domingo, 25 de julio de 2021

Ruido de fondo

El protagonista de la última novela de Emma Cline se llama Harvey (Weinstein, seguramente), pero la autora americana lo despoja de su apellido porque si en algún momento significó algo —en la industria del cine—, ahora su apellido es sinónimo de ignominia, vergüenza y desolación. Harvey pasa las veinticuatro horas antes de conocer el veredicto del jurado sobre los delitos sexuales que le imputan en la mansión de un amigo aficionado a coleccionar cuadros y objetos relacionados con los caballos. Harvey encuentra este hobby extraño, grotesco, fuera de lugar; él mismo está fuera de su hábitat: los despachos, los rodajes, las fiestas de después, los hoteles de lujo, los restaurantes selectos, y no precisamente por ese orden. Harvey deambula por la mansión “de afectación colonial” como un alma en pena, come chocolatinas con sabor a menta, ve las noticias en la televisión con el volumen quitado, busca su nombre en Google, se pasea por el porche con el teléfono pegado a la oreja e increpa a su abogado Rory, un idiota “de cuatro ceros la hora”, todo al tiempo que trata de convencerse a sí mismo de que es una bellísima persona, que no es tan mal jefe, ni tan mal marido ni, incluso, tan mal padre: “Yo no soy un monstruo. Yo soy un buen tipo. Siempre he tenido buenas intenciones”. Pero no es lo que sostiene la fiscalía de Nueva York, que le acusa de más de 80 casos de acoso sexual o violación. Al igual que en el Cuento de Navidad de Charles Dickens, en Harvey (Harvey, 2020; Anagrama, 2021), los fantasmas del pasado, presente y futuro asaltan al productor de Shakespeare in Love y Gangs of New York, en otro tiempo todopoderoso y en pocas horas, si Dios no lo remedia (“Sí, Dios mandaba, pero a Dios le gustaban unas personas más que otras”), un simple recluso del que nadie recordaría cómo hizo su primer millón pero si cómo perdió el último. Emma Cline nos introduce en el espacio privado de Harvey para romper poco a poco toda la impostura que se ha esforzado en generar a su alrededor. Lo hace a través de una calma tensa, deteniéndose en cada gesto, que adquiere en el relato una enorme resonancia simbólica, como la idea de Harvey de llevar al cine un libro imposible: Ruido de fondo de Don DeLillo. Título insinuante y sugerente de todo lo que le ha llevado hasta ese momento. No importa cuántas veces se haya escrito sobre el tema, Harvey es una inteligente observación de la degeneración del sueño americano y la naturaleza depravada del poder.

 


 

“Creía, con toda seguridad, que lo absolverían. ¿Cómo no lo iban a absolver? Estábamos en América. Puede que hubiese un momento, un día o dos después de que empezara todo esto, en el que igual creyó que se había acabado, que había llegado el final. Entendía que Epstein* se hubiese ahorcado en la celda, porque ¿qué pinta tendría la vida, después? Nada de cenas, nada de respeto, nada de ese amortiguador de miedo y admiración que te envolvía  en una especie de agradable trance, con el mundo amoldándose a ti. Haber tenido eso, y luego perderlo, era impensable, insoportable”.

 

Emma Cline, Harvey 

 

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(*) El millonario financiero Jeffrey Epstein se suicidó en 2019 mientras esperaba en una cárcel federal de Manhattan el juicio por abusos sexuales a decenas de menores de edad.



