viernes, 27 de julio de 2018

Días de radio o sintonizando la revolución angoleña

Al realismo mágico de la literatura africana de las últimas décadas del siglo XX le siguieron en la primera década del siglo XXI postulados temáticos más introspectivos y formas, acordes con ellos, más persuasivas. La década pasada ha dejado —y dejará no poco en la que corre— un buen número de novelas y autores africanos que han hecho de su oficio un vehículo de emociones fuertes, el arte de la escritura al servicio de una narración que nos acerca a lo real. El escritor angoleño José Eduardo Agualusa maneja ese arte como el mejor: Nación criolla (Nação Crioula, 1997; Alianza, 1999), El año en que Zumbí tomó Río de Janeiro (O Ano em que Zumbi Tomou o Rio, 2002; El Cobre Ediciones, 2004), El vendedor de pasados (O Vendedor de Passados, 2004; Destino, 2009 [Edhasa, 2018]) y Teoría general del olvido (Teoria geral do Esquecimento, 2012; Edhasa, 2017). Su imaginación pone en escena en cada una de sus novelas una fábula —en el sentido aristotélico— de difícil olvido apelando a resortes compositivos cercanos a la poesía. En esa manera de concebir la escritura, el apunte psicológico, la descripción de paisajes y paisanajes se subordinan a una idea de la literatura entendida como fuente de sugerencias. Por ello también en su obra se encuentran al lado de un exigente realismo esas atmósferas de irrealidad casi sobrenatural que propicia el continente africano. En su última novela publicada en España, Teoría general del olvido, Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín 2017, Agualusa repasa la historia de la descolonización de Angola y los casi 50 años de guerrillas internas por el control del país a través de la historia intramuros de una mujer portuguesa, Ludovica Fernandes Mano, que se autoempareda en su piso de Luanda días antes de la Independencia con la única compañía de un perro pastor alemán y un mono llamado Che Guevara. Pese a su encierro voluntario, no permanece al margen de los recientes acontecimientos: “Ludo encendía la radio y la revolución entraba en la casa”. Así transcurre su vida durante tres décadas: “Atardecía, amanecía, y era el mismo vacío sin principio o fin”. Las cosas no parecen ir mejor en la capital angoleña tras una guerra civil devastadora (1975-2002) y una posguerra de miseria, un perfecto caldo de cultivo para mercenarios y militares corruptos, empresarios de Portugal, Brasil y Sudáfrica en busca de dinero rápido, detectives privados, ladrones, curanderos, sapeurs (*), músicos y poetas. Teoría general del olvido sería sólo una entretenida novela sobre la diversidad étnica, cultural y social de la sociedad angoleña si no fuera por su fascinante personaje central, cuya peripecia vital —un  robinsonismo al revés— nos propone una lúcida y acerada exploración del alma humana enfrentada a la tragedia y decidida a sobrevivir a cualquier precio, aun a sabiendas de que nadie le echa en falta.




“Siento miedo de lo que está más allá de las ventanas, del aire que entra a chorros y de los ruidos que trae. Temo a los mosquitos, la miríada de insectos a los cuales no sé dar nombre. Soy extranjera a todo, como un ave caída en la corriente de un río. No comprendo las lenguas que me llegan de allí fuera, que la radio trae dentro de casa, no comprendo lo que dicen, ni siquiera cuando parecen hablar portugués, porque ese portugués que hablan ya no es el mío. Hasta la luz me es extraña. Un exceso de luz. Ciertos colores que no deberían ocurrir en un cielo saludable”.

José Eduardo Agualusa, Teoría general del olvido


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(*) Sapeur es el nombre que se da en el Congo a los hombres que se visten con ropas caras y vistosas.


