jueves, 28 de junio de 2018

El río de la vida

Supongo que a estas alturas todo el mundo sabe que la película El río (1951) de Jean Renoir está basada en la maravillosa novela de Rumer Godden del mismo título (The River, 1946), publicada recientemente por la editorial Acantilado, en traducción de Javier Fernández de Castro que viene a sustituir a la anterior —la única que existía hasta la fecha, reeditada en numerosas ocasiones— realizada por el poeta León Felipe en 1952. Hay que decir que el trabajo desarrollado por el cineasta francés no sólo no desmiente este origen sino que lo refuerza: la película fluye como un largo río tranquilo en medio de una sinfonía colorista de animales y plantas, de olores y fragancias intensificadas por el sol de la India. De todas la películas realizadas por Renoir —hijo del pintor impresionista Auguste Renoir—, El río es la que mejor ha conseguido articular y exponer la poética renoirniana y la que depende más de ella. Y lo mismo se puede decir de la novela de Godden, otrora autora de Narciso negro (Black Narcissus, 1939) —también llevada a la pantalla grande en 1947 por el director británico Michael Powell—, que quiso consignar en ese libro todos los sonidos de la vida en Narayanganj, ciudad india donde se crió junto a sus tres hermanas, y que abandonó en 1945, nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. El río está construida con tanto sentido de la belleza, con tanto ánimo edificante y, a la vez, con tanta conmoción por el tiempo perdido, que diría Proust, que sería injusto considerar una por una sus estampas indias cuya fluida conjunción consigue esa simplicidad que la caracteriza. Impregnada de información autobiográfica, esta novela es la quintaesencia de la novela de formación o de aprendizaje. Articulada en torno a la figura de Harriet, una niña a la que le cuesta contemplar con buenos ojos la idea de hacerse mayor, el relato se propone como una de las mayores metáforas sobre el paso del tiempo y la llegada del dolor y la muerte: “Harriet intentó recordar los nombres de las estrellas y cayó en la cuenta de que había cosas, como las estrellas, los árboles y las rocas, que duraban más que las personas: las montañas, las islas y la arena; e incluso las cosas que las personas creaban: las canciones, los cuadros, las porcelanas preciosas y los poemas”. El río es una lección de literatura, una novela de texturas de una gran riqueza en la que la sencillez se erige como una apuesta estética de tesitura moral, pero también una obra tan bien escrita que permite, con el paso del tiempo, olvidar su virtuosismo intimista y retener de ella lo esencial, o recurriendo a Paul Valéry en una reflexión sobre el bagaje de la experiencia personal: “No he retenido ni lo mejor ni lo peor de las cosas: queda lo que ha podido quedar”. Una oportuna reedición que le otorga toda la importancia a una novela que no ha perdido frescura y trascendencia.




 “Las cosas que nos ocurren nos obligan a reinventarnos continuamente, con cada episodio. [...] Cada nueva experiencia, tal vez incluso cada persona a la que conocemos, si es importante para nosotros, nos obliga a renacer o a morir un poco; hay muertes grandes y pequeñas, y nacimientos grandes y pequeños”.

