martes, 13 de julio de 2021

Un macho alfa americano en París

Lo que distingue al escritor americano James Frey de la mayoría de sus contemporáneos es la unanimidad que despierta, para bien y para mal, entre crítica y público, entre exigencia artística y exhibicionismo. Lo que lo emparenta directamente con toda una tradición de escritores outsides como Jack Kerouac, Hunter S. Thompson, Hubert Selby Jr., Charles Bukowski y, sobre todo, Henry Miller. Una cosa es segura: James Frey sigue siendo el tema preferido de James Frey. Desde su debut literario hace casi veinte años con su libro autobiográfico En mil pedazos (A Million Little Pieces, 2003; Penguin Random House, 2021) ha contado su periplo vital y exorcizado sus demonios sin ambages: adicción a las drogas, al alcohol, al sexo, auto-odio y destructividad, así como el difícil camino que siguió hasta convertirse en un escritor —bajo el seudónimo de Pittacus Lore— de best-sellers juveniles. Es posible que En mil pedazos, firmado con su verdadero nombre, no fuera la obra completamente autobiográfica que hizo creer a todos. En 2006, la todopoderosa Oprah Winfrey reveló en su programa de televisión que la supuesta obra de “no ficción” de Frey era, en realidad, pura ficción. Pero ni tanto ni tan calvo. A lo sumo el escritor retocó, modificó, eligió qué contar y qué no contar. Feliz en su rol de Chico Malo de las Letras Estadounidenses. Decía Carmen Martín Gaite —a la que siempre estaré agradecido por este consejo— que “lo que está bien escrito es verdad, y lo que está mal contado es mentira”. En mil pedazos es un libro bien escrito, lleno de ruido y de furia, que lo colocó (en todos los sentidos) en la primera división de su generación a base de visceralidad y el deseo intenso de incomodar a todo el mundo. Su último libro autobiográfico, en la estela del anterior —con reminiscencias de Trópico de Cáncer de Henry Miller y de El último tango en París de Bernardo Bertolucci—, Katerina (Katerina, 2018; Penguin Random House, 2021), es una oda canalla al sexo sin tapujos y pleno de imaginación en la que los clichés de macho alfa y escritor bohemio se confunden. Frey se remonta a sus años de juventud en París, a donde llegó en la década de los años noventa siguiendo los pasos de Henry Miller, y ahonda en la desazón que le dejó una joven modelo noruega, Katerina, con la que mantuvo un tórrido romance. No obstante, sus breves encuentros suenan a emociones orquestadas* más que a un amor real. Es tanta, y disparada en tantas direcciones, la ambición de Katerina que sólo el correr de los años permitirá apreciarla en todo su alcance.

 


 

“Mientras pienso en libros y en cómo quiero escribirlos, pienso más en arte que en otros libros. Los libros tienen reglas. Cómo se llama una cosa, cómo se lee, reglas gramaticales y de puntuación, reglas sobre cómo deben disponerse visualmente las palabras en la página. […] En el arte no hay reglas. Ni gobierno. Hay un lienzo, o un bloque de mármol, o un trozo de papel o un pedazo de madera, y lo que sea que el artista quiera hacer con ellos. El artista no está limitado respecto a los colores que puede utilizar, o los tipos de pintura, o los pinceles, no está limitado respecto a las pinceladas que puede dar ni cómo ni dónde, ni a las herramientas y su tamaño ni a cuántas marcas puede dejar el cincel y dónde deben estar”. 

 

James Frey, Katerina

 

 

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(*) “Respiraciones cortas gemidos ahogados con cada movimiento de sus caderas otro labios y lenguas ella me sujeta empiezo a correrme lo nota arquea la espalda pelo rojo cayéndole por el pecho empiezo a correrme mi polla palpitando dentro de ella noto cómo se le tensa el estómago deja de respirar moviéndose cada vez más rápido más rápido me corro dentro de ella blanco Dios a salvo seguro extasiado blanco Dios exploto Dios feliz” (Katerina, James Frey, pág. 135).