sábado, 2 de febrero de 2019

El inventor de la provincia

Releo estos días, por citar sólo un libro de los muchos que tengo acumulados en la mesilla de noche, La señora Bovary (Madame Bovary, 1857; Alba, 2012) de Gustave Flaubert, en la versión realizada por María Teresa Gallego Urrutia, que se distingue por haber realizado una hazaña extraordinaria, traducir el tratamiento, es decir, emplear el término “señora” en vez de dejar “madame” como han hecho hasta ahora la mayoría de los traductores que han vertido al castellano la obra maestra del escritor francés. Ayer pesqué esto: “¡Tengo una religión, mi religión, y tengo incluso más que todos esos, con sus farsas y sus charlatanerías! ¡Adoro a Dios, antes bien! ¡Creo en el Ser Supremo, en un Creador, fuere quien fuere, poco me importa, que nos puso en este mundo [...] pero ¡no necesito ir a una iglesia, ni besar una fuente de plata, ni engordar con mi dinero a un montón de cuentistas que comen mucho mejor que nosotros! Porque podemos honrarlo igual en un bosque, en un campo, o incluso contemplando la bóveda etérea, como hacían los antiguos. ¡Mi Dios es el Dios de Sócrates, el de Franklin, el de Voltaire y el de Béranger”. Son palabras del boticario Homais, anticlerical y progresista, que Flaubert hace suyas. Para el autor de La educación sentimental, el artista vive en algún lugar por encima del universo moral. Por eso Emma Bovary, burguesa de provincias, prefiere morir antes que verse privada de todo aquello que no puede experimentar plenamente. Emma es un mujer que ha crecido leyendo novelas y todo tipo de historias románticas que han influido de una manera inopinada en su vida. Según Harold Bloom: “Emma tiene la grandeza de su vitalidad y la intensidad heroica de su sexualidad y esa eminencia la convierte en una rareza”. Flaubert se encontraba tan a gusto con su heroína que dicen que dijo:  “Madame Bovary, c'est moi” (Madame Bovary soy yo). ¿Lo fue alguna vez? No lo sé. Pero lo cierto es que Madame Bovary es el espejo en el que Flaubert desea mirarse, porque prefiere las vidas llenas —pongan ustedes lo que quieran dentro— a las vidas previsibles. El éxito de La señora Bovary se debe en parte a Emma y en parte a esa fabulosa recreación del mundo de provincia. Al igual que escribió Salambó “sólo para dar una idea del amarillo”, Flaubert escribió La señora Bovary para dar una idea de la provincia, sin avances palpables, sin libertades reales. La provincia como síntoma de rigidez, entumecimiento, parálisis. Como escribió Francisco Umbral, en ¿Y cómo eran las ligas de Mademe Bovary?: “Flaubert queda, para mi gusto, como el inventor de la provincia. Frente a los creadores febriles que sólo recogen el ritmo tremante de París, a Flaubert le bastó, genialmente, la provincia. [...] Los libros sobre la provincia siempre salen más completos, más cerrados, más cuadrados, más circulares”.




 “¡Todo mentía! Tras todas las sonrisas había un bostezo de hastío: en todas las alegrías, una maldición; en todos los placeres, el correspondiente asco; y los besos mejores dejaban en los labios un deseo irrealizable de una voluptuosidad más elevada”.    

Gustave Flaubert, La señora Bovary