Paramount
Channel ofreció el fin de semana pasado un especial dedicado a algunos de los
monstruos más terroríficos del cine bajo el título Animaladas. Entre las animaladas cinematográficas se contaban una criatura
mitad piraña mitad anaconda que respondía al nombre de pirañaconda (Piranhaconda
de Jim Wynorski, 2012) —por
si quedaba alguna duda de su naturaleza mixta— y un ejército de insectos
gigantes del
planeta Klendathu (Starship Troopers de Paul Verhoeven, 1997). Hasta hace muy poco
tiempo, se clasificaban como animaladas a la oveja Dolly, la fecundación in
vitro y la clonación de partes del cuerpo humano por considerarse creaciones
contra natura. Precisamente así se titula el libro que tengo entre las manos, Contra natura. Sobre la idea de crear seres humanos (Unnatural: The Heretical Idea of Making People, 2011; Turner, 2012) de Philip Ball, un
fascinante ensayo sobre nuestros miedos, fantasías y fetiches en relación con
la idea de fabricar seres humanos. A Mary Shelley se la suele señalar como la escritora
que lo empezó todo. Hasta la aparición de Frankenstein, o El moderno
Prometeo —su debut y, al
mismo tiempo, su obra más vendida en todo el mundo—, no había nada más perturbador que el horror
que provocaba la violencia, después de la publicación de la novela de manera
anónima en 1818 el epicentro del horror se desplazó hacia lo antinatural. Según el
historiador alemán Helmut Puff: “Lo antinatural no es simplemente lo que no es
natural, lo contrario de natural. Debido al peso de la tradición retórica y al
uso frecuente en contextos moralistas, las palabras con el prefijo ‘anti’
adquieren connotaciones adicionales, el revés de la norma. Los vocablos que
empiezan por ‘anti’ condenan lo que se expresa. [...] Lo antinatural connota un
estado atroz que debería provocar la condena más vehemente. [...] La respuesta
emocional que se solicita al oyente/lector mediante el vocablo está clara: el
horror”. Como señala Ball en Contra natura, lo que hizo Mary Shelley en Frankenstein no fue contar la historia de un científico,
Victor Frankenstein, que crea un monstruo con partes de diferentes cadáveres y
luego éste lo destruye a él, sino expresar el horror “que despertaban las
nuevas ciencias al comienzo del siglo XIX, que parecían a punto de resolver el
mismísimo misterio de la vida”. También, para bien o para mal, su personaje
marcó la pauta para todos los “científicos locos” posteriores, como el físico
italiano Giovanni Aldini, pionero en el arte de la reanimación de cadáveres; el
científico ruso Sergei Brukhonenko, que se hizo célebre por mantener con vida
durante 190 minutos la cabeza amputada de un perro; el microbiólogo japonés
Shiro Ishii, que introdujo en personas vivas todo tipo de enfermedades infecciosas como el
cólera, el tifus, la pestilencia, el ántrax y la difteria para documentar la
muerte; o el médico alemán Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, responsable de
las atrocidades cometidas en Auschwitz. Si es cierto que, como dejó escrito
Goya en uno de sus cuadros, el sueño de la razón produce monstruos, no lo es
menos que el monstruo en ocasiones es más humano que su creador.
“Nuestra opinión de lo que es ‘antinatural’ no tiene nada
que ver con el mundo físico; no guarda ninguna relación con la physis
aristotélica. Es
una categoría metafísica y moral, producto de la precaria relación que siempre
hemos mantenido con la techné, y preñada de juicios de valor y relativos al decoro. Eso
no quiere decir que sea una superstición, pues las sociedades siempre han
tenido que trazar categorías morales y códigos de conducta. Lo ‘antinatural’ es
la verdadera caja de Pandora que surgió de la creatividad transgresora de
Prometeo: un lugar que no guarda males reales, sino males imaginados, que
suelen ser peores”.
Philip Ball, Contra natura