miércoles, 27 de enero de 2021

Teherán nos pertenece

La más honda verdad es la alegría. La frase, que probablemente ya conozcan, es del poeta Claudio Rodríguez: “Aunque sea muy dolorosa [...] / siempre, siempre / la más honda verdad es la alegría”. He pensado en estos versos mientras veía las hermosas imágenes de Un blues para Teherán de Javier Tolentino. Es una película que no te esperas, como no te esperas encontrar la edición limitada de un cómic que hace tiempo has extraviado, como no te esperas cruzar la meta de lo que era (parecía) imposible. La alegría que recorre sus fotogramas es la alegría de un director enamorado de un país y de su gente. Pero si alguna virtud tiene la ópera prima de Tolentino —y tiene unas cuantas—  es la de jugar siempre sus cartas boca arriba. Nunca, en ningún momento esconde su pretensión de construir un discurso parecido al de buena parte de las películas de los directores iraníes que admira, como Abbas Kiarostami, Jafar Panahi o Bahman Ghobadi, entre otros. Al igual que las obras de estos cineastas, Un blues para Teherán es una película en la que la mano del director “no se nota”, lo que redunda en una mayor verosimilitud y credibilidad, factor al que no es ajena la elección de su protagonista fuera de los círculos profesionales, para conseguir la identificación del espectador con el mismo. La película de Tolentino, como la de la mayoría de los directores a los que rinde homenaje de manera indirecta, se mueve entre la ficción y el documental. O, dicho de otra manera, la ficción del argumento se acopla con exactitud precisa al “reportaje” real sobre los paisajes y calles de Teherán y los problemas de sus habitantes, personificados en un joven kurdo, Erfan Shafei, aspirante a director, músico y poeta, que vive escindido entre la tradición y la modernidad. No obstante, la elaborada simplicidad de que hace gala Tolentino en Un blues para Teherán oculta una permanente labor de estilización, de síntesis. Entre el realismo y la parábola humanista y ecologista, Tolentino combina elementos del melodrama genuino, primigenio —su película nos lleva de vuelta a la relación entre melo (del griego mélos “canto con música”) y drama—, con toques de humor y poesía, subrayados por las canciones tradicionales persas que se escuchan a lo largo de la película. Algunos podrán objetarle a Un blues para Teherán que tome un falso aire de cine verité, que se proponga como un producto documental (un arte de vivir) más que de ficción, pero lo que nadie podrá negarle es su enorme capacidad para provocar la emoción, el sentimiento, la empatíael ponerse en el lugar del otro, de comprender su visión de la realidad, y todo gracias a la fuerza de unas imágenes que, por una vez, preferimos decididamente sencillas, francas, conciliadoras, a hueramente convencionales. Pero lo verdaderamente interesante a mi juicio de la película de Tolentino es que para hacer creíble su historia lo que busca por encima de todo es crear un ambiente en el que sus personajes puedan moverse a sus anchas pese a la falta de libertades, sobre todo en lo que a la mujer iraní respecta. Contrariamente a lo que sucede con otros directores noveles, Tolentino apuesta en su debut como director por un cine que trata al espectador como un adulto, algo que prácticamente ha desaparecido de las pantallas. De ahí que Un blues para Teherán sea una película inclasificable o, utilizando la feliz expresión que el crítico francés Michel Delahaye dedicó a París nos pertenece de Jacques Rivette, un “aerolito, una entidad irreductible a toda filiación”. De lo que no cabe duda es de que, después de ver la película, Teherán nos pertenece. He aquí, sin tapujos, el mejor retrato de una ciudad —y de un país— que sirve a la vez  de combustible creativo y de antídoto frente a fundamentalismos irracionales.





Texto de presentación de la película Un blues para Teherán de Javier Tolentino en la Filmoteca Canaria, el día 26 de febrero de 2021, en Las Palmas de Gran Canaria



sábado, 23 de enero de 2021

¡Noticia Bomba!

