lunes, 18 de febrero de 2019

Dos en la carretera

Decía el filósofo francés Michel Onfray, en Teoría del viaje, que viajar con otro “permite una amistad construida, fabricada día tras día, pieza por pieza. A nuestro Occidente cristianizado no le gusta la amistad, rápidamente devenida una virtud sospechosa por antinómica con la religión social, familiar y comunitaria. [...] Ser dos dispensa de los avatares de ser uno y de los inconvenientes de ser más”. Es siguiendo esta sentencia que Los caminos del mundo (L'usage du monde, 1963; Península, 2019) de Nicolas Bouvier cobra su legitimidad como un clásico de la carretera —a la altura de En el camino de Jack Kerouac, que también él podría haber firmado— desde la perspectiva de la libertad juvenil. En 1953, con 24 años, Nicolas Bouvier se dirigió en un Fiat 500, conocido popularmente como Fiat Topolino, desde la antigua Yugoslavia hasta Afganistán acompañado por el dibujante Thierry Vernet, quien también escribiría sobre el mismo viaje en Peindre, écrire chemin faisant (inédito en España). A lo largo de diecisiete meses, y con escasos recursos económicos, ambos se embarcaron en un viaje sin precedentes y sin saber bien con qué se iban a encontrar. Los caminos del mundo, se abre con una cita de Romeo y Julieta de Shakespeare (“Tengo que irme y vivir, o quedarme y morir”), que no difiere en lo esencial de la cita de Walt Whitman que abre En el camino: “Camarada, ¿vendrás a viajar conmigo? ¿Seguiremos juntos mientras la vida nos dure?”. Al igual que los protagonistas de En el camino, Sal Paradise y Dean Moriarty, locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, Bouvier y Vernet estaban llenos de entusiasmo, deseosos de vivir una experiencia realmente transformadora en un mundo nuevo, surgido como corolario inexorable de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. “Holgazanear en un mundo nuevo es la más absorbente de todas las ocupaciones”, escribe Bouvier en las primeras páginas del libro. Y eso es lo que hacen él y Vernet, holgazanear por el atlas de la vieja Europa mientras recurren a trabajos temporales para sacar dinero para costear su viaje por carretera. Harían bien los turistas actuales que viajan a Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Serbia, Grecia, Turquía, Irán y Afganistán en olvidarse de playas, terrazas y hoteles y contratar un tour guiado por la certera mirada de Bouvier. Si la literatura tiene la tarea ineludible de hundir el hacha en el mar helado que llevamos dentro, Los caminos del mundo, a caballo entre el viaje exterior y la aventura interior, merece figurar por derecho propio entre las obras mayores de la literatura en cualquier lengua.



  
“No hay palabra para nombrar aquello que te empuja. Es algo que crece en ti y que va soltando amarras, hasta que llega un día en el que, aunque no te sientas demasiado seguro, te vas de verdad. Un viaje no necesita motivos. Pronto demuestra que tiene sentido por sí mismo. Tú piensas que vas a hacer un viaje, pero muy pronto es el viaje quien te hace a ti. O quien te deshace”.

Nicolas Bouvier, Los caminos del mundo