jueves, 28 de febrero de 2019

Érase una vez una guerra

Con la trilogía sobre la Gran Guerra, compuesta por Regeneración (Regeneration, 1991; Galaxia Gutenberg, 2014), El ojo en la puerta (The Eye in the Door, 1993; Galaxia Gutenberg, 2015) y El camino fantasma (The Ghost Road, 1995; Galaxia Gutenberg, 2019), la escritora inglesa Pat Barker logró el momento más brillante —refrendado por el Booker  Prize concedido a El camino fantasma— de una trayectoria que ha ido siempre en crescendo, aunque dado el fulgor inabarcable de esta trilogía sobre el horror de la guerra y las secuelas físicas y mentales de los excombatientes británicos, la obra de Barker fue durante algunos años, durante algunos novelas, en descenso, hasta la publicación de la excelente La doble mirada (Double Vision, 2003; Salamandra, 2007), sobre un reportero de guerra que se toma un periodo de descanso para escribir un libro sobre cómo los medios de comunicación trasladan la violencia a la audiencia. Contrariamente a lo que pueda parecer, El camino fantasma no es una mera denuncia de la Primera Guerra Mundial, a la que el escritor y activista italiano Filippo Marinetti vio como la “única higiene del mundo”, sino que va más allá, hasta el extremo de mostrar que lo más terrible de cualquier contienda no reside tanto en los millones de muertos como, sobre todo, en las consecuencias de la guerra en las emociones y la salud mental de los soldados. El shock de las trincheras, la fatiga de batalla, la neurosis de combate, o como quiera que se llame, no es nada nuevo —ya en el siglo  IV a. de C. Hipócrates habló en sus Corpus hippocraticum de las pesadillas de los soldados supervivientes—, pero sí lo son la tensión prolongada, la inmovilidad y la impotencia: “[Billy Prior] habría dicho que la guerra no podía sorprenderlo, que en algún lugar de Somme había extraviado su capacidad de sorprenderse, pero los días siguientes se convirtieron en una sucesión constante de sorpresas. No tenían nada que hacer. No eran responsables de nadie. La guerra se había olvidado de ellos”. En El camino fantasma importa más la atmósfera que el argumento, es más relevante el zumbido de las moscas en un caluroso día de agosto en el campo de batalla de Somme que la guerra misma. La trama de la novela —donde se habla abiertamente de promiscuidad y homosexualidad— transpira a través de las vicisitudes de un pequeño grupo de soldados que van y vienen del frente —entre ellos los poetas y amantes Siegfried Sassoon y Wilfred Owen, éste último muerto justo una semana antes de que acabara la guerra—, convertidos en observadores y oradores del campo de batalla, donde el horror traspasa todas la líneas. Una novela épica e íntima de forma memorable.


  

“Hemos marchado todo el día a través de una devastación total. Caballos muertos, hombres sin enterrar, tufo a descomposición. A veces miras todo esto, cráteres, barro fétido, agua estancada, árboles como gigantescas cerillas quemadas, y piensas que es imposible que la tierra se recupere. Está envenenada. El veneno ha ido calando desde los hombres putrefactos, los caballos muertos, el gas. Se recuperará, por supuesto. Dentro de cincuenta años, un campesino se topará con cráneos mientras ara estos campos”.