El mejor retrato de Nueva York lo hizo el escritor Paul Auster en Leviatán: “La vida social en Nueva York tiende a ser demasiado rígida. Una simple cena puede requerir semanas de planificación, y los mejores amigos pueden pasar meses sin tener ningún contacto”. El sentimiento de euforia que transmite la lectura de Leviatán, reeditada recientemente por Anagrama, la editorial que le dio a conocer hace treinta años en España, y que llevaba diez años sin saber nada del autor neoyorquino* hasta hace unos días en los que ha vuelto a poner en circulación sus libros** con nuevas portadas ilustradas por el artista madrileño Manuel Marsol, no se corresponde con la realidad interna de sus dos protagonistas, Benjamin Sachs y Peter Aaron, escritores y amigos íntimos que han perdido el contacto y la capacidad para escribir, o al menos saber qué es bueno y qué no: “Nadie puede decir de dónde proviene un libro, y menos que nadie la persona que lo escribe. Los libros nacen de la ignorancia, y si continúan viviendo después de escritos es sólo en la medida en que no pueden entenderse”. Peter Aaron se despierta una mañana con la noticia de la muerte de su amigo, el cual ha volado en mil pedazos mientras fabricaba una bomba casera en una carretera de Wisconsin: “Era una de esas crípticas historias de dos párrafos enterradas dentro del periódico, pero yo la leí en el New York Times mientras almorzaba. Casi inevitablemente, empecé a pensar en Benjamin Sachs. No había nada en el artículo que indicara de una forma clara que se trataba de él y, sin embargo, al mismo tiempo todo parecía encajar. Hacía casi un año que no hablábamos, pero durante nuestra última conversación él había dicho lo suficiente como para convencerme de que tenía graves problemas, de que se estaba precipitando hacia un oscuro e innombrable desastre”. Lo que hace grande a Leviatán, título de la biografía que Aaron escribe sobre su amigo, es el modo en que Auster consigue hacer de una pequeña noticia perdida en un periódico un libro de escritor, es decir, una reflexión moral y humana a propósito de la muerte de Sachs, de la reconstrucción de todo lo que le llevó a acabar de la manera que acabó y particularmente de la catarsis creativa. ¡Ahí es nada! Como ya habrá quedado claro, es una novela opuesta a la interpretación única. Leviatán continúa el discurso sobre el papel que juega el azar en nuestras vidas presente en toda su obra. Bienvenido (de nuevo) a casa, Mister Auster.




“Yo siempre he sido lento, una persona que se angustia y lucha con cada frase, e incluso en mis mejores días no hago más que avanzar centímetro a centímetro, arrastrándome sobre el vientre como un hombre perdido en el desierto. La palabra más corta está rodeada de kilómetros de silencio para mí, y hasta cuando consigo poner esa palabra en la página, me parece que está allí como un espejismo, una partícula de duda que brilla en la arena”.


Paul Auster, Leviatán


__

(*) En 2011 Paul Auster decidió abandonar Anagrama para fichar por Seix Barral, sello del Grupo Planeta, donde las cosas al parecer no le fueron como esperaba, a pesar de haber firmado un contrato millonario.

(**) El palacio de la luna (Moon Palace, 1989; Anagrama, 1990, reed. 2021), La música del azar (The Music of Chance, 1990; Anagrama, 1991, reed. 2021), Leviatán (Leviathan, 1992; Anagrama, 1993, reed. 2021); Mr. Vértigo (Mr. Vertigo, 1994; Anagrama, 1995, reed. 2021).



domingo, 17 de enero de 2021

Los norteamericanos tienen miedo a los dragones

Dice Joaquín Rodríguez, en su ensayo La furia de la lectura (Tusquets, 2021), que “la memoria es una materia acomodaticia con la que se construyen los relatos compartidos. [...] Construir un relato con fragmentos seleccionados de memoria, o con ingredientes simplemente inventados a partir de una rememoración más o menos verosímil, ha sido el hilo conductor de nuestra especie”. No recuerdo la primera vez que oí hablar de Ursula K. L Guin, pero sí recuerdo que el primer libro que leí de ella fue La mano izquierda de la oscuridad, una de esas obras que marcan de por vida, aún cuando no se tiene todavía una vida, pues debía tener por entonces catorce o quince años. La mano izquierda de la oscuridad (The Left Hand of Darkness, 1969; Minotauro, 1973, reed. 2020), premio Nebula en 1969, Hugo en 1970 y Tiptree retrospectivo en 1996, hizo de Ursula K. Le Guin una estrella de la literatura de ciencia-ficción. El libro se convirtió de la noche a la mañana en un inesperado best-seller que se ha venido reeditando regularmente hasta hoy, junto con los libros de Terramar (Un mago de Terramar, Las tumbas de Antuan, La costa más lejana, Tehanu, Cuentos de Terramar y En el otro viento). Con su primer libro de ensayos, El idioma de la noche (The Lenguage of the Night, 1979; Gigamesh, 2020) la historia pareció repetirse: otro éxito de ventas, que incomprensiblemente ha tardado cuarenta y un años en publicarse en España. Con pocas reservas, en El idioma de la noche Le Guin aborda con honestidad y claridad cómo nació su amor por la fantasía —los Cuentos de un soñador de Lord Dunsany tuvieron algo que ver en todo esto— y su convicción de que los norteamericanos tienen miedo a los dragones: “Tengo la sospecha de que casi todos los pueblos con un nivel tecnológico muy alto están más o menos en contra de la fantasía. No sólo están en contra de la fantasía, sino de la ficción en general. Como pueblo tendemos a mirar con recelo o con desprecio toda obra de la imaginación. [...] Ese rechazo de plano del arte de la ficción guarda relación con varias características nuestras como norteamericanos: el puritanismo, la exaltación del trabajo, la mentalidad encaminada a los beneficios e incluso a las cualidades que asociamos a cada sexo. [...] Espero que no se me tome por sexista si digo que, a mi entender, en nuestra cultura esa aversión a la ficción es ante todo masculina. los hombres norteamericanos han aprendido a reprimir la imaginación, a rechazarla por infantil o afeminada, por improductiva y seguramente por pecaminosa. Han aprendido a temerla, pero no han aprendido a disciplinarla en absoluto”. Cuenta la autora de Los desposeídos que su amor por la fantasía surgió en parte como reacción ante esta situación abocada al fracaso, puesto que: “No creo que sea posible suprimir la imaginación. Si a un niño pudieran extirpársela de verdad, al crecer se convertiría en berenjena. Como todas las inclinaciones malignas, la imaginación acabará por salir a la luz. Pero, si se rechaza y se desprecia, brotará desbocada, como una mala hierba; saldrá deforme”. Esto lo sabe bien la mayoría de los asesinos en serie norteamericanos que no tuvieron una infancia particularmente feliz. Escritora incisiva a la par que franca, Le Guin ofrece en El idioma de la noche ingredientes, texturas y temperaturas cercanas a los 451 grados Fahrenheit como pocos libros que se han escrito sobre el oficio de escribir: “El novelista escribe desde el interior. Lo que le ocurre fuera, durante la mayor parte de su vida, en realidad no importa”. 




