martes, 9 de julio de 2019

Muerte de un editor

Nunca lo he contado hasta ahora. Originariamente, yo quería ser editor como Maxwell Perkins o Sylvia Beach. Cuando digo originariamente, quiero decir cuando tenía catorce años y publiqué un poema en una revista que hablaba de miedos y vallas, o eso creo. Pero hablaba de mí, de eso estoy seguro. No mucho tiempo después, descubrí que hay un camino, que es la escritura, y hay otro camino, que es la edición, ambos caminos parten de un punto común, pero se bifurcan como el jardín de senderos de Borges y se alejan y no confluyen, o confluyen muy rara vez, como en el caso de los escritores y editores Enrique de Hériz (Ediciones B) y Julián Rodríguez (Periférica), fallecidos este año con pocos meses de diferencia. Al primero no lo conocí, pero a Julián sí: me lo presentó su pareja, Irene Antón, también editora, en la librería Tipos Infames de Madrid. Yo había ido con una buena amiga. Tuvimos que dar un rodeo de al menos veinte minutos para encontrar la librería. No recuerdo la fecha —2008 o 2009—, pero sí aquella tarde de principios de junio. Julián vestía de negro como si no encontrase diferencia alguna entre el romanticismo y la soledad. De inmediato tuve la certeza de que nunca íbamos a coincidir en algo por mucho que viviéramos. Nuestras respectivas visiones del mundo editorial eran tan diametralmente opuestas como nuestros gustos para vestir. Yo entonces estaba deslumbrado por el escritor francés Hervé Guibert, muerto a los 36 años a causa del sida, cuya agonía documentó en una película, entre junio de 1990 y marzo de 1991, titulada El pudor o el impudor. Al igual que yo —o mejor que yo—, Julián conocía la obra de Guibert (en la línea de Bataille y Genet, autores que también se enfrentaron con la muerte), y le insistí para que publicase en Periférica sus diarios de la marginación del sida, compuestos por Al amigo que no me salvó la vida, El protocolo compasivo y L’homme au chapeau rouge. Los dos primeros fueron publicados por la editorial Tusquets en 1991 y 1992, inencontrables tanto hoy como entonces. En aquel momento Julián acababa de publicar una novela de Lionel Tran que a mí me parecía que quedaba aplastada por el título, Sida mental, y estaba preocupado por la recepción que iba a tener en el público. Mis argumentos nunca sirvieron para convencerlo de publicar a Guibert, de quien yo leía por entonces, diccionario francés-español en mano, Le mausolée des amants. Sin embargo, él conseguía siempre un sí de todo el mundo. Es lo que Albert Camus llamaba el charme: “Un modo de obtener como respuesta un sí sin haber formulado a las claras ninguna pregunta”. Julián tenía charme, como los libros que publicaba en Periférica: La librería ambulante de Christopher Morley, Hermana muerte de Thomas Wolfe, En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart, Perú de Gordon Lish, Una biblioteca de verano de Mary Ann Clark Bremer, El club de los mentirosos de Mary Karr (coeditado con Errata naturae, la editorial de Irene Antón y Rubén Hernández), Los colores de nuestros recuerdos de Michael Pastoureau y Los grandes placeres de Giuseppe Scaraffia. No sé cuánto tiempo estuvimos hablando, tal vez unos minutos, pero lo suficiente para causarme una hondísima impresión. Isak Dinesen dijo en una ocasión que cualquier pena se podía hacer soportable metiéndola en un relato o contando una historia sobre ella. Esta es mi historia.  Esta es mi pena.




“Escribimos sobre nosotros mismos para, al fin lo sé, fingirnos perfectos”.

Julián Rodríguez, Novelas (2001-2015)