Rumer Godden, El río


sábado, 23 de junio de 2018

Un pliegue en el tiempo

Exteriorizar los sentimientos puede ser una dificultad casi insalvable para quien no ha practicado ni ha visto practicar esta variedad emocional. Ése es el caso del protagonista de Stop-Time (Stop-Time, 1967; Libros del Asteroide, 2018), de Frank Conroy, quien convirtió en novela su propia vida, marcada por la ausencia del padre —falleció de cáncer cuando tenía doce años— y por una infancia conflictiva y difícil. Nacido en 1936 en Nueva York, Conroy se crió con su madre, Dagmar, inmigrante danesa, y su padrastro, Jean Fouchet. Desde los nueve hasta los once años estuvo interno en un colegio para alumnos de primaria de Pensilvania donde experimentó por primera vez la “extraña sensación volátil de no saber qué iba a suceder en el momento siguiente”. La vida con Dagmar y Jean no fue mejor, al contrario: “Lentamente fui pasando al estadio de tener problemas, una nota sostenida de tensión que iba a crecer continuamente hasta que ya no entendí nada más de mí mismo, hasta que estar vivo se convirtió en sinónimo del hecho de tener problemas”. Estas líneas podrían haber emanado de Holden Caulfield, insigne protagonista —y niño perdido, confundido, falto de amor— de El guardián entre el centeno. Si hay un tema que vertebra la literatura norteamericana ése es, sin duda, el de la pérdida de la inocencia. Tanto da que la trama gire entorno a la amistad de un muchacho blanco y un esclavo negro (Las aventuras de Huckleberry Finn), un grumete testigo silencioso de una tragedia marítima (Moby Dick), un chico judío incapaz de disfrutar de sus relaciones sexuales (El lamento de Portnoy) o un adolescente que descubre que no existe ninguna verdad trascendente oculta tras las sombras (El guardián entre el centeno). Todos los comentarios sobre Stop-Time, en el curso de estos últimos cincuenta años, han barajado con tino la referencia a J.D. Salinger. Es evidente que tanto en el tono como en el tema, en los personajes como en los diálogos (véase el capítulo titulado Resistir), hay reminiscencias del debut como novelista del “recluso literario”, como lo llamó The New York Times en su obituario. Pero lo cierto es que en su retrato del artista adolescente en busca de su identidad, Stop-Time está más próxima a Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote —con ecos de William Faulkner, pero no alejado también de esa línea que de Faulkner lleva a Arkadiy Dolgoruki, el narrador-protagonista de El adolescente de Fiódor Dostoievski—, que a El guardián entre el centeno. Stop-Time tiene muchas más dimensiones de las que podamos ver a primera vista. La ansiedad de sentirse vivo en todo momento estalla en cada página: “Cualquier cosa que le ocurriera a mi cuerpo era un motivo de satisfacción. Durante semanas enteras, hasta que se murió, estuve siguiendo la pista de un gusano que se me había metido bajo la piel del pie”. Stop-Time es un libro único, atemporal, como un pliegue en el tiempo, que nos permite acceder a otros mundos, a algunos de los cuales —como ese tiempo detenido narrado por Conroy— sería imposible llegar de otra manera. Dicho esto, ¿se le puede tener más ganas a un libro? No. Créanme. Puede que no repitan la experiencia.




 “Los niños sólo recuerdan el momento en que están esperando algo. En cuanto los hechos empiezan a ocurrir, se pierden en el movimiento mismo, como bailarines hipnotizados”.

