domingo, 28 de junio de 2020

El placer de los extraños

En la película de William Friedkin Cruising —titulada en España A la caza—, Al Pacino interpreta a Steve Burns, un policía encubierto que se infiltra en los ambientes más sórdidos de Greenwich Village para atrapar a un asesino en serie de homosexuales. La película, basada en la novela homónima del periodista Gerald Walker, fue rodada con máximas medidas de seguridad y protección tanto para el equipo artístico como para los extras, debido a que una parte de la comunidad gay* protestó por la imagen poco edificante que en ella se ofrecía de los homosexuales, entregados a un frenesí orgiástico en bares de cuero y parques públicos. Para millones de espectadores, entre los que me incluyo —recuerdo haberla visto a los diecinueve años espoleado por la publicidad: “No la vea si Ud. no está seguro, totalmente seguro de su sexo”—, la película supuso el primer contacto oficial con el cruising, un término que la RAE no recoge, pero sí contempla el de “cancaneo” con el que a veces se le asocia, y que el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define como “vagar sin objeto determinado”. Si ellos lo dicen, será. Pero es cierto solo en parte. Lo es porque el cruising es un hábito para el que no hay una definición satisfactoria. Y si la hubiera no es sencilla, como sostiene el escritor mexicano Alex Espinoza en Cruising. Historia de un pasatiempo radical (Cruising: An Intimate History of a Radical Pastime, 2019; Dos Bigotes, 2020): “Es un momento que captura algo innombrable, pero que resulta crucial para la supervivencia. Es un impulso tan fuerte que hace hervir la sangre, altera el tiempo, la realidad y el sentido. Y la única manera en la que uno se recupera de ambos es volviendo a hacerlo, una y otra vez, sin parar”. Todas las investigaciones que se han llevado a cabo en los últimos años sobre la adquisición de la identidad homosexual por parte de los hombres, y sobre su manera de vivir la homosexualidad, han señalado el cruising como un proceso lógico de sociabilidad gay. Para Espinoza el cruising lejos de ser una realidad denigrante refuerza la autoconfianza en uno mismo: “El sexo anónimo ayudó a este niño raro, tímido y con muchos defectos a encontrarse. El cruising me ayudó a darme cuenta de que los hombres me necesitaban y me deseaban. Después de algunos encuentros, aprendí que mi anatomía era, de hecho, única. Y esta conciencia me dio confianza, una arrogancia que me ayudó a ver el mundo a mi alrededor de otra manera. [...] Encontré un lugar donde podía exhibir control, enfrentarme a mis demonios y mis propias inseguridades”. Aunque pueda parecer radical, el problema del cruising no es de índole moral, ni ético, sino una cuestión numérica: “El problema del cruising es que necesitas mucha gente alrededor para hacerlo. Necesitas extraños. Necesitas variedad”. En Cruising, Espinoza no sólo desmitifica el sexo ocasional entre extraños como hostil, sino que proyecta sin saberlo luces y colores en un muro de prejuicios que tiene como destino el de todos los muros: caer.






“El cruising ha facilitado una salida segura a la exploración sexual. Está desprovisto de las dinámicas de poder que infectan las interacciones heterosexuales y existe fuera de las jerarquías tradicionales. El verdadero cruising permite a la gente establecer las condiciones de su deseo y que todos salgan satisfechos. Está basado en la igualdad”.

Alex Espinoza, Cruising

___
(*) La Gay Activist Alliance y la Gay Task Force calificaron la película de William Friedkin de “provocación homófoba”.


sábado, 20 de junio de 2020

Anticipar lo más duro

Cada siglo, cada época, cada generación tiene su propia experiencia vital con las epidemias, llámense viruela, tifus, cólera, peste, gripe española, Ébola o MERS. Decía Albert Camus en La peste —cito de memoria— que todo lo que el hombre puede ganar al juego de la enfermedad y de la vida es el conocimiento y el recuerdo. De la pandemia del Covid-19 saldrán muchos libros —de hecho ya hay en las librerías algunos ensayos tempranos, como Pandemia de Slavoj Žižek, ¿Ya es mañana? de Ivan Krastev, Un planeta de virus de Carl Zimmer y Los días de la fiebre de Andrés Felipe Solano—, y se reeditarán otros tantos. De estos últimos hay que saludar la reedición de Diario del año de la peste (A Journal of the Plague Year, 1722; Alba, 2006, reed. 2020) de Daniel Defoe, sobre el brote de peste que arrasó Londres en 1665, y El mapa fantasma (The Ghost Map: The Story of London's Most Terrifying Epidemic and How It Changed Science, Cities, and the Modern World, 2006; Kantolla, 2008, reed. 2020 en Capitán Swing) de Steven Johnson, sobre un brote de cólera que asoló a las clases más bajas* de Londres en 1854. Ambos libros —el  primero una narración en primera persona basada en recuerdos personales pero totalmente ficticia, y el segundo una investigación real sobre un hecho histórico que se lee como una novela de misterio—, escapan a sus propios límites al poner en práctica conceptos de periodismo duro (Diario del año de la peste) o de relato de detectives (El mapa fantasma) de forma imaginativa, brillante y, sobre todo, amena. Pero si hay una retratista familiar de la sociedad inglesa subyugada por una epidemia, esa es sin duda la escritora británica Barbara Comyns, de la que la editorial Gatopardo acaba de recuperar oportunamente su novela Los que cambiaron y los que murieron (Who Was Changed and Who Was Dead, 1954), que permanecía inédita en España**. La primera frase de la novela es todo un titular: “Los patos atravesaron nadando las ventanas del salón”, completado cinco líneas después con un final que anuncia un nuevo orbe distinto del anterior: “El peso del agua las había abierto a la fuerza, de modo que los animales entraron en el interior. Circunnavegaron la estancia entre graznidos de aprobación, después partieron otra vez hacia el exterior para explorar el maravilloso nuevo mundo que había llegado durante la noche”. Cualquiera podría tomarse este libro como un precursor del cambio climático. Pero la inundación no es más que el preludio de la llegada de una misteriosa fiebre que de repente comienza a diezmar la vida de los habitantes del condado de Warwickshire —donde nació Comyns en 1909—, como si se tratase de una plaga bíblica. Los que cambiaron y los que murieron nos recuerda que el lector necesita de vez en cuando contundentes sacudidas que lo liberen de la rutina y la repetición, pero sobre todo lo preparen para anticipar lo más duro.





