sábado, 23 de febrero de 2019

Adiós a la inocencia

En novelas a menudo olvidadas —o descatalogadas, que para el caso es lo mismo— se hallan los secretos, las grandes revelaciones, las verdades ignoradas, que nos dejaron en herencia los clásicos. Y una de esas novelas es, sin duda, El gran cuaderno (Le grand cahier, 1986), la obra maestra de la escritora húngara Agota Kristof, quien con su debut narrativo logró crear un relato áspero, duro, de belleza huidiza, a la manera de Albert Camus. La cita del gran escritor francés, autor de El extranjero y La peste, no es en absoluto gratuita. Al igual que las mejores obras de Camus, El gran cuaderno —primer título con el que la autora  inició la trilogía Claus y Lucas, reeditada felizmente por Libros del Asteroide— es una narración monstruosamente fría, carente de épica, acorde con la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. Estamos en un país europeo sin nombre —¿Hungría?— totalmente separado del resto del mundo. Dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, que son quienes narran y protagonizan esta historia de soledad y abandono, viven con su abuela, una anciana vulgar y analfabeta, a la que todos llaman la Bruja, porque se rumorea que envenenó a su marido. La catástrofe moral de la guerra sirve para afianzar la relación entre los hermanos, para sujetarse emocionalmente entre ellos y para acabar creando una especie de dependencia vital que les permite llevar a cabo cualquier fechoría —mienten, intimidan, matan— bajo el amparo de su ingenuidad. En El gran cuaderno, como en las dos siguientes novelas de la trilogía, La prueba y La tercera mentira, somos testigos de la destrucción de la inocencia y todo el proceso está expuesto de forma clínica: “Cada vez estamos más sucios, y nuestra ropa también. Vamos sacando ropa limpia de nuestras maletas de debajo del banco, pero pronto ya no nos queda ropa limpia. La que llevamos se va rompiendo, los zapatos se nos gastan y se agujerean. Cuando es posible, vamos descalzos y no llevamos más que un calzoncillo o un pantalón. La planta de los pies se nos endurece, ya no notamos las espinas ni las piedras. Nos ponemos morenos, tenemos las piernas y los brazos cubiertos de arañazos, de cortes, de costras, de picaduras de insecto. Las uñas, que no nos cortamos nunca, se nos rompen; el pelo, casi blanco a causa del sol, nos llega hasta los hombros. La letrina está al fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos con las hojas más grandes de determinadas plantas. Ahora tenemos un olor mezcla de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería, tierra, sudor, orina y moho. Apestamos como la abuela”. En El gran cuaderno todo apesta, pero sin que nada huela a podrido, o impostado, sino que la narración avanza con una cadencia precisa, exenta de toda ambigüedad. Hay que agradecer a Libros del Asteroide la oportunidad que brinda al lector actual de conocer la obra de Kristof sin la cual ninguna biblioteca puede considerarse completa. No obstante, el acontecimiento que supuso para la literatura la publicación en 1986 de El gran cuaderno corre el riesgo, hoy en día, de ser infravalorado, minimizado y, definitivamente, olvidado. Tal vez porque en estos tiempos de banalidad no resulta fácil asimilar novelas como El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, las cuales exhiben con fuerza un absoluto desprecio hacia cualquier artificio, hacia cualquier ostentación y vanidad. No en vano, la obra de Kristof tiene como única aspiración desentrañar el sustrato pavoroso y atroz de la existencia.




“La abuela nos dice: ¡Hijos de perra! La gente nos dice: ¡Hijos de Bruja! ¡Hijos de puta! Otros nos dicen: ¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales! [...] A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa”.

Agota Kristof, Claus y Lucas