sábado, 29 de mayo de 2021

Las perlas literarias de Flaubert

“Hacía años que ninguna novela vampirizaba tan rápidamente mi atención, abolía así el contorno físico y me sumergía tan hondo en su materia”. Así contaba Mario Vargas Llosa, en su ensayo La orgía perpetua, el ensimismamiento que le produjo la lectura de Madame Bovary de Gustave Flaubert, opinión que comparto plenamente. Esta orgía no ha variado mucho a lo largo de los años, incluso me aventuraría a decir que cualquier libro de Flaubert causa la misma sensación orgiástica. Esta semana, sin ir más lejos, me ha sucedido con una antología de la correspondencia de Flaubert, publicada por Alianza con el título El hilo del collar* (edición, selección y traducción de Antonio Álvarez de la Rosa). Entre los destinatarios de las cartas destacan su amante Louise Colet (“Esta noche me gustaría tenerte aquí, besarte en los labios, pasar mis manos por debajo de tus ligeros papillotes** y poner la cabeza sobre tu pecho, aunque me esté prohibido desde que viste que hablaba del suyo a la señora Foucaud”) y la escritora George Sand, con la que mantuvo una relación epistolar de pupilo y maestra. Flaubert encabeza las cartas a Sand llamándola “querida y buena maestra”. Aunque les separaba una diferencia de edad de casi veinte años, ambos formaban parte de un pequeño grupo de mentes privilegiadas que sentían lo mismo, al mismo tiempo y con la misma intensidad: “La humanidad no ofrece nada nuevo. [...] Creo que la multitud, el número, el rebaño siempre serán odiables. Lo único importante es un pequeño grupo de mentes, siempre las mismas, que se van pasando la antorcha”. Hoy en día ser escritor consiste, sobre todo, en producir más obras de las que necesitamos y lograr su minuto y medio de gloria. Sin embargo, para Flaubert ser escritor consistía en vivir esa particular relación del yo con el mundo. Pero por mucho que quisiera explorar el mundo —en los años de juventud el mito de Oriente le llevó a Egipto, Constantinopla, Grecia e Italia—, se impuso un exigente calendario de escritura que le aisló de él, al menos del mundo de su presente cotidiano. Como cualquiera, sufría sus intromisiones pero no conseguían apartarlo de su tarea. Para Flaubert, el verdadero viaje era la consecución de la palabra exacta, le mot juste: “Solo con el esfuerzo se consigue algo, todo tiene su sacrificio. La perla es una enfermedad de la ostra y el estilo quizá sea la superación de un dolor más profundo”. El hilo del collar es un libro profundo, airado y a veces enormemente conmovedor. Cada una de las cartas nos depara una inesperada vuelta de tuerca sobre su vida y su obra.

 

 


 

“Nuestra ignorancia de la historia hace que calumniemos nuestro tiempo. Siempre hemos sido así. Nos han engañado algunos años de calma. Eso es todo. También yo creía en la mejora de las costumbres. Hay que eliminar ese error y no tenernos en más estima que la que se tenían en la época de Pericles o Shakespeare, épocas atroces en las que se hicieron cosas hermosas”.

 

Gustave Flaubert, El hilo del collar

 

 

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(*) El título está tomado de una metáfora de Flaubert a propósito de las dificultades con las que se tropezó para escribir La tentación de San Antonio, la cual también sirve para explicar esta pequeña selección de su inmensa correspondencia: “Hablas de perlas, pero las perlas no forman el collar, es el hilo”. (Carta a Louise Colet,  31 de enero de 1852).

(**) Papillote. (Del fr. papillote.) 1. s. m. Rizo de pelo formado y sujeto con un papel.



 

 

