“La
mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó
apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años”. No hace falta decir más. Han pasado 50 años
desde la publicación de Paradiso (1968; Alianza editorial, 2018) de José Lezama Lima, un complejo y abigarrado universo narrativo sobre la vida cultural e intelectual de Cuba a través de
la infancia y juventud de José Cemí, quien, tras la muerte de su padre, pasa de
una situación de felicidad, vivida en un ambiente familiar donde lo invisible
tiene “una pesada gravitación”, a otra de soledad y de dolor, cuya llegada es
sentida por el protagonista como una expulsión del paraíso. Al final va a ser
verdad que el paraíso está en la otra esquina. Aunque la
primera edición de Paradiso se publicó
en 1966 en La Habana por la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos —impresa
con bastantes erratas, nada menos setecientas noventa y ocho—, no fue hasta la
aparición de la edición mexicana, en Ediciones Era, revisada por el autor
cubano y al cuidado de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis, que alcanzó
su estatus de monumento literario a la espera de su Maurice Blanchot, como
escribió Cortázar en su libro-collage La vuelta al día en ochenta mundos: “En diez días, interrumpiéndome para respirar y darle su
leche a mi gato Teodoro W. Adorno, he leído Paradiso, cerrando (¿cerrando?) el itinerario que hace muchos años
iniciara con la lectura de algunos de sus capítulos caídos en la revista Orígenes como otros tantos objetos de Tlön o de Uqbar. No soy un crítico:
algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice
Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre a su larvario
fabuloso. [...] Lo esencial del libro no depende para nada de que sea o no sea
una novela como la que podría esperarse; mi propia lectura de Paradiso, como de todo lo que conozco de Lezama, partió de no
esperar algo determinado, de no exigir novela, y entonces la adhesión a su
contenido se fue dando sin tensiones inútiles, sin esa protesta petulante que
nace de abrir un armario para sacar la mermelada y encontrarse en cambio con
tres chalecos de fantasía. A Lezama hay que leerlo con una entrega previa al fatum, así como subimos al avión sin preguntar por el color de
los ojos o el estado del hígado del piloto”. En Paradiso, Lezama Lima exhibe un estilo frondoso y torrencial, e
incluso, a decir de algunos, falocéntrico —seguramente la culpa de esto la tiene
el célebre capítulo 8, dedicado a glosar la hipermasculinidad de un tal Farraluque:
“Farraluque se encontraba en ese momento de la adolescencia, en el que al
terminar la cópula, la erección permanece más allá de sus propios fines,
convidando a veces a una masturbación frenética. [...] La configuración fálica
de Farraluque [...] tenía un exagerado predominio de la longura sobre la raíz
barbada”—, que, en ocasiones, convierte la complejidad en un atajo a la excelencia.
Si hubo una novela que anunció por encima de cualquier otra que la literatura
latinoamericana iba a marcar tendencia en los años sesenta y setenta del siglo
pasado, esa fue sin duda Paradiso. Su
perfección se convirtió en un listón demasiado alto a superar incluso para el
propio autor, pues no volvió a escribir ninguna otra novela. Póstumamente
apareció, en 1977, la inacabada Oppiano Licario, título tomado del nombre del personaje que inicia a José
Cemí en el conocimiento de la poesía en Paradiso. Ambas escritas, según confesó Lezama Lima, “para aquellos
que están en la obligación de escucharme”.
“Hay que morder al que está esperando que uno le muerda, como si anteriormente lo hubiera mordido una serpiente y ahora nuestra mordida lo pudiera salvar”.
José Lezama Lima, Paradiso