Frank Conroy, Stop-Time


miércoles, 20 de junio de 2018

La mujer que estuvo allí

Sin la menor publicidad, casi a escondidas, se acaba de publicar un libro que a mi juicio merece una atención muy superior a la mayoría de las novedades que se publican en nuestro país. Lleva por título El quinteto de Nagasaki (Le Poids des secrets, 1999-2004; Lumen, 2018) de Aki Shimazaki. Se trata de una pentalogía que se inició en 1999 con de Tsubaki (Camelia), pero no alcanzó renombre hasta la publicación del quinto volumen, Hotaru (Luciérnaga), el título con el que la escritora japonesa se destapó definitivamente en Canadá —donde reside desde 1981— y se embolsó el Premio Gouverneur-Général en 2005. El quinteto de Nagasaki compone un único universo narrativo, con un mismo conjunto de personajes de tres generaciones diferentes —abuelas, madres e hijos—, y en un espacio común, la ciudad de Nagasaki, antes y después de la explosión de la bomba atómica, el 9 de agosto de 1945. Fue el segundo ataque nuclear de la historia. El primero con una bomba de plutonio. Las cuatro primeras novelas de la pentalogía cuentan la misma historia desde cuatro puntos de vista distintos, mientras que la quinta se sitúa muchos años después y ofrece en cierto modo la conclusión de la trama. Este juego de perspectivas no es lo único llamativo de la pentalogía. En El quinteto de Nagasaki, compuesta, además de las mencionadas, por Hamaguri (Almeja), Tsubame (Golondrina), y Wasurenagusa (Nomeolvides), Shimazaki hace gala de un estilo sencillo, sobrio y delicado, lo que no quita para que sus frases brillen como katanas en la oscuridad. Narrada sin un orden cronológico, similar al fluir de la memoria, con saltos constantes en el tiempo en ambas direcciones —y con paradas en la guerra ruso-japonesa, el ataque de Pearl Harbor, la batalla de Manchuria, la ocupación japonesa de Corea y el gran terremoto de Kantō—, El quinteto de Nagasaki pone el foco principalmente en lo sucedido durante el verano de 1945, sumergiendo al lector en una especie de pesadilla abierta que esconde una terrible crueldad que cambiará la vida de aquellos que se creían a salvo. La terrible crueldad no es la guerra ni la bomba atómica, sino la revelación de un secreto familiar: la mañana del 9 de agosto de 1945, antes de que la bomba atómica devastara Nagasaki, Yukiko Horibe mató a su padre. Pero no es el único secreto que guarda Yukiko, y que decide compartir con su hija Namiko cincuenta años después. Sería una lástima que un libro como El quinteto de Nagasaki —al igual que sucedió con su libro anterior, Hôzuki, la librería de Mitsuko (Hôzuki, 2015; Nórdica, 2017)— pudiese pasar desapercibido en las librerías por culpa de la escasa publicidad que ha acompañado a su publicación. Resultaría más lamentable que su tema, el fondo histórico que le sirve de marco argumental —la Segunda Guerra Mundial—, despierte el desinterés del lector a fuerza de haber sido explotado por la literatura en numerosas ocasiones. Lo primero corroboraría, una vez más, el mercantilismo que se ha adueñado de la industria editorial, por el cual un libro vale tanto como se haya invertido en su promoción. Lo segundo sería una postura acomodaticia que esta magnífica obra de Shimazaki destruye por completo, poniendo en bandeja un retrato frío, bello y perturbador de la condición humana.




“¿Cómo se puede saber que la memoria desaparece? Se sabe que el cuerpo, incinerado o enterrado, se descompone, porque tiene una forma material. Pero la memoria, que no tiene forma, ¿cómo se puede saber que desaparecerá?”.

Aki Shimazaki, El quinteto de Nagasaki


jueves, 14 de junio de 2018

El paraíso en la otra esquina

“La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años”. No hace falta decir más. Han pasado 50 años desde la publicación de Paradiso (1968; Alianza editorial, 2018) de José Lezama Lima, un complejo y abigarrado universo narrativo sobre la vida cultural e intelectual de Cuba a través de la infancia y juventud de José Cemí, quien, tras la muerte de su padre, pasa de una situación de felicidad, vivida en un ambiente familiar donde lo invisible tiene “una pesada gravitación”, a otra de soledad y de dolor, cuya llegada es sentida por el protagonista como una expulsión del paraíso. Al final va a ser verdad que el paraíso está en la otra esquina. Aunque la primera edición de Paradiso se publicó en 1966 en La Habana por la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos —impresa con bastantes erratas, nada menos setecientas noventa y ocho—, no fue hasta la aparición de la edición mexicana, en Ediciones Era, revisada por el autor cubano y al cuidado de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis, que alcanzó su estatus de monumento literario a la espera de su Maurice Blanchot, como escribió Cortázar en su libro-collage La vuelta al día en ochenta mundos: “En diez días, interrumpiéndome para respirar y darle su leche a mi gato Teodoro W. Adorno, he leído Paradiso, cerrando (¿cerrando?) el itinerario que hace muchos años iniciara con la lectura de algunos de sus capítulos caídos en la revista Orígenes como otros tantos objetos de Tlön o de Uqbar. No soy un crítico: algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre a su larvario fabuloso. [...] Lo esencial del libro no depende para nada de que sea o no sea una novela como la que podría esperarse; mi propia lectura de Paradiso, como de todo lo que conozco de Lezama, partió de no esperar algo determinado, de no exigir novela, y entonces la adhesión a su contenido se fue dando sin tensiones inútiles, sin esa protesta petulante que nace de abrir un armario para sacar la mermelada y encontrarse en cambio con tres chalecos de fantasía. A Lezama hay que leerlo con una entrega previa al fatum, así como subimos al avión sin preguntar por el color de los ojos o el estado del hígado del piloto”. En Paradiso, Lezama Lima exhibe un estilo frondoso y torrencial, e incluso, a decir de algunos, falocéntrico —seguramente la culpa de esto la tiene el célebre capítulo 8, dedicado a glosar la hipermasculinidad de un tal Farraluque: “Farraluque se encontraba en ese momento de la adolescencia, en el que al terminar la cópula, la erección permanece más allá de sus propios fines, convidando a veces a una masturbación frenética. [...] La configuración fálica de Farraluque [...] tenía un exagerado predominio de la longura sobre la raíz barbada”—, que, en ocasiones, convierte la complejidad en un atajo a la excelencia. Si hubo una novela que anunció por encima de cualquier otra que la literatura latinoamericana iba a marcar tendencia en los años sesenta y setenta del siglo pasado, esa fue sin duda Paradiso. Su perfección se convirtió en un listón demasiado alto a superar incluso para el propio autor, pues no volvió a escribir ninguna otra novela. Póstumamente apareció, en 1977, la inacabada Oppiano Licario, título tomado del nombre del personaje que inicia a José Cemí en el conocimiento de la poesía en Paradiso. Ambas escritas, según confesó Lezama Lima, “para aquellos que están en la obligación de escucharme”.




