Exteriorizar
los sentimientos puede ser una dificultad casi insalvable para quien no ha
practicado ni ha visto practicar esta variedad emocional. Ése es el caso del
protagonista de Stop-Time (Stop-Time, 1967; Libros del Asteroide, 2018), de Frank
Conroy, quien convirtió en novela su propia vida, marcada por la ausencia del
padre —falleció de cáncer cuando tenía doce años— y por una infancia conflictiva
y difícil. Nacido en 1936 en Nueva York, Conroy se
crió con su madre, Dagmar, inmigrante danesa, y su padrastro, Jean Fouchet.
Desde los nueve hasta los once años estuvo interno en un colegio para alumnos
de primaria de Pensilvania donde experimentó por primera vez la “extraña
sensación volátil de no saber qué iba a suceder en el momento siguiente”. La
vida con Dagmar y Jean no fue mejor, al contrario: “Lentamente fui pasando al
estadio de tener problemas, una nota sostenida de tensión que iba a crecer
continuamente hasta que ya no entendí nada más de mí mismo, hasta que estar
vivo se convirtió en sinónimo del hecho de tener problemas”. Estas líneas
podrían haber emanado de Holden Caulfield, insigne protagonista —y niño
perdido, confundido, falto de amor— de El guardián entre el centeno. Si hay un tema que vertebra la literatura norteamericana
ése es, sin duda, el de la pérdida de la inocencia. Tanto da que la trama gire
entorno a la amistad de un muchacho blanco y un esclavo negro (Las aventuras de
Huckleberry Finn), un grumete testigo
silencioso de una tragedia marítima (Moby Dick), un chico judío incapaz de disfrutar de sus relaciones
sexuales (El lamento de Portnoy) o un adolescente
que descubre que no existe ninguna verdad trascendente oculta tras las sombras
(El guardián entre el centeno). Todos
los comentarios sobre Stop-Time, en el
curso de estos últimos cincuenta años, han barajado con tino la referencia a
J.D. Salinger. Es evidente que tanto en el tono como en el tema, en los
personajes como en los diálogos (véase el capítulo titulado Resistir), hay reminiscencias del debut como novelista del “recluso
literario”, como lo llamó The New York Times en su obituario. Pero lo cierto es que en su retrato del artista adolescente
en busca de su identidad, Stop-Time
está más próxima a Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote —con ecos de William Faulkner, pero no
alejado también de esa línea que de Faulkner lleva a Arkadiy Dolgoruki, el
narrador-protagonista de El adolescente
de Fiódor Dostoievski—, que a El guardián entre el centeno. Stop-Time tiene muchas más dimensiones de las que podamos ver a
primera vista. La ansiedad de sentirse vivo en todo momento estalla en cada
página: “Cualquier cosa que le ocurriera a mi cuerpo era un motivo de
satisfacción. Durante semanas enteras, hasta que se murió, estuve siguiendo la
pista de un gusano que se me había metido bajo la piel del pie”. Stop-Time es un libro único, atemporal, como un pliegue en el
tiempo, que nos permite acceder a otros mundos, a algunos de los cuales —como ese tiempo detenido narrado por Conroy— sería imposible llegar de otra manera. Dicho esto, ¿se
le puede tener más ganas a un libro? No. Créanme. Puede que no repitan la
experiencia.
“Los niños sólo recuerdan el momento en que están esperando
algo. En cuanto los hechos empiezan a ocurrir, se pierden en el movimiento
mismo, como bailarines hipnotizados”.
Frank Conroy, Stop-Time