nacional Helena de Montana. Desde hace unas semanas está en librerías La montaña en llamas (Young Men and Fire, 1992), publicado por la editorial Pepitas de calabaza en la colección Biblioteca 451: libros de fuego, libros sobre el fuego. Se ha dicho con demasiada frecuencia que Maclean es autor de un sólo libro, El río de la vida, ante el cual desmerece el resto de su producción. Sin duda es su libro más popular, escrito en una prosa luminosa, luminosa y poética. Hay una escena en El río de la vida, la escena en la que Paul se dispone a pescar, que nos da una idea cabal del talento de Maclean como narrador: “El cuerpo de Paul giró como si se dispusiera a mandar una pelota de golf a trescientos metros y su brazo subió en arco y la punta de su varita se dobló como un muelle y luego todo estalló y todo cantó. [...] Por momentos parecía un maestro con su puntero explicando a una roca algo sobre una roca”. Algo de esa magia se desprende de las páginas de La montaña en llamas, en las que, según su editor americano, “vinieron a converger, ya cerca del final, todas las vidas vividas por el autor: las de guardabosques, bombero, erudito, profesor y narrador”. Concebido como un exhaustivo reportaje de investigación sobre la muerte de 13 de los 15 smokejumpers que saltaron en paracaídas para combatir el incendio en Mann Gulch, tornó con el paso de los años en libro de cabecera para cualquier escritor que se precie, porque si algo prueba es que la literatura lo puede todo. En La montaña en llamas, Maclean combina el reportaje periodístico, el relato real (el autor entrevistó a los dos únicos supervivientes de la tragedia) y la narración de no ficción, sin importarle saltarse estos presupuestos genéricos cada vez que precisa acompañar a sus personajes al interior del fuego: “Si el narrador aprecia lo bastante el arte de narrar como para considerarlo una vocación, no puede dar la espalda —a diferencia del historiador— al sufrimiento de sus personajes. El narrador, a diferencia del historiador, debe dejarse llevar por la compasión, adondequiera que esta le conduzca. Debe ser capaz de acompañar a sus personajes, incluso al interior del humo y del fuego”. Grande es poco.

 

 


 

“Morir calcinado en la ladera de una montaña es morir al menos tres veces, y no dos, como se ha dicho en alguna ocasión; en primer lugar, y a mucha distancia del fuego, llegan al borde de la muerte tus botas y tus piernas; después, y cuando ya no puedes más, te sumes de nuevo en la región de los gases extraños y los dardos rojos y azules, donde no hay oxígeno, y ahí mueren tus pulmones; luego te hundes rezando en el fuego principal, y si eres católico, lo único que sobrevive es tu crucifijo”.

 

Norman Maclean, La montaña en llamas

 

 

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(*) Hay una edición española más reciente en Libros del Asteroide: El río de la vida (A River Runs Through It and Other Stories, 1976), agosto de 2010, con traducción de Luis Murillo.