Sin la menor
publicidad, casi a escondidas, se acaba de publicar un libro que a mi juicio
merece una atención muy superior a la mayoría de las novedades que se publican
en nuestro país. Lleva por título El quinteto de Nagasaki (Le Poids des secrets, 1999-2004; Lumen, 2018) de Aki Shimazaki.
Se trata de una pentalogía que se inició en 1999 con de Tsubaki (Camelia), pero no alcanzó renombre hasta la
publicación del quinto volumen, Hotaru (Luciérnaga), el título con el que la escritora japonesa
se destapó definitivamente en Canadá —donde reside desde 1981— y se embolsó el
Premio Gouverneur-Général en 2005. El quinteto de Nagasaki compone un único universo narrativo, con un
mismo conjunto de personajes de tres generaciones diferentes —abuelas, madres e hijos—, y en un espacio común, la ciudad de Nagasaki, antes y después de la
explosión de la bomba atómica, el 9 de agosto de 1945. Fue el segundo ataque
nuclear de la historia. El primero con una bomba de plutonio. Las cuatro
primeras novelas de la pentalogía cuentan la misma historia desde cuatro puntos
de vista distintos, mientras que la quinta se sitúa muchos años después y
ofrece en cierto modo la conclusión de la trama. Este juego de perspectivas no
es lo único llamativo de la pentalogía. En El quinteto de Nagasaki, compuesta, además de las mencionadas, por Hamaguri (Almeja), Tsubame (Golondrina), y Wasurenagusa (Nomeolvides), Shimazaki hace gala de un estilo sencillo, sobrio y delicado, lo que no quita para que sus frases brillen como katanas en la
oscuridad. Narrada sin un orden cronológico, similar al fluir de la memoria,
con saltos constantes en el tiempo en ambas direcciones —y con paradas en la
guerra ruso-japonesa, el ataque de Pearl Harbor, la batalla de Manchuria,
la ocupación japonesa de Corea y el gran terremoto de Kantō—, El
quinteto de Nagasaki pone el
foco principalmente en lo sucedido durante el verano de 1945, sumergiendo al
lector en una especie de pesadilla abierta que esconde una terrible
crueldad que cambiará la vida de aquellos que se creían a salvo. La
terrible crueldad no es la guerra ni la bomba atómica, sino la revelación de un
secreto familiar: la mañana del 9 de agosto de 1945, antes de que la bomba
atómica devastara Nagasaki, Yukiko Horibe mató a su padre. Pero no es el único
secreto que guarda Yukiko, y que decide compartir con su hija Namiko cincuenta
años después. Sería una lástima que un libro como El quinteto de Nagasaki —al igual que sucedió con su libro anterior, Hôzuki, la librería de Mitsuko (Hôzuki,
2015; Nórdica, 2017)— pudiese
pasar desapercibido en las librerías por culpa de la escasa publicidad que ha
acompañado a su publicación. Resultaría más lamentable que su tema, el fondo
histórico que le sirve de marco argumental —la Segunda Guerra Mundial—,
despierte el desinterés del lector a fuerza de haber sido explotado por la
literatura en numerosas ocasiones. Lo primero corroboraría, una vez más, el
mercantilismo que se ha adueñado de la industria editorial, por el cual un
libro vale tanto como se haya invertido en su promoción. Lo segundo sería una
postura acomodaticia que esta magnífica obra de Shimazaki
destruye por completo, poniendo en bandeja un retrato frío, bello y perturbador de la
condición humana.
“¿Cómo se puede saber que la memoria
desaparece? Se sabe que el cuerpo, incinerado o enterrado, se descompone,
porque tiene una forma material. Pero la memoria, que no tiene forma, ¿cómo se
puede saber que desaparecerá?”.
Aki Shimazaki, El quinteto de Nagasaki