sábado, 8 de mayo de 2021

Lo que hacemos en las sombras

Partiendo de uno de sus vigorosos arranques, Jay McInerney (Connecticut, 1955) desplegó en su primera novela, Luces de neón (Bright Lights, Big City, 1984) una soberbia historia de juventud y destrucción: “No, no eres la clase de tipo que estaría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada. Pero aquí estás, y no puedes decir que el terreno te sea del todo extraño, a pesar de que los detalles están borrosos. Estás en una discoteca hablando con una chica que tiene la cabeza rapada. La discoteca ha de ser Heartbreak o bien Lizard Lounge. Todo se aclararía si pudieras escabullirte a los lavabos y aspirar un poco más de Polvo Mágico Boliviano. Pero puede que no. Una vocecita interior insiste en que tu epidémica falta de claridad es el resultdo de un exceso de todo esto. La noche ha llegado a ese punto imperceptible en que las dos de la mañana se hace súbitamente las seis”. Luces de neón, publicada primero en forma de relato bajo el título It’s 6am, Do You Know Where You Are? [Son las 6 de la mañana¿sabes dónde estás?],  se ha erigido hoy en una obra decisiva de su trayectoria literaria junto a novelas como las que componen la trilogía sobre el matrimonio Calloway: Al caer la luz (Brightness Falls,1992; Libros del Asteroide, 2017), La buena vida (The Good Life, 2006; Libros del Asteroide, 2018) y Días de luz y esplendor (Bright, Precious Days, 2016, Libros del Asteroide, 2021)*. Esta última acaba de llegar a las librerías españolas cuando ya no esperábamos volver a saber de Russell y Corrine Calloway —guapos y ricos, pero también perseguidos por sus demonios, como los personajes de Francis Scott Fitzgerald—, después de haberlos dejado asomados a su propio abismo al final de La buena vida: “De ahí en adelante, todo constituiría un descenso gradual, ya fuera más rápido o más lento, desde el pesar hacia el olvido”. Si en La buena vida el derrumbe de las Torres Gemelas es la metáfora del rugir de lo perdido, en Días de luz y esplendor la quiebra de Lehmam Brothers viene a avisarnos de que se puede perder mucho más. Días de luz y esplendor se abre con una oda a Nueva York y a los libros, claro está—, que explica y justifica el apego del autor por su ciudad de adopción. En unas pocas líneas, McInerney nos regala una más que nostálgica descripción de la ciudad, consiguiendo uno de los mejores comienzos de novela que uno es capaz de recordar: “Hubo un tiempo, no hace mucho, en que los jóvenes acudían a la ciudad porque amaban los libros, porque querían escribir novelas o relatos cortos —o incluso poemas, nada menos—, o porque querían participar en la producción y distribución de dichos artefactos y estar en contacto con la gente que los creaba. Para aquellos que frecuentaban bibliotecas de las afueras y librerías provincianas, Manhattan era la reluciente ciudad de las letras. New York, New York. Estaba ahí mismo, en la página de créditos: era el lugar del que emanaban libros y revistas, hogar de todos los editores, sede del New Yorker y de la Paris Review, donde Hemingway le dio el puñetazo a O’Hara y Ginsberg sedujo a Keroauc, donde Hellman demandó a McCarthy y Mailer la emprendió a golpes con todo el mundo, y donde los aspirantes a novelistas [...] adoraban los textos sagrados de Nueva York: La casa de la alegría, El gran Gatsby, Desayuno en Tiffany’s [...] Todos habían leído El guardián entre el centeno, pero a diferencia del resto, a ellos les había llegado de verdad al corazón: les hablaba en su misma lengua y les inspiraba la secreta ambición de mudarse a Nueva York algún día y de escribir una novela titulada El vuelo de los patos en invierno, o quizá sencillamente Patos en invierno**”. En Días de luz y esplendor los Calloway todavía están juntos. Pero no son felices. Hace tiempo que han dejado de querer lo que tienen, el uno al otro. Los que aplaudieron Manhattan de Woody Allen, o la Crónica de los Wapshot de John Cheever, disfrutarán en estas páginas de asuntos afines contados con la certeza y osadía de alguien nacido para escribir. Todo en ella refrenda lo que ya apuntó Ursula K. Le Guin: “Cuando enciendes una vela, también proyectas una sombra”. 





“Los mejores matrimonios, como los mejores barcos, son los que saben capear los temporales. Se enfrentan al oleaje, se estremecen, escoran y están a punto de volcar, pero al final consiguen enderezarse y siguen navegando rumbo al horizonte. Al fin y al cabo, se cimientan sobre una sola premisa: en lo bueno y en lo malo. Su matrimonio, si bien no era exactamente ‘boyante’, estaba al menos en condiciones de navegar”.


Jay McInerney, Días de luz y esplendor



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(*) El primer volumen está traducido por Mariano Antolín Rato y los dos restantes por Patricia Antón.

