Lo mejor que le podía pasar a Crónicas marcianas de Ray Bradbury es Minotauro, ya que la
mítica editorial especializada en literatura de ciencia ficción y fantasía no
ha dejado de reeditarla desde que la publicó por primera vez en castellano en
1955 (en Argentina) y en 1975 (en España), con prólogo de Jorge Luis Borges. En
septiembre Minotuaro —ya sin el mítico editor Francisco Porrúa, que vendió el
sello editorial al Grupo Planeta en 2001— publicará una nueva edición para celebrar
el 100 aniversario del nacimiento del autor. El éxito duradero de Crónicas
marcianas es uno de los más
extraños de los últimos sesenta años. No porque el libro de Bradbury no lo
merezca, sino por el hecho improbable de que una recopilación de relatos que
carecen de una línea argumental fija y abundan en descripciones poéticas
encuentre la empatía del público mayoritario. Y, sin embargo, así ha sido y
sigue siendo todavía. Son tantos los hallazgos contenidos en estos relatos, del
primero al último, que es
imposible nombrarlos todos. Baste señalar a modo de ejemplo su poderío
metafórico: “Los cohetes vinieron redoblando como tambores en la noche. Los
cohetes vinieron como langostas y se posaron como enjambres envueltos en
rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados
de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes
de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar,
dispuestos a derribar todo lo insólito, escupieron los clavos en las manos
activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los
techos que suprimían el imponente cielo estrellado e instalaron unas persianas
verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su trabajo,
llegaron las mujeres con tiestos de flores y telas de algodón y cacerolas, y el
ruido de las vajillas cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de
puertas y ventanas”. Estilísticamente es brutal, por si todavía quedaba alguna
duda. Pero hablar de Crónicas marcianas en términos estrictamente estilísticos es perderse
gran parte del alcance de una obra que no sólo nos invita a reflexionar sobre
el futuro, sino que denuncia la imposibilidad de toda forma de heroísmo en un
mundo global dominado por la técnica y la grisura moral de la mayoría: “Odio la
astucia cuando uno no se siente realmente astuto, ni quiere serlo, pensaba el
capitán. No puedo enorgullecerme de ir espiando por ahí y jactarme de que llevo
a cabo grandes planes. Odio pensar que estoy cumpliendo con mi deber cuando no
estoy seguro que sea así. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros? ¿La
mayoría? ¿Es esa una respuesta? La mayoría siempre tiene razón, ¿no es así?
Siempre, siempre. Jamás se equivoca, ni un breve e insignificante momento. En
diez millones de años jamás se equivocó. ¿Qué es la mayoría? ¿Quiénes la
forman? ¿Qué piensa? ¿Cómo emprendió este camino? ¿Cambiara alguna vez? ¿Y
porque demonios he ingresado en esta putrefacta mayoría? No me siento a gusto
¿Será claustrofobia, temor a las muchedumbres o sentido común? ¿Es posible que
un hombre tenga razón, aunque el resto del mundo crea que está equivocado? No
pensemos en eso. Sometámonos, animémonos, y apretemos el gatillo”. Conviene releerlo —o leerlo, si es que aún no lo han leído— en este escenario de inminente fin del mundo.
“La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada
rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños
a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que
no tenía importancia, preocupándose por las máquinas”.
Ray Bradbury, Crónicas marcianas