martes, 24 de julio de 2018

El revés de la norma

Paramount Channel ofreció el fin de semana pasado un especial dedicado a algunos de los monstruos más terroríficos del cine bajo el título Animaladas. Entre las animaladas cinematográficas se contaban una criatura mitad piraña mitad anaconda que respondía al nombre de pirañaconda (Piranhaconda de Jim Wynorski, 2012) —por si quedaba alguna duda de su naturaleza mixta— y un ejército de insectos gigantes del planeta Klendathu (Starship Troopers de Paul Verhoeven, 1997). Hasta hace muy poco tiempo, se clasificaban como animaladas a la oveja Dolly, la fecundación in vitro y la clonación de partes del cuerpo humano por considerarse creaciones contra natura. Precisamente así se titula el libro que tengo entre las manos, Contra natura. Sobre la idea de crear seres humanos (Unnatural: The Heretical Idea of Making People, 2011; Turner, 2012) de Philip Ball, un fascinante ensayo sobre nuestros miedos, fantasías y fetiches en relación con la idea de fabricar seres humanos. A Mary Shelley se la suele señalar como la escritora que lo empezó todo. Hasta la aparición de Frankenstein, o El moderno Prometeo —su debut y, al mismo tiempo, su obra más vendida en todo el mundo—, no había nada más perturbador que el horror que provocaba la violencia, después de la publicación de la novela de manera anónima en 1818 el epicentro del horror se desplazó hacia lo antinatural. Según el historiador alemán Helmut Puff: “Lo antinatural no es simplemente lo que no es natural, lo contrario de natural. Debido al peso de la tradición retórica y al uso frecuente en contextos moralistas, las palabras con el prefijo ‘anti’ adquieren connotaciones adicionales, el revés de la norma. Los vocablos que empiezan por ‘anti’ condenan lo que se expresa. [...] Lo antinatural connota un estado atroz que debería provocar la condena más vehemente. [...] La respuesta emocional que se solicita al oyente/lector mediante el vocablo está clara: el horror”. Como señala Ball en Contra natura, lo que hizo Mary Shelley en Frankenstein no fue contar la historia de un científico, Victor Frankenstein, que crea un monstruo con partes de diferentes cadáveres y luego éste lo destruye a él, sino expresar el horror “que despertaban las nuevas ciencias al comienzo del siglo XIX, que parecían a punto de resolver el mismísimo misterio de la vida”. También, para bien o para mal, su personaje marcó la pauta para todos los “científicos locos” posteriores, como el físico italiano Giovanni Aldini, pionero en el arte de la reanimación de cadáveres; el científico ruso Sergei Brukhonenko, que se hizo célebre por mantener con vida durante 190 minutos la cabeza amputada de un perro; el microbiólogo japonés Shiro Ishii, que introdujo en personas vivas todo tipo de enfermedades infecciosas como el cólera, el tifus, la pestilencia, el ántrax y la difteria para documentar la muerte; o el médico alemán Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, responsable de las atrocidades cometidas en Auschwitz. Si es cierto que, como dejó escrito Goya en uno de sus cuadros, el sueño de la razón produce monstruos, no lo es menos que el monstruo en ocasiones es más humano que su creador.




“Nuestra opinión de lo que es ‘antinatural’ no tiene nada que ver con el mundo físico; no guarda ninguna relación con la physis aristotélica. Es una categoría metafísica y moral, producto de la precaria relación que siempre hemos mantenido con la techné, y preñada de juicios de valor y relativos al decoro. Eso no quiere decir que sea una superstición, pues las sociedades siempre han tenido que trazar categorías morales y códigos de conducta. Lo ‘antinatural’ es la verdadera caja de Pandora que surgió de la creatividad transgresora de Prometeo: un lugar que no guarda males reales, sino males imaginados, que suelen ser peores”.

