sábado, 23 de marzo de 2019

El primer deseo

Treinta y dos años separan Dolor y gloria, último trabajo escrito y dirigido por Pedro Almodóvar, de aquel film La ley del deseo que irrumpió como un elefante en una cacharrería en el cine español de los ochenta, unos años durante los cuales el director manchengo ha conocido el dolor —cefaleas, migrañas, tinnitus, sordera, fotobobia— y la gloria. Tras el Oscar, el Globo de Oro, el César, el BAFTA y el Goya logrados con Todo sobre mi madre en 1999, Almodóvar se dedicó a sacar brillo a su ego porque sin él resulta muy difícil hacer obras que perduren. Si a Orson Welles su ego le sirvió para sobreponerse a los reveses con que hizo muchas de sus películas —Campanadas a medianoche, Fraude, Don Quijote, The Other Side of the Wind—, a Almodóvar su ego le ha servido, entre otras cosas, para sobreponerse a sus imperfecciones, mostrando al mundo sus heridas y cicatrices curadas con el tiempo. Los escenarios por los que discurre la trama de Dolor y gloria son perfectamente reconocibles, pero hasta ahora no habíamos conocido tanto detalle. La película cuenta una serie de breves reencuentros de Salvador Mallo, un director de cine en plena crisis, y que presenta síntomas de agotamiento físico, con algunos de los hombres que han marcado su vida. Un argumento que podría haber servido para una comedia pero que, no obstante, el director de Mujeres al borde de un ataque de nervios narra con sobriedad y cierta solemnidad. Ni un solo cambio de plano, ni la construcción de los encuadres, ni los movimientos de cámara, alteran ese tono. Ni la música del compositor Alberto Iglesias tiene una sobrecarga dramática. Lo mismo sucede con la interpretación de Antonio Banderas, cuyo dolor se manifiesta en el interior de su personaje. Más allá del excelente trabajo de Banderas, que logra hacer creíble su papel de hombre acabado, perseguido por su pasado, alienado por el dolor y la enfermedad, Dolor y gloria funciona como desesperanzada mirada sobre la realidad y el deseo, sobre “esa corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito”, en palabras de Pedro Salinas. En Dolor y gloria, Almodóvar se juega la vida en un empeño autoanalítico donde el deseo —el primer deseo, enconado en el corazón— es a la vez un instrumento de tortura y un vehículo de liberación. 



  
“Treinta y dos años me ha costado reconciliarme con esta película”.

Pedro Almodóvar, Dolor y gloria