Pat Barker, El camino fantasma


sábado, 23 de febrero de 2019

Adiós a la inocencia

En novelas a menudo olvidadas —o descatalogadas, que para el caso es lo mismo— se hallan los secretos, las grandes revelaciones, las verdades ignoradas, que nos dejaron en herencia los clásicos. Y una de esas novelas es, sin duda, El gran cuaderno (Le grand cahier, 1986), la obra maestra de la escritora húngara Agota Kristof, quien con su debut narrativo logró crear un relato áspero, duro, de belleza huidiza, a la manera de Albert Camus. La cita del gran escritor francés, autor de El extranjero y La peste, no es en absoluto gratuita. Al igual que las mejores obras de Camus, El gran cuaderno —primer título con el que la autora  inició la trilogía Claus y Lucas, reeditada felizmente por Libros del Asteroide— es una narración monstruosamente fría, carente de épica, acorde con la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. Estamos en un país europeo sin nombre —¿Hungría?— totalmente separado del resto del mundo. Dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, que son quienes narran y protagonizan esta historia de soledad y abandono, viven con su abuela, una anciana vulgar y analfabeta, a la que todos llaman la Bruja, porque se rumorea que envenenó a su marido. La catástrofe moral de la guerra sirve para afianzar la relación entre los hermanos, para sujetarse emocionalmente entre ellos y para acabar creando una especie de dependencia vital que les permite llevar a cabo cualquier fechoría —mienten, intimidan, matan— bajo el amparo de su ingenuidad. En El gran cuaderno, como en las dos siguientes novelas de la trilogía, La prueba y La tercera mentira, somos testigos de la destrucción de la inocencia y todo el proceso está expuesto de forma clínica: “Cada vez estamos más sucios, y nuestra ropa también. Vamos sacando ropa limpia de nuestras maletas de debajo del banco, pero pronto ya no nos queda ropa limpia. La que llevamos se va rompiendo, los zapatos se nos gastan y se agujerean. Cuando es posible, vamos descalzos y no llevamos más que un calzoncillo o un pantalón. La planta de los pies se nos endurece, ya no notamos las espinas ni las piedras. Nos ponemos morenos, tenemos las piernas y los brazos cubiertos de arañazos, de cortes, de costras, de picaduras de insecto. Las uñas, que no nos cortamos nunca, se nos rompen; el pelo, casi blanco a causa del sol, nos llega hasta los hombros. La letrina está al fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos con las hojas más grandes de determinadas plantas. Ahora tenemos un olor mezcla de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería, tierra, sudor, orina y moho. Apestamos como la abuela”. En El gran cuaderno todo apesta, pero sin que nada huela a podrido, o impostado, sino que la narración avanza con una cadencia precisa, exenta de toda ambigüedad. Hay que agradecer a Libros del Asteroide la oportunidad que brinda al lector actual de conocer la obra de Kristof sin la cual ninguna biblioteca puede considerarse completa. No obstante, el acontecimiento que supuso para la literatura la publicación en 1986 de El gran cuaderno corre el riesgo, hoy en día, de ser infravalorado, minimizado y, definitivamente, olvidado. Tal vez porque en estos tiempos de banalidad no resulta fácil asimilar novelas como El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, las cuales exhiben con fuerza un absoluto desprecio hacia cualquier artificio, hacia cualquier ostentación y vanidad. No en vano, la obra de Kristof tiene como única aspiración desentrañar el sustrato pavoroso y atroz de la existencia.




“La abuela nos dice: ¡Hijos de perra! La gente nos dice: ¡Hijos de Bruja! ¡Hijos de puta! Otros nos dicen: ¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales! [...] A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa”.

Agota Kristof, Claus y Lucas


lunes, 18 de febrero de 2019

Dos en la carretera

Decía el filósofo francés Michel Onfray, en Teoría del viaje, que viajar con otro “permite una amistad construida, fabricada día tras día, pieza por pieza. A nuestro Occidente cristianizado no le gusta la amistad, rápidamente devenida una virtud sospechosa por antinómica con la religión social, familiar y comunitaria. [...] Ser dos dispensa de los avatares de ser uno y de los inconvenientes de ser más”. Es siguiendo esta sentencia que Los caminos del mundo (L'usage du monde, 1963; Península, 2019) de Nicolas Bouvier cobra su legitimidad como un clásico de la carretera —a la altura de En el camino de Jack Kerouac, que también él podría haber firmado— desde la perspectiva de la libertad juvenil. En 1953, con 24 años, Nicolas Bouvier se dirigió en un Fiat 500, conocido popularmente como Fiat Topolino, desde la antigua Yugoslavia hasta Afganistán acompañado por el dibujante Thierry Vernet, quien también escribiría sobre el mismo viaje en Peindre, écrire chemin faisant (inédito en España). A lo largo de diecisiete meses, y con escasos recursos económicos, ambos se embarcaron en un viaje sin precedentes y sin saber bien con qué se iban a encontrar. Los caminos del mundo, se abre con una cita de Romeo y Julieta de Shakespeare (“Tengo que irme y vivir, o quedarme y morir”), que no difiere en lo esencial de la cita de Walt Whitman que abre En el camino: “Camarada, ¿vendrás a viajar conmigo? ¿Seguiremos juntos mientras la vida nos dure?”. Al igual que los protagonistas de En el camino, Sal Paradise y Dean Moriarty, locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, Bouvier y Vernet estaban llenos de entusiasmo, deseosos de vivir una experiencia realmente transformadora en un mundo nuevo, surgido como corolario inexorable de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. “Holgazanear en un mundo nuevo es la más absorbente de todas las ocupaciones”, escribe Bouvier en las primeras páginas del libro. Y eso es lo que hacen él y Vernet, holgazanear por el atlas de la vieja Europa mientras recurren a trabajos temporales para sacar dinero para costear su viaje por carretera. Harían bien los turistas actuales que viajan a Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Serbia, Grecia, Turquía, Irán y Afganistán en olvidarse de playas, terrazas y hoteles y contratar un tour guiado por la certera mirada de Bouvier. Si la literatura tiene la tarea ineludible de hundir el hacha en el mar helado que llevamos dentro, Los caminos del mundo, a caballo entre el viaje exterior y la aventura interior, merece figurar por derecho propio entre las obras mayores de la literatura en cualquier lengua.