Philip Ball, Contra natura


jueves, 19 de julio de 2018

Cuando la magdalena de Proust es un río

Hay quien cree que la solución a todos nuestros problemas es emprender un largo viaje y, en parte, no le falta razón, porque como decía Ewan McGregor en la película Big Fish de Tim Burton acerca de la importancia que tiene las dimensiones de una pecera en el tamaño que puede alcanzar un pez: “Si tiene más espacio, puede duplicar, triplicar o cuadruplicar su tamaño”. Es evidente que el viaje ensancha no sólo el cuerpo sino también la mente, y si no que se lo pregunten a Michael Jacobs, uno de los escritores viajeros más inquietos de Gran Bretaña, fallecido prematuramente en 2014. Con El ladrón de recuerdos. Viaje por río a través de Colombia (The Robber of Memories. A River Journey Through Colombia, 2012; La línea del horizonte, 2018), Jacobs entregó por fin ese libro pluscuamperfecto que llevábamos tiempo esperando desde su singular Between Hopes and Memories: A Spanish Journey (1994), que le llevó a fijar su residencia España. No es casualidad que sus dos mejores libros de viaje, Ghost Train Through the Andes: On My Grandfather's Trail in Chile and Bolivia (2006) y El ladrón de recuerdos, sean los que más impregnados están de detalles de la propia vida del hispanista británico, como si sus palabras sólo consiguieran cierta coherencia de discurso cuando bucea en sus propias experiencias autobiográficas. Un encuentro casual con Gabriel García Márquez en 2010, hizo que Jacobs se decidiera a recorrer Colombia de norte a sur navegando por “el río padre de La Magdalena”, espoleado por las palabras del Premio Nobel colombiano dichas al oído: “Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo”. En El ladrón de recuerdos, Jacobs realiza un viaje largamente aplazado por el río Magdalena, un río que el explorador alemán Alexander Von Humboldt describió como “grandioso y majestuoso” hace siglo y medio, y que hoy es la mayor fosa común de Colombia. Muchos de los 30.000 desaparecidos atribuidos a las fuerzas paramilitares y a los sicarios de Pablo Escobar yacen en el fondo del río Magdalena, cuyo lecho turbio y cenagoso, bien mirado, podría ser la materialización del infierno en la Tierra, ahora que el infierno existe gracias al ex Papa Benedicto XVI que afirmó, en contra de lo que había declarado su antecesor en el cargo, que el infierno existía realmente como lugar físico. El infierno nunca está lejos del paraíso, y por dura que sea la travesía para llegar hasta él, peligros aparte, nunca es inconveniente para disfrutar del viaje, como hace el autor de La fábrica de la luz (The Factory of Light: Tales From My Andalucian Village; 2004; Ediciones B, 2010), que no escatima detalles ni anécdotas y siempre suena sincero. De un libro así se sale con los ojos más abiertos y más grandes, como los de un niño mirando el catálogo de iPhones de Apple.




“Nos quedamos contemplando el atardecer desde el extremo de la barcaza, frente a un horizonte de agua marrón rojiza, sentados sobre balizas como dos figuras en un cuadro romántico que miraran al infinito. [...] Era muy consoladora la idea de no tener pensamientos ni recuerdos, no preocuparse por el futuro ni recordar el pasado, incluidos sus muchos errores, decepciones y frustraciones”.

Michael Jacobs, El ladrón de recuerdos


sábado, 14 de julio de 2018

El contrato del dibujante

Decía Deyan Sudjic, en B de Bauhaus, que “puede que la perfección no sea fácil, pero no es difícil entender qué es”. Al menos si se trata de Wilkie Collins. La perfección es lo que uno capta nada más comenzar a leer La mujer de blanco (The Woman in White, 1860), especialmente en la traducción canónica de Miguel Martínez-Lage, uno de los nombres de referencia entre los traductores de la literatura escrita en inglés, desaparecido prematuramente en 2011, que acaba de recuperar la editorial Navona en la colección Los ineludibles. “Estábamos en el último día del mes de julio. El largo y cálido verano ya estaba pronto a terminar, y los fatigados peregrinos que recorríamos las calles londinenses empezábamos a pensar en las sombras de las nubes sobre los maizales y en las brisas otoñales de la costa. Por lo que a mí me atañe, pobre de mí: el verano que así agonizaba me había dejado sin salud, sin ánimos y, a fuer de ser sincero, poco menos que arruinado”. Así empieza el relato de una fascinación amorosa desgraciada que lo resulta algo menos, en parte, gracias a la perfección de la que hablaba. La mujer de blanco es una de esas obras que le reconcilian a uno con la novela de misterio, de la que hoy no queda casi sombra de lo que fue. Se ha dicho de Collins que fue el primer escritor de novela detectivesca enteramente moderno. En efecto, el autor de La piedra lunar forma parte del pequeño grupo de escritores anglosajones del siglo XIX —con Edgar Allan Poe a la cabeza y a la cola, es decir, en los dos extremos, por si quedara alguna duda de su alcance—, que ayudaron a crear una revolución sin precedentes en el arte de hacer más fascinantes las preguntas que las respuestas. Es así como La mujer de blanco ha logrado vencer la prueba del tiempo. No ha sido su tamaño ni su peso. Pero que nadie se despiste: el tamaño no importa, pero, en este caso, sí que impone. Casi setecientas páginas para describir el errante devenir de Walter Hartright, un joven profesor de dibujo que es contratado por el señor Fairlie para que enseñe a dibujar a su sobrina, Laura Fairlie, de la que acaba enamorándose irremediablemente, a pesar de su naturaleza impenetrable: “Entre las muchas sensaciones que se agolparon en mi interior en cuanto posé los ojos en ella [...] hubo una que me turbó y me dejó más perplejo que las otras. [...] En un momento determinado me parecía como si algo faltara en ella; en otro, como si algo faltara en mí mismo, y eso me estorbaba a la hora de comprenderla tal como debiera”. Ella es la protagonista y, por extensión, la historia, por la que desfilan, además de los personajes mencionados, un infame pretendiente y un conde de oscuras intensiones. Como lo mejor de Dickens, con el que Collins llegó a colaborar en varias narraciones para los números especiales de Navidad de la revista Household Words, La mujer de blanco es una novela impregnada del glamour de los extremos, rayando incluso en lo fantástico. La obra de Collins ha dado lugar en los casi 160 años transcurridos desde su publicación a innumerables secuelas protagonizadas por mujeres de blanco, de negro, de rojo, que no se acercan —era de esperar— ni de lejos al original.




