Cuando Daphne Du Maurier publicó Rebeca por primera vez en agosto de 1938, en la editorial Victor Gollancz, la autora inglesa tuvo que defenderse de las acusaciones de plagio vertidas por la escritora brasileña Carolina Nabuco, cuya novela La sucesora, publicada cuatro años antes, tenía una trama bastante parecida. No obstante, Du Maurier nunca fue a juicio, al parecer Nabuco se corformó con el revuelo suscitado en la prensa de la época, el cual contribuyó a devolver su novela a los escaparates de las librerías. Estuviera o no en lo cierto, hay que decir que ambas obras, Rebeca y La sucesora, están directamente inspiradas en la novela Vera de Elizabeth Von Arnim, publicada en 1921, y que la editorial Trotalibros reeditará en septiembre, en una nueva traducción de Clàudia Gispert Codina*. Von Arnim consideraba Vera su mejor libro: "high water mark" (su cuota máxima). A pesar de haber sido escrito en un principio con la intención de caricaturizar a su segundo marido, John Francis Stanley Russell, segundo conde de Russell, conocido por la sociedad eduardiana como el "conde crápula" —se separaron en 1919—, todas las facultades de la autora de Elizabeth y su jardín alemán se mantienen aquí en un equilibrio hermosísimo que no consigue enturbiar su malsana atmósfera de novela gótica. Von Arnim se ocupa en Vera de uno de los temas más candentes en el discurso feminista —la idea de que todo estado de sumisión tiene su fin, aunque éste sea la muerte— y lo eleva al nivel de las mejores obras de la literatura universal. Es significativo que en la novela se haga referencia a Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Sin embargo, no es seguro que el discurso de Von Arnim en Vera sea un discurso esencialmente feminista pues la protagonista nunca llega a alzarse contra la autoridad masculina. Lucy Entwhistle es una mujer joven cuyo padre acaba de morir, y es consolada por un hombre viudo, Everard Wemyss, de quien se rumorea que tuvo algo que ver con la muerte de su mujer, Vera. Wemyss corteja a Lucy y se casa con ella en poco tiempo. Después de la boda se trasladan a The Willows, la mansión en la que Wemyss vivía con Vera hasta que ésta murió en extrañas circunstancias y a la que ahora regresa con su nueva e inocente mujer, como si fuera un trofeo de caza: “Siempre dije que tendría un vestíbulo forrado de cornamentas, y lo tengo. Y también te tengo a ti. Siempre consigo lo que me propongo”. Lucy pronto descubrirá, sin embargo, que Wemyss no es el marido perfecto que ella creía, sino un hombre severo, intimidatorio, inflexible, monstruosamente egoísta. Como Helmer en Casa de muñecas de Henrik Ibsen, Wemyss construye una jaula dorada para Lucy, a la que infantiliza llamándola "mi niñita", apartándola de su único sostén, su tía Dot, quien sospecha que la primera mujer de Wemyss se suicidó en lugar de soportar estar casada con él. Como sucede con buena parte de la obra de Elizabeth Von Arnim, hay que leer Vera despacio. Cada línea cuenta. Todo está medido para producir su efecto, incluido el final abierto. No es un homenaje ni un simple tributo a los grandes clásicos como Cumbres borrascosas o Jane Eyre. Se homenajea a sí misma, establece sus propios códigos y transgrede los preestablecidos.
“[Lucy] no llevaba casada ni una semana cuando se le ocurrió que aquel había sido un mal acuerdo, que el arrobamiento del matrimonio parecía agotarse rápidamente. Además, no debería comenzar en lo más alto, reflexionó, porque entonces no podía sino descender. Si empezara con moderación y fuera ascendiendo con paso firme, tomándose el tiempo necesario, sabiendo que había más por llegar, sería mucho mejor ”.
Elizabeth Von Arnim, Vera
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(*) Hay una edición anterior publicada por Lumen en marzo de 2010 con el título desacertado (cuando no absurdo) de Un matrimonio perfecto, con traducción de Sílvia Pons Pradilla, actualmente descatalogada.