“Hay que morder al que está esperando que uno le muerda, como si anteriormente lo hubiera mordido una serpiente y ahora nuestra mordida lo pudiera salvar”.

José Lezama Lima, Paradiso


domingo, 10 de junio de 2018

Fotografiando el desorden amoroso

Desde que leí por primera vez Pura pasión (Passion simple, 1992; Tusquets, 1993) no he faltado a la cita con ninguno de los libros de Annie Ernaux (La vergüenza, El acontecimiento, El lugar, La ocupación, Los años, La otra hija, La mujer helada, Memoria de chica, No he salido de mi  noche). Tengo una amiga, N., que tampoco puede sustraerse al poderoso influjo de las palabras de esta escritora francesa. Y es que todo lo que escribe —acerca de su vida personal— parece surgir de un gran trance, como si estuviera en un monasterio budista en lo alto de una montaña lejana, aunque otras veces parece estar encerrada en una habitación de hotel disfrutando de los efectos de la liberación de oxitocinas y endorfinas producidas por el frenesí sexual. A esto último se entrega la autora y su amante —el fotógrafo Marc Marie, veintidós años menor que ella— en El uso de la foto (L’usage de la photo, 2005; Cabaret Voltaire, 2018), sin duda una de las cimas de la nueva literatura confesional, la que nace del dolor, y la novela —su decimocuarta— que convirtió a Ernaux en poco menos que la Anaïs Nin de nuestros días: “En la foto, sólo se ve de M., de pie, la parte del cuerpo comprendida entre el bajo de su jersey gris, de canalé grueso y trenzado, que cae a ras del vello púbico pelirrojo, y la mitad de los muslos de los que cuelga el calzoncillo, un bóxer negro con la marca Dim en grandes letras blancas. El sexo de perfil está erecto. La luz del flash alumbra las venas y hace brillar una gota de esperma en la punta del glande, como una perla. La sombra del sexo tieso se proyecta sobre los libros de la biblioteca que ocupa toda la parte derecha de la foto”. El uso de la foto está organizada en torno a esta fotografía —la única que no aparece recogida en el álbum al final del libro—, y las catorce instantáneas restantes: pilas de ropa diseminadas por el suelo, zapatos, objetos, naturalezas muertas que reflejan, al mismo tiempo que belleza amoroso, desolación. A. y M. son amantes que disfrutan del sexo, aman el placer, pero lo que les une es el dolor. A. tiene cáncer de pecho y lleva peluca para disimular la calvicie que le ha dejado la quimioterapia. M. acaba de romper con su mujer y tiene que vaciar el piso donde vivía su madre muerta. Por la mañana, después de sus noches de pasión, se dedican a fotografiar sus ropas en el mismo lugar donde habían caído para “conservar la representación material” de su desorden amoroso. En El uso de la foto, a Ernaux apenas le interesa dar una forma narrativa a su historia de amor; lo que ambiciona es dar con sensaciones y estados anímicos, bucear en los recuerdos, hasta hallar un equilibrio entre los momentos de felicidad y de miedo.