“Hay atracciones que resultan demasiado hondas para expresarlas mediante las palabras, demasiado hondas para los pensamientos incluso; son atracciones que en tales ocasiones despiertan gracias a otros encantos distintos de los que perciben los sentidos, distintos de los que pueden captar nuestros recursos expresivos. El misterio que subyace a la belleza de las mujeres nunca queda al alcance de la expresión hasta que reclama su íntimo parentesco con el misterio más profundo de nuestras almas”.

Wilkie Collins, La mujer de blanco


lunes, 9 de julio de 2018

El favorito de todos

Para situarnos. Un libro no es necesariamente bueno por el hecho de ser personal ni, por el contrario, necesariamente malo por el hecho de ser impersonal, lo cual tampoco significa que no existan buenos libros personales y malos libros impersonales. Sin embargo, la cuestión de la personalidad o la carencia de la misma en la práctica de cualquier rama de la creación artística sigue suscitando malentendidos en el campo de la crítica especializada: ¡cuántos escritores mediocres inundan el panorama literario actual y, gracias a la hábil explotación de un nombre, un estilo, o una marca de fábrica, pasan por ser grandes escritores, sin que importe lo que cuentan y el cómo lo cuentan! Viene todo esto a cuento de la publicación de Chica, chico, chica: Cómo me convertí en JT Leroy (Girl Boy Girl: How I Became JT LeRoy, 2008; Alpha Decay, 2018) de Savannah Knoop, que encarnó físicamente al falso escritor maldito JT LeRoy —un supuesto adolescente con adicciones varias, explotado sexualmente por su propia madre, también prostituta y drogadicta—, autor de tres libros basados en su propia vida: Sarah, El corazón es mentiroso El final de Harold, publicados en España por Literatura Random House. Detrás de JT LeRoy, se ocultaba en realidad la cuñada de Knoop, Laura Albert, de 40 años, que sufrió en sus propias carnes un drama similar al descrito en sus libros, cuya existencia y razón de ser están indisolublemente unidos a la personalidad de su autora. En 2006 el  New York Times destapó el engaño, o mejor dicho, reveló la inexistencia de una personalidad llamada JT LeRoy, el chapero que había llamado la atención de Courtney Love, Bono, Marilyn Manson, Lou Reed, Winona Ryder, Asia Argento, Calvin Klein, Dennis Cooper, Bruce Benderson o Gus Van Sant, y cuya enfermedad —el sida— evitó que alguno de ellos quisieran follárselo, pero no impidió que quisieran conocerlo, con la consiguiente decepción y posterior denuncia al sentirse estafados. Me van a perdonar pero no veo dónde está el problema de que el escritor JT LeRoy sea una invención de Laura Albert, al igual que la novelista Elena Ferrante lo es de Anita Raja o Benjamin Black de John Banville. No será Chica, chico, chica el libro que mejorará la opinión que se tiene de Laura Albert —que “de pequeña, siempre había querido ser un niño: un niño guapo, el favorito de todos; le parecía que los niños podían abrirse camino más fácilmente por la vida. [...] De adolescente, se dedicaba a llamar a los teléfonos de información y emergencias imitando distintas voces y poniendo las cosas que le ocurrían en boca de jóvenes descarriados, casi siempre chicos”—, pero no cabe duda de que ilumina sin lugar a equívocos una fauna nocturna reconocible por sus taras emocionales que en nada tienen que envidiar a los personajes de las novelas de JT LeRoy. Nos alegra (a mí y a N.) que esté de nuevo con nosotros, aunque sea a través de Savannah Knoop. Le echábamos de menos, y casi se nos olvida cuánto.




