viernes, 1 de enero de 2021

La belleza de la simplificación

En Corea del Sur, el escritor Kim Young-ha (Hwancheon,1968) es un dios, o al menos como él entiende que debe de ser un dios: “El hombre que aspira a convertirse en un dios sólo dispone de dos alternativas para lograrlo: la creación o el asesinato”*. Young-ha optó por la creación literaria, aunque en sus novelas la muerte no anda muy lejos. Si bien es un autor de culto en su país, más valorado por los lectores que por la crítica, su obra ha tardado en publicarse en España, más por desconocimiento que otra cosa. Su primera novela en publicarse hace poco más de un año, Quién sabe si mañana seguiremos aquí (Salinja-ui gieokbeop, 2013; Temas de hoy, 2019), pasó sin pena ni gloria por las librerías españolas, pese a que su versión cinematográfica, Memoir of a Murderer, dirigida en 2017 por Won Shin-yun, fue un éxito de taquilla en todo el mundo. Ahora vuelve a probar suerte con su novela debut, Tengo derecho a destruirme (Na-neun na-reul pagoehal gwolli-ga issda, 1996, Malas tierras, 2020), donde un narrador sin nombre ayuda a la gente a poner fin a su vida en el Seúl de mediados de los años 90. Sin embargo, su trabajo no consiste en provocar un deseo que no existe en ellos, sino más bien en tratar de estimular un anhelo reprimido satisfaciendo así sus pulsiones más oscuras, toda vez que no saben imponer límites a su vacía existencia. Al igual que los protagonistas de las primeras novelas de Bret Easton Ellis (Menos que cero) y Ryu Murakami (Azul casi transparente) —autores y títulos con los que se le compara con frecuencia, aunque a mí me recuerda también a las primeras novelas filosóficas de Camus y Sartre—, los personajes de Young-ha están sujetos por su propio mundo, cerrado en su desolación, disparate o locura, a los cuales el narrador se encarga de ofrecerles una salida digna. En Tengo derecho a destruirme, el escritor surcoreano pone sobre la palestra un tema que todavía es tabú en Occidente: la muerte. Y más concretamente, el suicido, tan caro a las sociedades orientales. Toda la novela surge del diario personal que el narrador lleva minuciosamente de las vidas cruzadas de sus clientes: Se-yeon —apodada Judith por el parecido con la heroína bíblica del cuadro de Gustav Klimt pintado en 1901: “Lo primero que pensó de ella fue que se parecía a la Judith de Gustav Klimt, esa heroína judía que sedujo al general asirio Holofernes y lo decapitó mientras dormía. Pero Klimt suprimió el nacionalismo y el heroísmo de Judith, dejando en ella tan sólo la lujuria del fin de siglo”—, Mimi y los hermanos C y K. “Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras”, escribió Sartre en La náusea. Es lo que hace Young-ha en Tengo derecho a destruirme: dejar que las palabras aparezcan por sí solas, arrastren otras e iluminen el relato de una de las más desesperanzadoras visiones de la sociedad contemporánea.





 “La gente incapaz de resumir carece de dignidad. Algo parecido ocurre con quienes alargan sin necesidad sus tristes vidas. Aquellos que desconocen la belleza de la simplificación, de desechar lo innecesario, mueren sin comprender el sentido oculto de la vida”.


Kim Young-ha, Tengo derecho a destruirme



__

(*) Tengo derecho a destruirme (Malas tierras), traducción de Kim Hyeon-kyun y Jung Hye-ri, pág. 16.