“A medida que fue transcurriendo el día, la riada comenzó a bajar de nivel. Abandonó el hogar de los Willoweed, y en su lugar dejó barro, hierbajos de río y un penetrante tufo a humedad. Afuera, los niños colocaron guijarros en la hierba para marcar la retirada del agua. El jardín descendía hacia el río y cuando cayó la noche, volvió a ser visible media pendiente, tapizada de flores mojadas y apelmazadas y de césped de un verdor esmeralda. Unos cuantos objetos extraños e inertes yacían desperdigados. El viejo Ives los recogió y los guardó en el cuarto de las calderas. Por desgracia, Dennis vio cómo metía a la fuerza un pavo real”.

Barbara Comyns, Los que cambiaron y los que murieron


___
(*) “Sus propios nombres evocan ahora una especie de catálogo de animales exóticos: recolectores de huesos, traperos, buscadores de materias puras, dragadores, hurgadores del barro, cazadores de las cloacas, captores de polvo, limpiadores de excrementos humanos, hurgadores del río, hombres de la orilla... Eran las clases bajas de Londres, una comunidad de al menos cien mil habitantes”. Steven Johnson, El mapa fantasma (pág., 13).
(**) Aunque no alcanza la fama de Barbara Pym o Iris Murdoch, Barbara Comyns no es una escritora desconocida en España, donde tiene tres novelas publicadas en Alba Editorial: Y las cucharillas eran de Woolworths (1950), La hija del veterinario (1959) y El enebro (1985).


domingo, 14 de junio de 2020

Nuestro escritor común

El pasado 9 de junio se cumplieron 150 años de la muerte de Charles Dickens (1812-1870), el escritor inglés más leído en todo el mundo, por lo que podríamos decir que es nuestro escritor común, el tuyo y el mío y el de todos los lectores píos y religiosos de su época, quienes para evitar blasfemar con la expresión What the devil! (¡Qué demonios!), ante el cúmulo de desgracias que se ciernen en sus libros sobre sus personajes más queridos, David Copperfield, Oliver Twist y Philip Pirrip, más conocido como Pip, utilizaban la expresión What the Dickens! Para conmemorar la fecha de su muerte, el sello Penguin Clásicos le ha rendido homenaje de la mejor manera que puede hacerse —Dickens dejó escrito que no quería ningún monumento por su muerte, pero poco caso le hicieron, ya que fue enterrado nada menos que en la Abadía de Westminster—, con una edición conmemorativa de sus tres novelas más populares: David Copperfield (David Copperfield, 1950), Oliver Twist (Oliver Twist, 1939) y Grandes esperanzas (Great Expectations, 1860). Si bien hace tiempo que no he vuelto a releer ninguno de estos títulos, al repasar sus páginas ahora recuerdo el momento en el que los leí por primera vez en mi adolescencia y de cómo me hicieron sentir, en especial Grandes esperanzas, donde cada palabra parecía escrita a propósito de mis estados de ánimo: “Era uno de esos días de marzo en que el sol es ardiente y, en cambio, sopla un viento helado, es decir, esa estación en que al sol es verano y, a la sombra, invierno”. Dickens es el mejor escritor para leer en ese período de nuestras vidas en el que todo parece irse a la mierda y a la vez sientes la irremediable necesidad de tirar para adelante. Lo más ordinario de la vida, en sus novelas cobra un brillo especial. Lo dijo con mejores palabras Stefan Zweig en Tres maestros*: “Buscó sus héroes y sus destinos en las callejuelas de los suburbios, junto a los cuales pasaban distraídamente los demás escritores. [...] Quería enseñar la poesía de lo cotidiano a todos los que vivían recluidos en la vida diaria. Mostró a miles y millones hasta dónde llegaba lo eterno en sus miserables vidas”. Así de grande es el alcance de sus libros. Al menos yo con Grandes esperanzas siento, hoy como entonces, que obtuve algo que había estado faltando en mi vida.