  
“No hay palabra para nombrar aquello que te empuja. Es algo que crece en ti y que va soltando amarras, hasta que llega un día en el que, aunque no te sientas demasiado seguro, te vas de verdad. Un viaje no necesita motivos. Pronto demuestra que tiene sentido por sí mismo. Tú piensas que vas a hacer un viaje, pero muy pronto es el viaje quien te hace a ti. O quien te deshace”.

Nicolas Bouvier, Los caminos del mundo


jueves, 7 de febrero de 2019

Déjame arder

Una vez leí en algún lado que el matrimonio es como un laberinto con muchas salidas pero con una sola llegada. No sé si lo leí en una novela de Graham Greene o de Evelyn Waugh, o es un invento mío. Lo que sí es seguro, porque lo tengo apuntado en un cuaderno y lo he recordado leyendo la novela de Jamie Quatro, es que en El fin del romance Greene escribió: “Cuando uno es feliz, puede soportar cualquier disciplina; la desdicha, es lo que altera los métodos de trabajo”. El sermón del fuego (Fire  Sermon, 2018; Libros del Asteroide, 2019), que así se llama la novela de Quatro, es la confirmación de esa desdicha que suele aparecer en una pareja a partir de los tres años de convivencia, si hemos de creer, como sostiene el escritor francés Frédéric Beigbeder, que el amor dura tres años. Maggie y Thomas son un matrimonio que llevan una existencia pacífica y aburrida hasta que en la vida de Maggie aparece James, cuarenta y cinco años los dos, nacidos el mismo año, con el que mantiene una relación epistolar —si es que se puede llamar así a la comunicación por correo electrónico— que desembocará en un romance intermitente marcado por la traición, el deseo y la fe, como no podía ser de otra manera dada la confusión en que se encuentra la protagonista que va haciéndose preguntas sobre la moralidad, la lealtad y la verdadera voluntad de Dios: “¿Y si se nos impuso la institución del matrimonio como deliberado caldo de cultivo para el deseo ilícito? ¿Y si Dios, en su Divina sabiduría —infinita, inescrutable— ordenó el matrimonio no fundamentalmente para la reproducción de la especie, no para asegurar la estabilidad cultural y económica de las sociedades en que prosperó, sino para ponernos en una situación en que se desarrollara el deseo erótico? [...] ¿Y si Tú me arrancas Oh Señor no es la oración adecuada? ¿Y si la oración adecuada es Déjame arder, pero camina a mi lado entre las llamas?”. Maggie utiliza la religión como una forma de alimentar su propio deseo: “Reconozco que salvo que algo esté prohibido no puedo desearlo con ningún grado de intensidad”. Tras obras como Departamento de especulaciones (Dept. of Speculation, 2014; Libros del Asteroide, 2016) de Jenny Offill y Maternidad (Motherhood, 2018; Lumen, 2019) de Sheila Heti, El sermón del fuego pone en tela de juicio los falsos mitos sobre el matrimonio y la familia que llevan invariablemente a la decepción, la insatisfacción y la ruptura. Luis Buñuel dijo en una ocasión que hacía cine para “mostrar que éste no era el mejor de los mundos posibles”. Y eso mismo hace Jamie Quatro con el sacramento que une indisolublemente a un hombre y una mujer. Pero además, y éste es el mejor elogio que se le puede hacer a El sermón del fuego, su autora logra enseñarnos algo más sencillo: que el corazón desea lo que desea. Quiénes somos nosotros para  inmiscuirnos en sus deseos.