(**) McInerney hace alusión a la conversación que mantiene el protagonista, Holden Caulfield, con un taxista llamado Horwitz: “¿Pasa usted muchas veces junto al lago de Central Park? ¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando ahí? Sobre todo en primavera. ¿Sabe usted por casualidad dónde van en invierno?”.



domingo, 2 de mayo de 2021

Yonqui de testosterona

Rara avis allá en el género que queramos asociarle, el filósofo y escritor Paul B. Preciado partió de su propia experiencia como hombre transgénero* para entregar al lector en 2008 un Testo yonqui, o si lo prefieren, un texto de imposible clasificación, a medio camino entre la narración autobiográfica y el ensayo filosófico, que modificó para siempre nuestra concepción de la sexualidad y los códigos normativos de reconocimiento visual, y que ahora reedita Anagrama revisado y corregido. Testo yonqui, título tomado de la novela de William Burroughs, está gobernado por una sensación que el autor del Manifiesto contrasexual y Pornotopía convierte en convicción: “Vivimos en la hipermodernidad punk: ya no se trata de revelar la verdad oculta de la naturaleza, sino que es necesario explicar los procesos culturales, políticos, técnicos a través de los cuales el cuerpo como artefacto adquiere estatuto natural. El oncomouse, ratón de laboratorio diseñado biotecnológicamente para ser portador de un gen cancerígeno, se como a Heiddegger. Buffy, la cazavampiros, se come a Simone de Beauvoir. El dildo, paradigma de todas las prótesis de teleproducción del placer, se come la polla de Rocco Siffredi. No hay nada que desvelar en el sexo ni en la identidad sexual, no hay ningún secreto escondido. La verdad del sexo no es desvelamiento, es sex design”. Preciado, alumno del filósofo francés Jacques Derrida, cuenta cómo siente en su propio cuerpo los efectos de la testosterona que se administró durante ocho meses en dosis de 50 y 100 miligramos por semana, cómo le sube la virilidad farmacológica y sale a recorrer las calles de París a las seis de la mañana después de escribir toda la noche sus reflexiones filosóficas, sus narraciones sobre la administración de hormonas y relatos detallados de encuentros sexuales sola o en compañía del escritor Guillaume Dustan**, cuya muerte en 2005 por intoxicación de medicamentos prescritos para paliar los efectos del sida resultó un duro golpe para Preciado. A lo largo de las páginas de Testo yonqui, Dustan aparece y desaparece como un fantasma: “Han pasado doce días después de tu muerte. […] Tu figura emerge detrás de un arbusto, la misma manera de llevar el pantalón vaquero, el mismo mechón de vello denso y negro que asoma por el cuello de tu camiseta blanca. Tu fantasma excava en mi memoria y saca todo lo que encuentra: me llamas. […] Me dices que soy como cualquier otra lesbiana, haciendo de enfermera política de cualquiera que encuentro. Te digo que no soy lesbiana, que soy trans, que soy un tío, que el hecho de que no tenga una bio-polla de mierda como la tuya no significa que no sea un tío”. Como cualquier ficción que se precie —y ésta lo es, “una ficción autopolítica o una autoteoría” sobre el cuerpo como campo de batalla de todas las luchas—, Testo yonqui es un libro que engancha como la mejor de las adicciones. El propio título ya debería ponernos sobre aviso.

 

 

“No hay ninguna droga tan pura como la testosterona en gel. No tiene olor alguno. Sin embargo, un día después de la administración, mi sudor se hace más ácido y más dulzón. Emana de mí un olor a muñeco de plástico calentado al sol o de licor de manzana olvidado en el fondo de un vaso. Es mi cuerpo el que reacciona a la molécula. La testosterona no tiene sabor. No tiene color. No deja huella. La molécula de testosterona se disuelve en la piel como un fantasma atraviesa un muro. Entra sin llamar. Penetra sin marcar. No es necesario ni fumarla, ni esnifarla, ni inyectarla, ni tan siquiera tragarla. Me basta con acercármela a la piel, y así, por simple vecindad con el cuerpo, desaparece para diluirse en la sangre”.

 

Paul B. Preciado, Testo yonqui

 

 

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(*) Nació en Burgos en 1970 y recibió el nombre de Beatriz Preciado.

(**) Dustan es autor de la novela autobiográfica En mi cuarto (Dans ma chambre, 1996), donde describe sin tabúes ni trabas el infierno de las drogas y el sexo sin freno: “El semen está bueno, también yo tengo ganas de tragarlo, la follada es una verdadera gozada cuando se puede hacer de todo”. Hay edición española en Reservoir Books.