“La verdad es que yo amaba a Estella por la sencilla razón de que la encontraba irresistible. Pero, digámoslo de una vez: a menudo comprendía, con dolor, que la amaba contra toda razón, sin contar con ninguna promesa por su parte, contra mi propia esperanza y la paz de mi espíritu, contra mi felicidad y a pesar de todo cuanto podía desanimarme. Y no la amaba menos por comprender esto, de modo pues que esa certeza no influía para contenerme más de lo que hubiera influido si la hubiese considerado la perfección personificada”.

Charles Dickens, Grandes esperanzas

__
(*) Tres maestros. Balzac, Dickens, Dostoievski (Drei Meister, 1920; Acantilado, 2004, reed. 2009) de Stefan Zweig.


domingo, 7 de junio de 2020

El racismo es una ocupación culta

A estas alturas qué se puede decir del racismo institucionalizado, especialmente de la policía estadounidense, que no hayan dicho ya voces más autorizadas como las de Martin Luther King, Malcolm X, Medgar Evers —los tres asesinados antes de cumplir los 40 años—, Rosa Parks, Ida B. Wells-Barnett, Angela Davis, Bobby Seale, Ralph Ellison, Richard Wright, James Baldwin, Gil Scott-Heron, Toni Morrison o la de la sacerdotisa del soul Nina Simone, en cuyas memorias*, publicadas con su verdadedo nombre Eunice Kathleen Waymon, reconoce que los homicidios de los negros ya eran parte de la vida cotidiana mucho antes del asesinato de Malcolm X: “El asesinato de Malcolm impulsó aún más mis ideas en la dirección que ya estaban tomando, la de que la violencia terminaría siendo una parte de la lucha [contra la discriminación racial] y que, si no lo entendíamos pronto, moriríamos como moscas, tal cual decía en Mississippi Goddam”.** El asesinato de George Floyd el pasado 25 de mayo en Powderhorn, Minneapolis, como resultado del brutal arresto que sufrió por parte de cuatro policías blancos, ha vuelto a poner en primer plano una vez más el racismo latente en la sociedad americana. Un racismo que pocas veces como ahora ha tenido tal gama de colores: negros, pieles rojas (indios), morenos (latinos), amarillos (chinos). No obstante, el negro sigue siendo el color estrella de los ataques de los supremacistas blancos abanderados por el actual presidente de los Estados Unidos, el republicano Donald Trump, cuyas últimas intervenciones públicas no han hecho más que arrojar más leña al fuego, dándole la razón a James Baldwin, quien en su célebre ensayo La próxima vez el fuego*** pronosticó el levantamiento de la ciudadanía negra contra la opresión racista y la brutalidad policial: “No más agua, ¡la próxima vez, el fuego!”. En su último libro publicado antes de morir, La fuente de la autoestima (The Source of Self-Regard, 2019; Lumen, 2020), la Premio Nobel de Literatura Toni Morrison recuerda que Baldwin fue el primero que tuvo el coraje de proclamar que “este mundo [es decir, la historia] ha dejado de ser blanco y nunca volverá a serlo”. Los que se empeñan en lo contrario, es decir, en ampararlo, protegerlo y mantenerlo, unos abierta y otros veladamente —y esto vale también para los que defienden “un mundo sin razas [...] emplazado en una reserva protegida, una especie de parque natural”— no sólo actúan con irresponsabilidad, ilegalidad y desprecio de las libertades civiles, sino que sus acciones no difieren de “la solución final de la cuestión judía", en el lenguaje burocrático del régimen nazi, cuya máxima era: “Mantener el silencio a toda costa”.




“El racismo es una ocupación culta y siempre lo ha sido. No es como la fuerza de la gravedad o las mareas. Es una invención de nuestros pensadores menores, de nuestros líderes menores, de nuestros académicos menores y nuestros empresarios mayores. Puede desinventarse, deconstruirse, y su aniquilación empieza al visualizar su ausencia”.

Toni Morrison, La fuente de la autoestima


___
(*) Víctima de mi hechizo. Memorias de Nina Simone (I Put A Spell On You. The Autobiography of Nina Simone, 1991; Libros del Kultrum, 2018) de Eunice K. Waymon.
(**) Mississippi Goddam es una canción de Nina Simone inspirada en el asesinato del activista negro Medgar Evers en Mississippi en 1963 que se convirtió en un himno de batalla para los activistas de los derechos civiles en la década de los 60: And everybody knows about Mississippi Goddam / Can't you see it / Can't you feel it / It's all in the air / I can't stand the pressure much longer [Y todo el mundo sabe lo del maldito Mississippi / No puedes verlo / No puedes sentirlo / Todo está en el aire / No puedo aguantar mucho más la presión].
(***) La próxima vez el fuego (The Fire Next Time, 1963; Sudamericana, 1964) de James Baldwin.