jueves, 27 de enero de 2022

La literatura como criada que te ordena la casa

Llevo días, semanas, sin escribir.  Sólo leo, leo todo lo que he ido dejando a medio leer encima de estantes, mesas y sillas, como hace el niño de la película Señales de M. Night Shyamalan, Morgan (Rory Culkin), que sufre de asma y va dejando recipientes llenos de agua por toda la casa con una finalidad que él mismo desconoce y que cobra sentido sólo al final de la película. Ayer me encerré en el cuarto de atrás, la habitación de los invitados —aunque hace mucho tiempo que ha dejado de cumplir esa función debido a la cantidad de libros que hay por todas partes— para terminar de leer las últimas páginas de Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 (Anagrama) de Rafael Chirbes. El motivo es muy simple. El cuarto de atrás está lejos del mundanal ruido que entra a través de la puerta ventana de aluminio del salón. Si algo tienen las entradas de los Diarios de Chirbes es que despiertan ideas y sensaciones para escribir. Yo podría haber escrito —no con la misma profundidad, claro está—, lo que escribe el autor de Crematorio acerca de la imposibilidad de dejar de escribir sin que te afecte emocionalmente: Llevo días sin escribir. Me siento vacío, vacío, vacío. Qué pulsión más rara, la de escribir, sin que importe lo que se escriba. Yo diría que escribir te permite seguir viviendo sin que te haga falta sentirte de alguna parte o de alguien”. Los Diarios de Chirbes, escritos a ratos perdidos como dice el subtítulo, es una sucesión de apuntes, reflexiones y pensamientos repletos de lo que solemos buscar en los dietarios de los escritores. Algo parecido al “clic” que buscaba Paul Newman en la película La gata sobre el tejado de zinc de Richard Brooks, donde bebía sin parar hasta alcanzar cierto grado de intoxicación aguda que le permitía escuchar en su cabeza ese deseado “clic”. Yo lo he escuchado en anotaciones como: “Me digo: busco una historia. Y al rato: no, lo que busco no es una historia, sino un tono; aunque, en realidad, lo que busco es cómo tapar el ruido que hace la rata del miedo cuando me corre por dentro”. O en esta otra: La idea de una futurible escritura me parece cada día más una excusa para fingir que todo este desorden en que se ha convertido mi vida tiene un sentido, una brújula que lo guía y le da sentido, y que me empeño en algo que lleva a algún sitio. La literatura, como criada que te ordena la casa”. Cuando te encuentras con párrafos como éste, persiguiéndote durante semanas, entiendes que sí, que este es otro gran libro de Chirbes.

 

 


“Ayer me compré la pluma estilográfica con la que escribo estás líneas. Otra más. Para mí, las estilográficas son fetiches, como si el encuentro con la estilográfica perfecta tuviese que ver con algo más que la escritura: con la literatura, o directamente con la felicidad. Pienso que el día que encuentre una que escriba bien, me quedaré con esa, y ya no buscaré más. Además, ese día seguro que empiezo a escribir a mano cosas que merecen la pena. Algo así es lo que uno piensa que le ocurre con los amantes; uno es infiel, corre detrás de unos y de otros, porque sigue buscando al que le hará detenerse”.

Rafael Chirbes, Diarios. A ratos perdidos 1 y 2



domingo, 2 de enero de 2022

¡Qué año el de aquel siglo!