“Me doy cuenta de que me fascinan las fotos como me fascinan, desde pequeña, las manchas de sangre, de esperma, de orina, depositadas en las sábanas o en los viejos colchones tirados en las aceras, las manchas de vino o de comida incrustadas en la madera de los aparadores, las de café o de dedos grasientos en las cartas de antaño. Las manchas más materiales, orgánicas. Me doy cuenta de que espero lo mismo de la escritura. Me gustaría que las palabras fueran como manchas de las que uno no consigue desembarazarse”.

Annie Ernaux / Marc Marie, El uso de la foto


jueves, 7 de junio de 2018

La insurrección tiene premio

En El banquete de las barricadas (Le Déjeuner des barricades, 2017; Anagrama, 2018), Pauline Dreyfus consigue algo ciertamente difícil: que 192 páginas sobre la insurrección de estudiantes y obreros que tomaron las calles de París el 22 de mayo de 1968 exigiendo un cambio radical pasen como un suspiro. La idea de utilizar como bisagra el Mayo francés para realizar un glamouroso y crítico retrato coral de la intelectualidad gala, refugiada en el Hotel Meurice, uno de los establecimientos más lujosos de París, situado frente al jardín de las Tullerías, resulta un hallazgo que supera las expectativas que uno haya podido hacerse. Todo lo anterior no aclara —de hecho, casi sugiere lo contrario— que estamos ante una novela divertida. ¿Es lícito que una novela sobre el momento más importante de la historia de Francia pueda ser divertida? Pues lo cierto es que sí. Acaso porque, como escribió Karl Marx, “la historia se repite primero como tragedia y después como farsa”. Eso, al menos, es lo que piensa el director-que-ha-dejado-de-serlo del Meurice cuando es apartado del puesto que ocupa por sus trabajadores que han decidido llevar el hotel por su cuenta: “Aquel hombre, que tenía su cultura, sabía que a la redacción de los pliegos de quejas había sucedido la toma de la Bastilla y la guillotina y que, las más de las veces, la historia de un país no es sino una eterna repetición”. Si algo sorprendente y excepcional sucede con El banquete de las barricadas es que no importa lo lejos que quede el Mayo francés o que no hayamos oído hablar del premio Roger-Nimier —que se otorga desde 1963 en la segunda quincena del mes de mayo, y cuya quinta edición se celebra en el Meurice al comienzo de la novela—, basta con empezar a leer para quedar atrapado como en un remolino por el desguace de un periodo de impugnación propulsado por la juventud que alcanzó también al establishment literario. En El banquete de las barricadas, un joven Patrick Modiano, “casi recién salido de los internados donde se hiela uno de frío y se queda siempre con hambre, de esa infancia en la que ha tenido la sensación de que siempre querían deshacerse de él”, acude al Meurice a recoger el premio que le han otorgado por su primera novela, El lugar de la estrella. Pese al premio, el libro es una provocación, y algunos escritores, como Paul Morand, le afean la falta de empatía de determinados pasajes con la comunidad judía francesa: “¡Los judíos no poseen el monopolio del martirio! Había muchos auverneses, perigordinos, incluso bretones en Auschwitz y en Dachau. ¿Por qué nos machaca los oídos con la tragedia judía?”. Cualquier lector puede darse cuenta enseguida, apenas leídos los primeros capítulos, de que El lugar de la estrella es mucho más que una novela, es la primera barricada del Mayo francés. Y como todas las barricadas, cierra la calle pero abre el camino.




