martes, 16 de julio de 2019

Mi marciano favorito

Lo mejor que le podía pasar a Crónicas marcianas de Ray Bradbury es Minotauro, ya que la mítica editorial especializada en literatura de ciencia ficción y fantasía no ha dejado de reeditarla desde que la publicó por primera vez en castellano en 1955 (en Argentina) y en 1975 (en España), con prólogo de Jorge Luis Borges. En septiembre Minotuaro —ya sin el mítico editor Francisco Porrúa, que vendió el sello editorial al Grupo Planeta en 2001— publicará una nueva edición para celebrar el 100 aniversario del nacimiento del autor. El éxito duradero de Crónicas marcianas es uno de los más extraños de los últimos sesenta años. No porque el libro de Bradbury no lo merezca, sino por el hecho improbable de que una recopilación de relatos que carecen de una línea argumental fija y abundan en descripciones poéticas encuentre la empatía del público mayoritario. Y, sin embargo, así ha sido y sigue siendo todavía. Son tantos los hallazgos contenidos en estos relatos, del primero al último,  que es imposible nombrarlos todos. Baste señalar a modo de ejemplo su poderío metafórico: “Los cohetes vinieron redoblando como tambores en la noche. Los cohetes vinieron como langostas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escupieron los clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los techos que suprimían el imponente cielo estrellado e instalaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su trabajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y telas de algodón y cacerolas, y el ruido de las vajillas cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas”. Estilísticamente es brutal, por si todavía quedaba alguna duda. Pero hablar de Crónicas marcianas en términos estrictamente estilísticos es perderse gran parte del alcance de una obra que no sólo nos invita a reflexionar sobre el futuro, sino que denuncia la imposibilidad de toda forma de heroísmo en un mundo global dominado por la técnica y la grisura moral de la mayoría: “Odio la astucia cuando uno no se siente realmente astuto, ni quiere serlo, pensaba el capitán. No puedo enorgullecerme de ir espiando por ahí y jactarme de que llevo a cabo grandes planes. Odio pensar que estoy cumpliendo con mi deber cuando no estoy seguro que sea así. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros? ¿La mayoría? ¿Es esa una respuesta? La mayoría siempre tiene razón, ¿no es así? Siempre, siempre. Jamás se equivoca, ni un breve e insignificante momento. En diez millones de años jamás se equivocó. ¿Qué es la mayoría? ¿Quiénes la forman? ¿Qué piensa? ¿Cómo emprendió este camino? ¿Cambiara alguna vez? ¿Y porque demonios he ingresado en esta putrefacta mayoría? No me siento a gusto ¿Será claustrofobia, temor a las muchedumbres o sentido común? ¿Es posible que un hombre tenga razón, aunque el resto del mundo crea que está equivocado? No pensemos en eso. Sometámonos, animémonos, y apretemos el gatillo”. Conviene releerlo —o leerlo, si es que aún no lo han leído— en este escenario de inminente fin del mundo.




“La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas”. 

Ray Bradbury, Crónicas marcianas


sábado, 13 de julio de 2019

Amores perros

Decía Goethe que “la naturaleza humana tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe”. Es lo que le ocurre al protagonista de El amigo (The Friend, 2018; Anagrama, 2019) de Sigrid Nunez, un novelista mujeriego, del que no se nos dice su nombre, que se suicida cerca del comienzo del año, no sin antes pedirle a la autora que se haga cargo de su perro Apollo, un gran danés cuyos grandes ojos castaños “son impresionantemente humanos; me recuerdan a los tuyos”. A regañadientes, Nunez toma a su cuidado a Apollo, se apega a él y logra persuadir a su casero para que le permita tenerlo en su pequeño apartamento neoyorquino. Ese es más o menos todo el argumento de esta obra galardonada con el National Book Award, segunda que se publica en España de Nunez —la anterior fue Siempre Susan, Recuerdos sobre Susan Sontag*, publicada por Errata naturae en 2013— y esperemos que no sea la última. Se puede leer El amigo a contraluz de las mil y una historias sobre el vínculo entre humanos y animales —hay bastante literatura al respecto, escrita por autores de la talla de G. K. Chesterton, Virginia Woolf, Rudyard Kipling, Mark Twain, Jack London, P.G. Wodehouse, Doris Lessing o Patricia Highsmith—, con el fin de extraer todas sus consecuencias, o bien se puede disfrutar de ella sin más como una novela acerca de conquistar la amistad de un perro. O se puede, como hice yo, leerla como el cuaderno de un escritor, como un diario donde con frecuencia literatura y vida mundana se dan la mano. En El amigo, Nunez nos muestra las bambalinas del oficio, lo que hay tras los bastidores, y no todo es bueno como parece: “Si leer aumenta la empatía, como se nos dice que hace, parece que la escritura la disminuye un poco. [...] Mi primera profesora de escritura solía decir  a sus alumnos que si había algo más que pudieran  hacer con sus vidas en vez de convertirse en escritores, cualquier otra profesión, debían hacerlo”. Pero la sensación más grata es la de asistir a un instante privilegiado: un escritor, escritora en este caso, hablando de otros escritores: Virginia Woolf, J.R. Ackerley, Vladimir Nabokov, Svetlana Alexievich, Doris Lessing y Martin Amis, entre otros. El amigo es, en suma, un libro sobre amores perros, ya sean éstos animales o vocacionales, pero muerden igual.