Decía el crítico Sven Birkerts que leer es un término tan amplio e impreciso como amor. Puede darse el caso de que mientras estamos leyendo un libro, deslizando por primera vez nuestra mirada por sus páginas, nos enamoremos de él. La verdadera lectura sólo se inicia con ese enamoramiento, tras el que recordamos párrafos y frases transcurridos unos meses o unos años. Obviamente, no sucede con todos los libros, pero sí —al menos en mi caso— a menudo. El enamoramiento se refuerza periódicamente volviendo a algunos de esos libros. No tiene porqué ser necesariamente una segunda o tercera lectura, basta con sostenerlo de nuevo entre las manos como una novia o un novio que hace tiempo no vemos. En este año 2022 que acaba de comenzar me he propuesto volver a La tierra baldía de T.S. Eliot, Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke, Sodoma y Gomorra —cuarto volumen de En busca del tiempo perdido— de Marcel Proust, Siddhartha de Hermann Hesse, El cuarto de Jacob de Virginia Woolf, El hombre que sabía demasiado de G.K. Chesterton, Carta a una desconocida de Stefan Zweig, Hermosos y malditos de Francis Scott Fitzgerald, Babbitt de Sinclair Lewis y, sobre todo, a Ulises de James Joyce. El motivo nos es otro que celebrar el centenario de la publicación de todos ellos en 1922. ¡Qué año el de aquel siglo! La editorial Lumen anuncia para el próximo 13 de enero una edición especial de Ulises*, cuya audacia formal llevó a Ezra Pound a proponer abolir el cómputo del calendario cristiano e introducir desde la fecha de su publicación un d. de U. (después de Ulises). Virginia Woolf, que se negó a imprimir la novela en su editorial Hogarth Press**, fundada en 1917, confesó más tarde en su diario haber leído Ulises un verano “entretenida, estimulada, cautivada”. El novelista John Berger debió leerla también un verano, y con igual entusiasmo, a tenor de sus palabras: “Navegué por primera vez en el Ulises con catorce años. Y digo navegar y no leer porque, como nos recuerda su título***, el libro es como un óceano; no lo lees, navegas a través de él”. No es para menos. No es sólo que con  abrir la primera página nos hallemos al instante lejos de nuestro entorno. Es una inmersión gradual, un intercambio en el que entregamos nuestra base en el aquí y ahora para poder asumir otra nueva en el ámbito de la novela, situada en el Dublín de 1904, concretamente el 16 de junio. Cuanto más a fondo se sumerja uno en sus páginas —732 páginas en la versión original de tapas azules, de ocho centímetros de grosor y un kilo y medio de peso— más podrá decir que se ha acercado al misterio de la epopeya lingüística de Joyce. El propio Joyce apuntó una de las claves para desentrañar su novela: “La cuestión suprema sobre una obra de arte es saber desde qué profundidad de vida surge”. Lo primero que llama la atención al entrar en Ulises es la cantidad de cosas que hay dentro, y que no están expuetas a la vista del lector. La novela está más allá de lo que cuenta. A lo largo de un solo día, Leopold Bloom y Stephen Dedalus —ambos trasuntos del autor irlandés— vagabundean por las calles de Dublín reproduciendo nuevamente las míticas etapas de la Odisea homérica. Bloom va a la búsqueda inconsciente de un hijo que venga a sustituir al que se le muriera de niño. Dedalus tiene necesidad, igualmente inconsciente, de una figura paterna que le sirva de punto de referencia en sus inquietudes intelectuales. En el ir y venir de sus dos personajes por la ciudad dublinesa, Joyce aspira afectar nuestra sensibilidad completa, soltando todos los cabos que nos aseguran a tierra firme. Si bien Ulises no es un libro para cualquier lector, en él no hay palabras difíciles u oscuras: “Encuentras mis palabras oscuras. La oscuridad está en nuestras almas. ¿No crees?”. Que Ulises se siga leyendo cien años después de su publicación, sólo significa una cosa, que su travesía es larga. Y la nave va.





“Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los pórticos del descubrimiento”.


James Joyce, Ulises



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(*) En la versión canónica de José María Valverde, galardonado con el Premio Nacional de Traducción a toda una obra en 1990, ahora revisada y actualizada.

(**) Woolf publicó en cambio en 1922 La tierra baldía de T.S. Eliot, de la que Lumen también publicará una edición especial.

(***) El título alude al nombre del héroe de la Odisea de Homero.