Decía Deyan Sudjic, en B de Bauhaus,
que “puede que la perfección no sea fácil, pero no es difícil entender qué es”.
Al menos si se trata de Wilkie Collins. La perfección es lo que uno capta nada más
comenzar a leer La mujer de blanco (The Woman in White,
1860), especialmente en la traducción canónica de Miguel Martínez-Lage, uno de
los nombres de referencia entre los traductores de la literatura escrita en
inglés, desaparecido prematuramente en 2011, que acaba de recuperar la editorial
Navona en la colección Los ineludibles. “Estábamos en el último día del mes de
julio. El largo y cálido verano ya estaba pronto a terminar, y los fatigados
peregrinos que recorríamos las calles londinenses empezábamos a pensar en las
sombras de las nubes sobre los maizales y en las brisas otoñales de la costa.
Por lo que a mí me atañe, pobre de mí: el verano que así agonizaba me había
dejado sin salud, sin ánimos y, a fuer de ser sincero, poco menos que
arruinado”. Así empieza el relato de una fascinación amorosa desgraciada que lo
resulta algo menos, en parte, gracias a la perfección de la que hablaba. La
mujer de blanco es una
de esas obras que le reconcilian a uno con la novela de misterio,
de la que hoy no queda casi sombra de lo que fue. Se ha dicho de Collins que
fue el primer escritor de novela detectivesca enteramente moderno. En efecto,
el autor de La piedra lunar forma parte del
pequeño grupo de escritores anglosajones del siglo XIX —con Edgar Allan Poe a
la cabeza y a la cola, es decir, en los dos extremos, por
si quedara alguna duda de su alcance—, que ayudaron a crear una revolución sin
precedentes en el arte de hacer más fascinantes las preguntas que las
respuestas. Es así como La mujer de blanco ha logrado
vencer la prueba del tiempo. No ha sido su tamaño ni su peso. Pero que nadie se
despiste: el tamaño no importa, pero, en este caso, sí que impone. Casi
setecientas páginas para describir el errante devenir de Walter Hartright, un joven profesor
de dibujo que es contratado por el señor Fairlie para que enseñe a dibujar a su
sobrina, Laura Fairlie, de la que acaba enamorándose irremediablemente, a pesar
de su naturaleza impenetrable: “Entre las muchas sensaciones que se agolparon
en mi interior en cuanto posé los ojos en ella [...] hubo una que me turbó y me
dejó más perplejo que las otras. [...] En un momento determinado me parecía
como si algo faltara en ella; en otro, como si algo faltara en mí mismo, y eso
me estorbaba a la hora de comprenderla tal como debiera”. Ella es la
protagonista y, por extensión, la historia, por la que desfilan, además de los
personajes mencionados, un infame pretendiente y un conde de oscuras
intensiones. Como lo mejor de Dickens, con el que Collins llegó a colaborar en
varias narraciones para los números especiales de Navidad de
la revista Household Words, La mujer de blanco
es una novela impregnada del glamour de los extremos, rayando incluso
en lo fantástico. La obra de Collins ha dado lugar en los casi 160 años
transcurridos desde su publicación a innumerables secuelas protagonizadas por
mujeres de blanco, de negro, de rojo, que no se acercan —era de esperar— ni de
lejos al original.
“Hay atracciones que resultan demasiado hondas para
expresarlas mediante las palabras, demasiado hondas para los pensamientos
incluso; son atracciones que en tales ocasiones despiertan gracias a otros
encantos distintos de los que perciben los sentidos, distintos de los que
pueden captar nuestros recursos expresivos. El misterio que subyace a la
belleza de las mujeres nunca queda al alcance de la expresión hasta que reclama
su íntimo parentesco con el misterio más profundo de nuestras almas”.
Wilkie Collins, La mujer de blanco