Nunca lo he contado hasta ahora. Originariamente, yo quería ser editor
como Maxwell Perkins o Sylvia Beach. Cuando digo originariamente, quiero decir
cuando tenía catorce años y publiqué un poema en una revista que hablaba de
miedos y vallas, o eso creo. Pero hablaba de mí, de eso estoy seguro. No mucho
tiempo después, descubrí que hay un camino, que es la escritura, y hay otro
camino, que es la edición, ambos caminos parten de un punto común,
pero se bifurcan como el jardín de senderos de Borges y se alejan y no
confluyen, o confluyen muy rara vez, como en el caso de los escritores y editores
Enrique de Hériz (Ediciones B) y Julián Rodríguez (Periférica), fallecidos este
año con pocos meses de diferencia. Al primero no lo conocí, pero a
Julián sí: me lo presentó su pareja, Irene Antón, también editora, en la librería
Tipos Infames de Madrid. Yo había ido con una buena amiga. Tuvimos que dar un rodeo
de al menos veinte minutos para encontrar la librería. No recuerdo la fecha
—2008 o 2009—, pero sí aquella tarde de principios de junio. Julián vestía de
negro como si no encontrase diferencia alguna entre el romanticismo y la
soledad. De inmediato tuve la certeza de que nunca íbamos a coincidir en algo
por mucho que viviéramos. Nuestras respectivas visiones del mundo editorial
eran tan diametralmente opuestas como nuestros gustos para vestir. Yo entonces
estaba deslumbrado por el escritor francés Hervé Guibert, muerto a los 36 años
a causa del sida, cuya agonía documentó en una película, entre junio de 1990 y
marzo de 1991, titulada El pudor o el impudor. Al igual que yo —o mejor que yo—, Julián conocía la
obra de Guibert (en la línea de Bataille y Genet, autores que también se
enfrentaron con la muerte), y le insistí para que publicase en Periférica sus
diarios de la marginación del sida, compuestos por Al amigo que no me salvó
la vida, El protocolo compasivo y L’homme au chapeau rouge. Los dos primeros fueron publicados por la editorial
Tusquets en 1991 y 1992, inencontrables tanto hoy como entonces. En aquel
momento Julián acababa de publicar una novela de Lionel Tran que a mí me parecía
que quedaba aplastada por el título, Sida mental, y estaba preocupado por la recepción que iba a
tener en el público. Mis argumentos nunca sirvieron para convencerlo de
publicar a Guibert, de quien yo leía por entonces, diccionario francés-español
en mano, Le mausolée des amants. Sin embargo, él conseguía siempre un sí de todo el mundo. Es lo que
Albert Camus llamaba el charme: “Un modo de obtener como respuesta un sí sin haber formulado a las
claras ninguna pregunta”. Julián tenía charme, como los libros que publicaba en Periférica: La
librería ambulante de
Christopher Morley, Hermana muerte de Thomas Wolfe, En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart, Perú de Gordon Lish, Una biblioteca de verano de Mary Ann Clark Bremer, El club de los
mentirosos de Mary Karr
(coeditado con Errata naturae, la editorial de Irene Antón y Rubén Hernández), Los
colores de nuestros recuerdos de
Michael Pastoureau y Los grandes placeres de Giuseppe Scaraffia. No sé cuánto tiempo estuvimos
hablando, tal vez unos minutos, pero lo suficiente para causarme una hondísima
impresión. Isak Dinesen dijo en una ocasión que cualquier pena se podía hacer
soportable metiéndola en un relato o contando una historia sobre ella. Esta es
mi historia. Esta es mi pena.
“Escribimos sobre nosotros mismos para, al fin lo sé,
fingirnos perfectos”.
Julián Rodríguez, Novelas (2001-2015)