sábado, 30 de marzo de 2019

Suicidios no ejemplares

Las obsesiones son una fuente primordial de la creación literaria. Por eso, la escritora y poeta alemana Marion Poschmann (Essen, 1969) ha puesto al frente de su novela Las islas de los pinos (Die Kieferninseln, 2017; Hoja de lata, 2019) a dos personajes obsesivos: Gilbert Silvester, un profesor alemán que está obsesionado con la idea de que su mujer lo engaña —siempre ha temido ser alguien demasiado aburrido para ella—, y a la que abandona sin mayores explicaciones, subiendo al primer avión a Tokio; y Yosa Tamagotchi, un estudiante japonés decidido a suicidarse por miedo a suspender sus exámenes. La máxima zen, generalmente desconocida por muchos, a pesar de ser practicada por casi todo el mundo, de “actúa como si no actuaras”, que Gilbert lleva interiorizada en su modus operandi, parece saltar hecha añicos cuando, una vez en Tokio, conoce a Yosa, a quien, lejos de hacerle desistir de sus intenciones, ayuda a buscar el lugar ideal para acabar con su vida, y que no es otro que Matsushima, un archipiélago compuesto por 260 islas pobladas de pinos centenarios, famoso desde la Era Edo. El poeta viajero Matsuo Bashō, uno de los autores de cabecera de Gilbert —y al que éste trata de seguir sus huellas por Japón mientras recoge datos para un trabajo que está escribiendo sobre el efecto de las representaciones de la barba en la iconografía religiosa y en el cine—, fue el primero en peregrinar a este lugar de extraordinaria belleza: “Durante siglos se ha dicho que Matsushima era hermosa. Durante siglos gozó de una belleza tal, que ni los tsunamis pudieron malograrla, mejor dicho, de una belleza tal, que ni los tsunamis pudieron acercarse a ella”. Que yo sepa, Las islas de los pinos es la primera novela de Marion Poschmann publicada en España, y esperemos que no sea la última, ya que uno puede estarse atrapado durante un buen rato en ella, sin pasar de página, abrumado por la belleza de sus párrafos (incluso una sola frase vale por más de mil imágenes: “el viento, al mezclar y separar los colores de los árboles, los volvía fugaces e indeterminados”), por su hondura, por su poder de sugestión, por su consistencia. Las islas de los pinos, en fin, todavía tiene una última dimensión que la moldea y enriquece, la dimensión filosófica. Gilbert es de natural obsesivo, pero también inquisitivo, su viaje puede de hecho considerarse una investigación sobre su propio ser y sentir, al amparo de un verso de Bashō: “Si quieres saber algo de los pinos, acércate a ellos”.


 

“El bosque susurraba y gimoteaba y Yosa se acercó un poco más a Gilbert. Temblando aguardaba a los espíritus. Todo suicida, rompió de pronto a hablar, se convierte de inmediato en un espíritu vengativo y se pone a la búsqueda de seres vivos para llevárselos consigo hacia la muerte. [...] Sus voces se escuchaban por doquier, sus lamentos sonaban como las hojas secas del otoño y no cesaban de dirigirse a él. Gilbert asintió a su opinión. Así es como se comporta uno cuando está muerto, añadió maliciosamente. Una oscuridad absoluta y un parloteo incesante ”.

Marion Poschmann, Las islas de los pinos


sábado, 23 de marzo de 2019

El primer deseo

Treinta y dos años separan Dolor y gloria, último trabajo escrito y dirigido por Pedro Almodóvar, de aquel film La ley del deseo que irrumpió como un elefante en una cacharrería en el cine español de los ochenta, unos años durante los cuales el director manchengo ha conocido el dolor —cefaleas, migrañas, tinnitus, sordera, fotobobia— y la gloria. Tras el Oscar, el Globo de Oro, el César, el BAFTA y el Goya logrados con Todo sobre mi madre en 1999, Almodóvar se dedicó a sacar brillo a su ego porque sin él resulta muy difícil hacer obras que perduren. Si a Orson Welles su ego le sirvió para sobreponerse a los reveses con que hizo muchas de sus películas —Campanadas a medianoche, Fraude, Don Quijote, The Other Side of the Wind—, a Almodóvar su ego le ha servido, entre otras cosas, para sobreponerse a sus imperfecciones, mostrando al mundo sus heridas y cicatrices curadas con el tiempo. Los escenarios por los que discurre la trama de Dolor y gloria son perfectamente reconocibles, pero hasta ahora no habíamos conocido tanto detalle. La película cuenta una serie de breves reencuentros de Salvador Mallo, un director de cine en plena crisis, y que presenta síntomas de agotamiento físico, con algunos de los hombres que han marcado su vida. Un argumento que podría haber servido para una comedia pero que, no obstante, el director de Mujeres al borde de un ataque de nervios narra con sobriedad y cierta solemnidad. Ni un solo cambio de plano, ni la construcción de los encuadres, ni los movimientos de cámara, alteran ese tono. Ni la música del compositor Alberto Iglesias tiene una sobrecarga dramática. Lo mismo sucede con la interpretación de Antonio Banderas, cuyo dolor se manifiesta en el interior de su personaje. Más allá del excelente trabajo de Banderas, que logra hacer creíble su papel de hombre acabado, perseguido por su pasado, alienado por el dolor y la enfermedad, Dolor y gloria funciona como desesperanzada mirada sobre la realidad y el deseo, sobre “esa corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito”, en palabras de Pedro Salinas. En Dolor y gloria, Almodóvar se juega la vida en un empeño autoanalítico donde el deseo —el primer deseo, enconado en el corazón— es a la vez un instrumento de tortura y un vehículo de liberación. 