 “Reconozco que aborrezco a Dios por crear el universo en una situación tan desesperada, sabiendo que se metería en un lío, creándolo de todos modos”.    

Jamie Quatro, El sermón del fuego


sábado, 2 de febrero de 2019

El inventor de la provincia

Releo estos días, por citar sólo un libro de los muchos que tengo acumulados en la mesilla de noche, La señora Bovary (Madame Bovary, 1857; Alba, 2012) de Gustave Flaubert, en la versión realizada por María Teresa Gallego Urrutia, que se distingue por haber realizado una hazaña extraordinaria, traducir el tratamiento, es decir, emplear el término “señora” en vez de dejar “madame” como han hecho hasta ahora la mayoría de los traductores que han vertido al castellano la obra maestra del escritor francés. Ayer pesqué esto: “¡Tengo una religión, mi religión, y tengo incluso más que todos esos, con sus farsas y sus charlatanerías! ¡Adoro a Dios, antes bien! ¡Creo en el Ser Supremo, en un Creador, fuere quien fuere, poco me importa, que nos puso en este mundo [...] pero ¡no necesito ir a una iglesia, ni besar una fuente de plata, ni engordar con mi dinero a un montón de cuentistas que comen mucho mejor que nosotros! Porque podemos honrarlo igual en un bosque, en un campo, o incluso contemplando la bóveda etérea, como hacían los antiguos. ¡Mi Dios es el Dios de Sócrates, el de Franklin, el de Voltaire y el de Béranger”. Son palabras del boticario Homais, anticlerical y progresista, que Flaubert hace suyas. Para el autor de La educación sentimental, el artista vive en algún lugar por encima del universo moral. Por eso Emma Bovary, burguesa de provincias, prefiere morir antes que verse privada de todo aquello que no puede experimentar plenamente. Emma es un mujer que ha crecido leyendo novelas y todo tipo de historias románticas que han influido de una manera inopinada en su vida. Según Harold Bloom: “Emma tiene la grandeza de su vitalidad y la intensidad heroica de su sexualidad y esa eminencia la convierte en una rareza”. Flaubert se encontraba tan a gusto con su heroína que dicen que dijo:  “Madame Bovary, c'est moi” (Madame Bovary soy yo). ¿Lo fue alguna vez? No lo sé. Pero lo cierto es que Madame Bovary es el espejo en el que Flaubert desea mirarse, porque prefiere las vidas llenas —pongan ustedes lo que quieran dentro— a las vidas previsibles. El éxito de La señora Bovary se debe en parte a Emma y en parte a esa fabulosa recreación del mundo de provincia. Al igual que escribió Salambó “sólo para dar una idea del amarillo”, Flaubert escribió La señora Bovary para dar una idea de la provincia, sin avances palpables, sin libertades reales. La provincia como síntoma de rigidez, entumecimiento, parálisis. Como escribió Francisco Umbral, en ¿Y cómo eran las ligas de Mademe Bovary?: “Flaubert queda, para mi gusto, como el inventor de la provincia. Frente a los creadores febriles que sólo recogen el ritmo tremante de París, a Flaubert le bastó, genialmente, la provincia. [...] Los libros sobre la provincia siempre salen más completos, más cerrados, más cuadrados, más circulares”.




 “¡Todo mentía! Tras todas las sonrisas había un bostezo de hastío: en todas las alegrías, una maldición; en todos los placeres, el correspondiente asco; y los besos mejores dejaban en los labios un deseo irrealizable de una voluptuosidad más elevada”.    

Gustave Flaubert, La señora Bovary