“JT era una vía de escape para muchas personas que habían logrado sobrevivir al sufrimiento. JT era una energía que fluía por encima de nuestras cabezas, un símbolo de esperanza para quienes habían experimentado sus mismos traumas y habían conseguido superarlos. Laura, JT y yo éramos una trinidad. Todavía ignoraba cuál era nuestra misión, pero sabía que era algo más importante que nuestros problemas y rivalidades cotidianos”.

Savannah Knoop, Chica, chico, chica


jueves, 5 de julio de 2018

La progresiva desnudez de los lugares

A estas alturas ya ha quedado más que claro que la historia ha tomado partido por la novela Hermanos (Fratelli, 1978; Anagrama, 1983) de Carmelo Samonà, convirtiéndola en una obra de culto no solo de la literatura italiana de los años setenta, sino de cualquier época, como predijo Natalia Ginzburg en La Stampa: “Cada día surgen enjambres de libros que en el momento provocan algún revuelo, pero que no tienen destino alguno. No es el caso de Hermanos”. En 2008, la reeditó la editorial Sellerio de Palermo cosechando las mismas críticas que en su momento celebraron el talento de Samonà para hacer de la escritura un torrente de emoción pura. Más que una novela, Hermanos, que ahora reedita en España la editorial Elba en la misma traducción de Carmen Artal Rodríguez, es un estado de ánimo en sí mismo. Dos hermanos viven en un inmenso caserón en una ciudad italiana indeterminada. Uno de ellos está enfermo, el otro lo acompaña y lo atiende. La comunicación entre ellos es difícil, hecha de pocas palabras, de muchas miradas, de silencios y de juegos. Hay novelas donde el lugar de los acontecimientos se erige como personaje real, hecho que, si se refiere a las casas desabitadas —me viene a la mente la casa encantada donde transcurre la acción de La maldición de Hill House de Shirley Jackson, en la que “cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola”—, multiplica por pura inercia las posibilidades de extraer una historia de proporciones trágicas. Así ocurre en Hermanos, donde los dos últimos vástagos de una estirpe familiar viven sumidos en la más absoluta soledad, como fantasmas que se resisten a abandonar un lugar que ya no les pertenece: “Moverse por la casa es como una paciente y laboriosa búsqueda. Cada uno de nuestros gestos y movimientos tropieza con la desnudez agresiva de una pared, con el final o el repentino recodo de un pasillo, con la cavidad de una recámara que aparece ante nosotros por sorpresa y nos obliga a cambiar de itinerario o a detenernos bruscamente. [...] Recorremos la casa de arriba abajo, degustamos su amplitud, nos detenemos en zonas que nos parecen, durante algún tiempo, confortables y propicias; luego volvemos a irnos. En esto, nuestras posibilidades de exploración no conocen límites. [...] Es como si nuestra existencia consistiese, más que en la presencia de nuestros cuerpos, en un continuo tira y afloja de lejanías y de vacíos”. Hermanos es un libro enfermo en cierto modo, que ayuda a quien lo lee a sanar de muchos de los males de esta sociedad que nos aísla y nos hace ajenos al mundo que nos rodea. Samonà escribió otras novelas, pocas, que alternó con ensayos sobre Calderón de la Barca, Lope de Vega y Tirso de Molina, aunque ninguna igualó la fama de Hermanos, que, según él mismo llegó a decir en una ocasión, acabó drenándolo por completo.




“Nuestra memoria se ha ido debilitando con la progresiva desnudez de los lugares”.

Carmelo Samonà, Hermanos