martes, 13 de julio de 2021

Un macho alfa americano en París

Lo que distingue al escritor americano James Frey de la mayoría de sus contemporáneos es la unanimidad que despierta, para bien y para mal, entre crítica y público, entre exigencia artística y exhibicionismo. Lo que lo emparenta directamente con toda una tradición de escritores outsides como Jack Kerouac, Hunter S. Thompson, Hubert Selby Jr., Charles Bukowski y, sobre todo, Henry Miller. Una cosa es segura: James Frey sigue siendo el tema preferido de James Frey. Desde su debut literario hace casi veinte años con su libro autobiográfico En mil pedazos (A Million Little Pieces, 2003; Penguin Random House, 2021) ha contado su periplo vital y exorcizado sus demonios sin ambages: adicción a las drogas, al alcohol, al sexo, auto-odio y destructividad, así como el difícil camino que siguió hasta convertirse en un escritor —bajo el seudónimo de Pittacus Lore— de best-sellers juveniles. Es posible que En mil pedazos, firmado con su verdadero nombre, no fuera la obra completamente autobiográfica que hizo creer a todos. En 2006, la todopoderosa Oprah Winfrey reveló en su programa de televisión que la supuesta obra de “no ficción” de Frey era, en realidad, pura ficción. Pero ni tanto ni tan calvo. A lo sumo el escritor retocó, modificó, eligió qué contar y qué no contar. Feliz en su rol de Chico Malo de las Letras Estadounidenses. Decía Carmen Martín Gaite —a la que siempre estaré agradecido por este consejo— que “lo que está bien escrito es verdad, y lo que está mal contado es mentira”. En mil pedazos es un libro bien escrito, lleno de ruido y de furia, que lo colocó (en todos los sentidos) en la primera división de su generación a base de visceralidad y el deseo intenso de incomodar a todo el mundo. Su último libro autobiográfico, en la estela del anterior —con reminiscencias de Trópico de Cáncer de Henry Miller y de El último tango en París de Bernardo Bertolucci—, Katerina (Katerina, 2018; Penguin Random House, 2021), es una oda canalla al sexo sin tapujos y pleno de imaginación en la que los clichés de macho alfa y escritor bohemio se confunden. Frey se remonta a sus años de juventud en París, a donde llegó en la década de los años noventa siguiendo los pasos de Henry Miller, y ahonda en la desazón que le dejó una joven modelo noruega, Katerina, con la que mantuvo un tórrido romance. No obstante, sus breves encuentros suenan a emociones orquestadas* más que a un amor real. Es tanta, y disparada en tantas direcciones, la ambición de Katerina que sólo el correr de los años permitirá apreciarla en todo su alcance.

 


 

“Mientras pienso en libros y en cómo quiero escribirlos, pienso más en arte que en otros libros. Los libros tienen reglas. Cómo se llama una cosa, cómo se lee, reglas gramaticales y de puntuación, reglas sobre cómo deben disponerse visualmente las palabras en la página. […] En el arte no hay reglas. Ni gobierno. Hay un lienzo, o un bloque de mármol, o un trozo de papel o un pedazo de madera, y lo que sea que el artista quiera hacer con ellos. El artista no está limitado respecto a los colores que puede utilizar, o los tipos de pintura, o los pinceles, no está limitado respecto a las pinceladas que puede dar ni cómo ni dónde, ni a las herramientas y su tamaño ni a cuántas marcas puede dejar el cincel y dónde deben estar”. 

 

James Frey, Katerina

 

 

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(*) “Respiraciones cortas gemidos ahogados con cada movimiento de sus caderas otro labios y lenguas ella me sujeta empiezo a correrme lo nota arquea la espalda pelo rojo cayéndole por el pecho empiezo a correrme mi polla palpitando dentro de ella noto cómo se le tensa el estómago deja de respirar moviéndose cada vez más rápido más rápido me corro dentro de ella blanco Dios a salvo seguro extasiado blanco Dios exploto Dios feliz” (Katerina, James Frey, pág. 135).



domingo, 4 de julio de 2021

¿Conocen a Dorothy Parker?