“Escribir es una actividad elitista y egocéntrica. Lo haces para conseguir atención y para situarte en el mundo, no lo haces para hacer del mundo un lugar mejor. [...] Me gusta lo que dijo Martin Amis: condenar el egocentrismo en los novelistas es como condenar la violencia en los boxeadores. Hubo una época en la que todo el mundo lo entendía así”.

Sigrid Nunez, El amigo


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(*) Sigrid Nunez fue pareja del hijo de Susan Sontag, David Rieff, entre 1976 y 1978.


martes, 9 de julio de 2019

Muerte de un editor

Nunca lo he contado hasta ahora. Originariamente, yo quería ser editor como Maxwell Perkins o Sylvia Beach. Cuando digo originariamente, quiero decir cuando tenía catorce años y publiqué un poema en una revista que hablaba de miedos y vallas, o eso creo. Pero hablaba de mí, de eso estoy seguro. No mucho tiempo después, descubrí que hay un camino, que es la escritura, y hay otro camino, que es la edición, ambos caminos parten de un punto común, pero se bifurcan como el jardín de senderos de Borges y se alejan y no confluyen, o confluyen muy rara vez, como en el caso de los escritores y editores Enrique de Hériz (Ediciones B) y Julián Rodríguez (Periférica), fallecidos este año con pocos meses de diferencia. Al primero no lo conocí, pero a Julián sí: me lo presentó su pareja, Irene Antón, también editora, en la librería Tipos Infames de Madrid. Yo había ido con una buena amiga. Tuvimos que dar un rodeo de al menos veinte minutos para encontrar la librería. No recuerdo la fecha —2008 o 2009—, pero sí aquella tarde de principios de junio. Julián vestía de negro como si no encontrase diferencia alguna entre el romanticismo y la soledad. De inmediato tuve la certeza de que nunca íbamos a coincidir en algo por mucho que viviéramos. Nuestras respectivas visiones del mundo editorial eran tan diametralmente opuestas como nuestros gustos para vestir. Yo entonces estaba deslumbrado por el escritor francés Hervé Guibert, muerto a los 36 años a causa del sida, cuya agonía documentó en una película, entre junio de 1990 y marzo de 1991, titulada El pudor o el impudor. Al igual que yo —o mejor que yo—, Julián conocía la obra de Guibert (en la línea de Bataille y Genet, autores que también se enfrentaron con la muerte), y le insistí para que publicase en Periférica sus diarios de la marginación del sida, compuestos por Al amigo que no me salvó la vida, El protocolo compasivo y L’homme au chapeau rouge. Los dos primeros fueron publicados por la editorial Tusquets en 1991 y 1992, inencontrables tanto hoy como entonces. En aquel momento Julián acababa de publicar una novela de Lionel Tran que a mí me parecía que quedaba aplastada por el título, Sida mental, y estaba preocupado por la recepción que iba a tener en el público. Mis argumentos nunca sirvieron para convencerlo de publicar a Guibert, de quien yo leía por entonces, diccionario francés-español en mano, Le mausolée des amants. Sin embargo, él conseguía siempre un sí de todo el mundo. Es lo que Albert Camus llamaba el charme: “Un modo de obtener como respuesta un sí sin haber formulado a las claras ninguna pregunta”. Julián tenía charme, como los libros que publicaba en Periférica: La librería ambulante de Christopher Morley, Hermana muerte de Thomas Wolfe, En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart, Perú de Gordon Lish, Una biblioteca de verano de Mary Ann Clark Bremer, El club de los mentirosos de Mary Karr (coeditado con Errata naturae, la editorial de Irene Antón y Rubén Hernández), Los colores de nuestros recuerdos de Michael Pastoureau y Los grandes placeres de Giuseppe Scaraffia. No sé cuánto tiempo estuvimos hablando, tal vez unos minutos, pero lo suficiente para causarme una hondísima impresión. Isak Dinesen dijo en una ocasión que cualquier pena se podía hacer soportable metiéndola en un relato o contando una historia sobre ella. Esta es mi historia.  Esta es mi pena.




“Escribimos sobre nosotros mismos para, al fin lo sé, fingirnos perfectos”.

Julián Rodríguez, Novelas (2001-2015)