  
“Treinta y dos años me ha costado reconciliarme con esta película”.

Pedro Almodóvar, Dolor y gloria


jueves, 14 de marzo de 2019

Hermano mayor

El recuerdo se forma a base de acumulación. No se puede recordar a partir de la nada. Es por eso, que el protagonista de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, al final de la novela se dice para sí mismo: “Si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda. [...] Si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada, elijo la pena”. De igual parecer es el protagonista de Hermano (Brother, 2017; Alianza, 2019), segunda novela del escritor canadiense David Chariandy. Pero situémonos. Scarborough, Toronto. Principios de los años noventa. Dos hermanos de origen caribeño, Francis y Michael, que comparten la misma habitación y el mismo deseo apremiante de huir del suburbio donde han nacido, se ahogan en un presente frágil y temen un futuro imprevisible. Primero conocemos a Michael diez años después de la muerte de Francis, con 19 años. Michael tiene ahora 28 años y lucha contra toda clase de obstáculos para sobrevivir y salir adelante sin su hermano: “Francis era mi hermano mayor. Cualquier chico duro podía presumir de conocer su nombre, cualquier padre podía pronunciarlo a modo de advertencia. Pero, antes que nada, era aquel hombro desnudo y cálido, aquel cuerpo siempre a apenas un milímetro de distancia del mío. [...] Cuando cumplió los dieciocho, ya pasaba la mayor parte del tiempo lejos de mí y con chicos a los que yo estaba lejos de conocer bien. Parecía que tenían un idioma propio”. En Hermano, los fantasmas del pasado llegan para habitar el presente, suplir identidades y hacer tambalear los cimientos de la personalidad propia. En la novela de Chariandy, escrita a partir de recuerdos de su infancia, se entra con pudor —y también, por qué no decirlo, con cierto vouyerismo— para acabar rindiéndose ante una historia presidida por la inmigración y la pérdida. Entre medias, asistimos a la (de)formación de la identidad adolescente en un infierno suburbial en el que todo el mundo intenta ajustarse al papel que le ha caído en desgracia. Además de esta tragedia anunciada, Hermano trata sobre el tiempo en el sentido más cotidiano, es decir, versa en torno a cómo Michael lidia con la muerte de su hermano y aprende a convivir con sus propios monstruos y fantasmas.


 

“El recuerdo no tiene nada que ver con lo viejo y lo gris y lo que ha acabado hace mucho. [...] El recuerdo es el músculo que aguijonea el presente”.

David Chariandy, Hermano


martes, 5 de marzo de 2019

Entre lo humano y lo divino

Es difícil acercarse a un libro sin proyectar sobre él la sombra de todo lo que hemos leído, o sabido por otros, de su autor. Teniendo en cuenta esto, puedo decir que me ha sorprendido gratamente comprobar lo poco que sabía de Pedro Mairal, pese a haberme leído —más que leído, devorado—, sus novelas La uruguaya y Una noche con Sabrina Love, publicadas por Libros del Asteroide. Su nuevo libro, Maniobras de evasión (2015; Libros del Asteroide, 2019) reúne una selección exhaustiva —el mérito es todo de la escritora y periodista Leila Guerriero— de los mejores textos de Mairal, inéditos hasta ahora en España. El amor, la paternidad, la muerte, el sexo, la escritura —iba a escribir literatura, pero Mairal prefiere evitar esa palabra—, son solo algunos de los temas sobre los que el autor argentino reflexiona en estos artículos. A medio camino entre la “autobiografía involuntaria”, la crónica periodística y la anécdota literaria, y escrito con ese estilo canchero marca de la casa, los ensayos de Mairal nos muestran su versión más humana hasta la fecha. Y también más divina. La resurrección de estos textos, sepultados en blogs y revistas de toda índole, resulta la más interesante desde Jesucristo o El Cid. El artículo que abre el libro, Quiero escribir pero me sale espuma —el título hace un guiño a un verso de César Vallejo—, es glorioso, memorable, por lo que tiene de manifiesto personal o —y principalmente— reacción contra la literatura establecida y distante de los nuevos lenguajes y las nuevas formas de comunicación. Para Mairal la literatura implica un ejercicio de libertad, una ruptura de los moldes: “En plena crisis de fe literaria me piden que diga en qué creo. La verdad que tengo mucha fe en algunos autores de mi generación. En los libros que van a escribir o que escribieron. [...] Con respecto a mí, ¿en qué creo? Creo en seguir explorando. Creo en lo inesperado y en el silencio también y en la acumulación temporal”. Fruto de esa exploración, de esa acumulación, y también de ese silencio de “la novela que no estoy escribiendo”, son estas Maniobras de evasión en las que Mairal, con el humor como virus latente, se muestra desnudo, torturado, explorador, expansivo, íntimo y cercano. Lo en verdad fascinante es su destreza para conmover aireando sus debilidades y contradicciones como escritor, como padre, como marido. Pero que nadie piense que estamos ante un Mairal menor, al contrario: Maniobras de evasión es una inesperada vuelta de tuerca al concepto de "memorias literarias". Una exhalación de libertad que no se guarda nada dentro.



  
“Las cosas, cuando terminan, parecen ordenarse, encontrar su destino. Entonces empieza la distancia, se empieza a ver el dibujo total, la perspectiva invisible en la que estábamos metidos. Yo creo en el destino sólo cuando miro hacia atrás. Cuando miro hacia delante creo (quiero creer) en la libertad. Los finales, buenos  o malos, tristes o felices, abiertos o cerrados, siempre perfeccionan, mejoran, dan un sentido a lo que parecía no tenerlo”.

Pedro Mairal, Maniobras de evasión