Treinta y dos años separan Dolor y gloria, último trabajo escrito y dirigido por Pedro Almodóvar, de aquel film La
ley del deseo que irrumpió como un elefante en una cacharrería en el cine español de los ochenta,
unos años durante los cuales el director manchengo ha conocido el dolor —cefaleas,
migrañas, tinnitus, sordera, fotobobia— y la gloria. Tras el Oscar, el Globo de Oro, el César, el BAFTA y el Goya logrados con Todo
sobre mi madre en 1999, Almodóvar se
dedicó a sacar brillo a su ego porque sin él resulta muy difícil hacer obras
que perduren. Si a Orson Welles su ego le sirvió para sobreponerse a los
reveses con que hizo muchas de sus películas —Campanadas a medianoche,
Fraude, Don Quijote, The Other Side of the Wind—, a Almodóvar su ego le ha servido, entre otras cosas, para sobreponerse a
sus imperfecciones, mostrando al mundo sus heridas y cicatrices curadas con el
tiempo. Los escenarios por los que discurre la trama de Dolor y gloria son perfectamente reconocibles, pero hasta
ahora no habíamos conocido tanto detalle. La película cuenta una serie de breves reencuentros
de Salvador Mallo, un director de cine en plena crisis, y que presenta síntomas
de agotamiento físico, con algunos de los hombres que han marcado su vida. Un
argumento que podría haber servido para una comedia pero que, no obstante, el
director de Mujeres al borde de un ataque de nervios narra con sobriedad y cierta solemnidad. Ni
un solo cambio de plano, ni la construcción de los encuadres, ni los
movimientos de cámara, alteran ese tono. Ni la música del compositor Alberto
Iglesias tiene una sobrecarga dramática. Lo mismo sucede con la interpretación
de Antonio Banderas, cuyo dolor se manifiesta en el interior de su personaje. Más
allá del excelente trabajo de Banderas, que logra hacer creíble su papel de
hombre acabado, perseguido por su pasado, alienado por el dolor y la enfermedad, Dolor y
gloria funciona como
desesperanzada mirada sobre la realidad y el deseo, sobre “esa corporeidad
mortal y rosa donde el amor inventa su infinito”, en palabras de Pedro Salinas.
En Dolor y gloria, Almodóvar
se juega la vida en un empeño autoanalítico donde el deseo —el primer deseo,
enconado en el corazón— es a la vez un instrumento de tortura y un vehículo de
liberación.
“Treinta y dos años me ha costado reconciliarme con
esta película”.
Pedro Almodóvar, Dolor y gloria