“Patrick Modiano no querría por nada del mundo perturbar el ambiente, aguar el contenido de las copas, empañar el entusiasmo que despliegan sus vecinos. [Pero] está convencido de que ese premio es fruto de un malentendido. Se da perfecta cuenta: los miembros del jurado han saludado en él a un casi niño que lo sabe todo sobre sus años mozos; tal vez han valorado por encima a su protagonista, cobarde, burlón, antisemita. Sus frases terminantes las han tenido muchas veces en la punta de la lengua. Ese rencor enfermizo lo han experimentado con frecuencia. Los protagonistas de su libro son ellos. El escritor se da cuenta de que con esa novela mordaz les ha tendido un espejo. ¿Seguro que hay que jactarse de ello?”

Pauline Dreyfus, El banquete de las barricadas


sábado, 2 de junio de 2018

Enemigos íntimos

Resulta difícil, por no decir imposible, explicar o resumir el argumento de El Nix (The Nix, 2016; Salamandra, 2018) de Nathan Hill. Podría decirse que este novelón de casi 700 páginas, con el que el escritor americano debutó hace dos años en la narrativa larga —hasta ahora sólo había publicado relatos breves en varias revistas literarias—, gira entorno de un grupo de personajes más complejos de lo parecen a primera vista, encabezado por Samuel Anderson, escritor fracasado, reconvertido en profesor ayudante de Lengua y Literatura; Faye, su madre, ex activista universitaria de la izquierda radical y ex prostituta; Pwnage, un erudito de los videojuegos; Guy Periwinkle; un editor que encarna esa manera de editar obsesionada por satisfacer los gustos del público; Laura Pottsdam, una rubia muy poco legal, tramposa habitual; Bethany, una virtuosa del violín, y su hermano gemelo Bishop, cuyo destino final como soldado en la guerra de Irak es uno de los episodios más traumáticos de la novela. Menos violento, aunque igual de traumático, es el descubrimiento que hace Samuel de los abusos sexuales a los que fue sometido Bishop durante la infancia: “Todo encajó hace unos años. Por fin ataste los cabos que no habías podido atar a los once. Por qué Bishop parecía saber más cosas de las que le correspondían por edad. Cosas sobre sexo. Como en la charca la última tarde que pasasteis juntos, cuando se pegó a ti en la posición idónea para el sexo: ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo sabía lo que tenía que hacer? ¿Por qué tenía aquella actitud? ¿Por qué acosaba a otros niños? ¿Por qué lo habían expulsado del colegio? [...] Bishop era víctima de abusos. Abusos sexuales. Por supuesto. Y quien lo hacía era el director”. Todavía queda un personaje más en esta sorprendente novela, el Nix del título, un fantasma de la mitología noruega que se hace sentir a medida que Samuel indaga en su pasado a la búsqueda de una figura de orden. Sobre El Nix se puede enunciar a bote pronto tres juicios: es una novela que hace que te sientas menos solo; es una obra redonda, sumamente bien escrita e impecablemente bien acabada; y es una prueba tangible e irrefutable de que David Foster Wallace y Philip Roth han dejado huella en la literatura americana. El genio de ambos novelistas puebla generosamente las páginas de El Nix, tanto como el sentido de inmersión en mundos sociales y realidades múltiples de las novelas de Dickens.




“Una vez, Pwnage le dijo a Samuel que las personas con las que te topas en la vida son sin duda enemigos, obstáculos, rompecabezas o trampas. Tanto para Samuel como para Faye, alrededor del verano de 2011, los demás eran sin duda enemigos. Lo que ambos querían de la vida era básicamente que los dejaran tranquilos. Pero es imposible soportar este mundo a solas, y cuanto más avanza Samuel con su libro, más cuenta se da de lo equivocado que estaba. Porque si ves a los demás como enemigos, obstáculos o trampas, vivirás en una guerra constante con ellos y contigo mismo. En cambio, si decides verlos como rompecabezas, y si te ves a ti mismo como un rompecabezas, te llevarás una sorpresa agradable tras otra, porque si hurgas lo suficiente, si miras con suficiente atención debajo de la capota de la vida de los demás, tarde o temprano siempre terminas encontrando algo familiar. Eso da más trabajo, desde luego, que pensar que son enemigos. Comprender es siempre más difícil que odiar sin más”.

Nathan Hill, El Nix