Alguna vez, la escritora y colaboradora asidua de revistas como VogueVanity Fair y The New Yorker dijo que nadie te desprecia por ser ladrón, sólo cuando eres una celebridad. Creo que ya va siendo hora de celebrar a Dorothy Parker, una mujer sobre la que han recaído numerosos epítetos, y ninguno halagador: alcohólica, lenguaraz, resentida, arrogante e incluso que usaba el mismo perfume que usaban los sepultureros en los entierros. En el de Scott Fitzgerald, dicen que dijo: “Poor son of a bitch” [Pobre hijo de puta], pero nadie se dio cuenta de que estaba citando la escena del entierro de El gran Gatsby. La autora de La soledad de las parejas, cuya Narrativa completa (Complete Stories, 1995) acaba de reeditar Penguin Random House en su colección de bolsillo, creció siendo una niña tímida que se hacía preguntas ilimitadas en su cabeza. De madre escocesa, padre judío —de apellido Rothschild— y madrastra empeñada en proporcionarle una educación católica, Dorothy cortó pronto amarras con su familia para irse a vivir a Nueva York. Allí comenzó a trabajar para Vogue, donde redactaba notas sobre moda y a veces poemas satíricos sobre el suicidio: “Las navajas duelen; / el río está húmedo. / El ácido mancha; la droga da calambres. / La pistola no es lícita; los nudos atrapan. / Huele fatal el gas; quizá vivir, ¿no?”. De Vogue pasó a Vanity Fair, donde conoció al periodista Robert Benchley —abuelo de Peter Benchley, autor de Tiburón— y al dramaturgo Robert Sherwood. Ambos estaban encantados con la lengua afilada de Dorothy, que nada tenía que ver con la de su homónima de El mago de Oz. El trío estableció su cuartel general en el Algonquin, un hotel al que iba a almorzar, situado en Times Square. Pronto llamaron la atención de otros dos comensales habituales, Franklin Pierce Adams y Alexander Woolcott, con quienes entablaron amistad. Lo que comenzó como una serie de encuentros informales para beber, jugar al póquer y charlar sobre temas de actualidad acabó por institucionalizarse con el nombre de la Mesa Redonda del Algonquin, también conocida como el Círculo Vicioso*. Adams y Woolcott fueron los principales responsables del mito de Dorothy Parker. Su nombre, invariablemente unido a una frase ocurrente o a un comentario sarcástico, comenzó a aparecer en las columnas diarias que ambos escribían para el Herald Tribune y el New York Times: “Como dijo Dorothy Parker…una mierda en tu propio retrete no te molestaría tanto porque sabrías qué hace allí, pero pensar donde está tu propio marido, puede llegar a enloquecerte”.  Para los lectores de las columnas de cotilleo de Adams  y Weoolcott, Dorothy Parker se pasaba la vida de fiesta en fiesta con una copa de martini** en la mano. Por el contrario, sus relatos breves demuestran que no sólo no la conocían en absoluto, sino que era una escritora inteligente, repleta de ingenio, refinamiento y humor.

 


 

“¿Conocen a Dorothy Parker? ¿Cómo es? ¡Oh, es terrible! ¡Es venenosa! Se sienta en un rincón y se queda enfurruñada durante toda la noche, sin decir ni pío. La mujer más sosa que has visto en tu vida. ¿Sabes?, dicen que no escribe ni una palabra de lo que publica. Dicen que paga a un pobre sujeto que vive en una casa de vecinos del sur del East Side, le da diez dólares por semana y se limita a firmar. El pobre individuo se ve obligado a escribir para mantener a su madre paralítica y. a los cinco hermanitos que tiene a su cargo. Durante el día, además,  cose ojales. Oh, es malísima. Qué poco saben, estos idiotas cegatos, que estoy llena de ternura y afecto, que ardo en deseos de dar, dar y dar.  Lo único que ven es este desgraciado envoltorio exterior. Ahora hay un hombre que lo mira. Muy bien, muchacho, adelante, mira lo que quieras. Tiene gracia, ¿no? Parezco tonta de remate, aquí sentada con las manos en la rodilla. Sí, y, además, seré la única en tocarla”.

 

Dorothy Parker, Narrativa completa

 

 

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(*) Véase la película La Sra. Parker y el Círculo Vicioso (Mrs. Parker and the Vicious Circle, 1994) de Alan Rudolph, protagonizada por Jennifer Jason Leigh.

(**) “I like to have a Martini,
 two at the very most.
 After three I’m under the table,
 After four I’m under my host”. [Me gusta tomarme un martini, dos a lo sumo. Después del tercero estoy debajo de la mesa; después del cuarto debajo de mi anfitrión]. Cita atribuida a Dorothy Parker, a pesar de que no está en ninguna de sus obras.