 “Los peores muros no son nunca los que se encuentran en el camino. Los peores muros son los que levanta uno mismo. Son los más altos y gruesos, y carecen de puertas”.


Ursula K. Le Guin, El idioma de la noche



viernes, 1 de enero de 2021

La belleza de la simplificación

En Corea del Sur, el escritor Kim Young-ha (Hwancheon,1968) es un dios, o al menos como él entiende que debe de ser un dios: “El hombre que aspira a convertirse en un dios sólo dispone de dos alternativas para lograrlo: la creación o el asesinato”*. Young-ha optó por la creación literaria, aunque en sus novelas la muerte no anda muy lejos. Si bien es un autor de culto en su país, más valorado por los lectores que por la crítica, su obra ha tardado en publicarse en España, más por desconocimiento que otra cosa. Su primera novela en publicarse hace poco más de un año, Quién sabe si mañana seguiremos aquí (Salinja-ui gieokbeop, 2013; Temas de hoy, 2019), pasó sin pena ni gloria por las librerías españolas, pese a que su versión cinematográfica, Memoir of a Murderer, dirigida en 2017 por Won Shin-yun, fue un éxito de taquilla en todo el mundo. Ahora vuelve a probar suerte con su novela debut, Tengo derecho a destruirme (Na-neun na-reul pagoehal gwolli-ga issda, 1996, Malas tierras, 2020), donde un narrador sin nombre ayuda a la gente a poner fin a su vida en el Seúl de mediados de los años 90. Sin embargo, su trabajo no consiste en provocar un deseo que no existe en ellos, sino más bien en tratar de estimular un anhelo reprimido satisfaciendo así sus pulsiones más oscuras, toda vez que no saben imponer límites a su vacía existencia. Al igual que los protagonistas de las primeras novelas de Bret Easton Ellis (Menos que cero) y Ryu Murakami (Azul casi transparente) —autores y títulos con los que se le compara con frecuencia, aunque a mí me recuerda también a las primeras novelas filosóficas de Camus y Sartre—, los personajes de Young-ha están sujetos por su propio mundo, cerrado en su desolación, disparate o locura, a los cuales el narrador se encarga de ofrecerles una salida digna. En Tengo derecho a destruirme, el escritor surcoreano pone sobre la palestra un tema que todavía es tabú en Occidente: la muerte. Y más concretamente, el suicido, tan caro a las sociedades orientales. Toda la novela surge del diario personal que el narrador lleva minuciosamente de las vidas cruzadas de sus clientes: Se-yeon —apodada Judith por el parecido con la heroína bíblica del cuadro de Gustav Klimt pintado en 1901: “Lo primero que pensó de ella fue que se parecía a la Judith de Gustav Klimt, esa heroína judía que sedujo al general asirio Holofernes y lo decapitó mientras dormía. Pero Klimt suprimió el nacionalismo y el heroísmo de Judith, dejando en ella tan sólo la lujuria del fin de siglo”—, Mimi y los hermanos C y K. “Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras”, escribió Sartre en La náusea. Es lo que hace Young-ha en Tengo derecho a destruirme: dejar que las palabras aparezcan por sí solas, arrastren otras e iluminen el relato de una de las más desesperanzadoras visiones de la sociedad contemporánea.





 “La gente incapaz de resumir carece de dignidad. Algo parecido ocurre con quienes alargan sin necesidad sus tristes vidas. Aquellos que desconocen la belleza de la simplificación, de desechar lo innecesario, mueren sin comprender el sentido oculto de la vida”.


Kim Young-ha, Tengo derecho a destruirme



__

(*) Tengo derecho a destruirme (Malas tierras), traducción de Kim Hyeon-kyun y Jung Hye-ri, pág. 16.