sábado, 8 de mayo de 2021

Lo que hacemos en las sombras

Partiendo de uno de sus vigorosos arranques, Jay McInerney (Connecticut, 1955) desplegó en su primera novela, Luces de neón (Bright Lights, Big City, 1984) una soberbia historia de juventud y destrucción: “No, no eres la clase de tipo que estaría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada. Pero aquí estás, y no puedes decir que el terreno te sea del todo extraño, a pesar de que los detalles están borrosos. Estás en una discoteca hablando con una chica que tiene la cabeza rapada. La discoteca ha de ser Heartbreak o bien Lizard Lounge. Todo se aclararía si pudieras escabullirte a los lavabos y aspirar un poco más de Polvo Mágico Boliviano. Pero puede que no. Una vocecita interior insiste en que tu epidémica falta de claridad es el resultdo de un exceso de todo esto. La noche ha llegado a ese punto imperceptible en que las dos de la mañana se hace súbitamente las seis”. Luces de neón, publicada primero en forma de relato bajo el título It’s 6am, Do You Know Where You Are? [Son las 6 de la mañana¿sabes dónde estás?],  se ha erigido hoy en una obra decisiva de su trayectoria literaria junto a novelas como las que componen la trilogía sobre el matrimonio Calloway: Al caer la luz (Brightness Falls,1992; Libros del Asteroide, 2017), La buena vida (The Good Life, 2006; Libros del Asteroide, 2018) y Días de luz y esplendor (Bright, Precious Days, 2016, Libros del Asteroide, 2021)*. Esta última acaba de llegar a las librerías españolas cuando ya no esperábamos volver a saber de Russell y Corrine Calloway —guapos y ricos, pero también perseguidos por sus demonios, como los personajes de Francis Scott Fitzgerald—, después de haberlos dejado asomados a su propio abismo al final de La buena vida: “De ahí en adelante, todo constituiría un descenso gradual, ya fuera más rápido o más lento, desde el pesar hacia el olvido”. Si en La buena vida el derrumbe de las Torres Gemelas es la metáfora del rugir de lo perdido, en Días de luz y esplendor la quiebra de Lehmam Brothers viene a avisarnos de que se puede perder mucho más. Días de luz y esplendor se abre con una oda a Nueva York y a los libros, claro está—, que explica y justifica el apego del autor por su ciudad de adopción. En unas pocas líneas, McInerney nos regala una más que nostálgica descripción de la ciudad, consiguiendo uno de los mejores comienzos de novela que uno es capaz de recordar: “Hubo un tiempo, no hace mucho, en que los jóvenes acudían a la ciudad porque amaban los libros, porque querían escribir novelas o relatos cortos —o incluso poemas, nada menos—, o porque querían participar en la producción y distribución de dichos artefactos y estar en contacto con la gente que los creaba. Para aquellos que frecuentaban bibliotecas de las afueras y librerías provincianas, Manhattan era la reluciente ciudad de las letras. New York, New York. Estaba ahí mismo, en la página de créditos: era el lugar del que emanaban libros y revistas, hogar de todos los editores, sede del New Yorker y de la Paris Review, donde Hemingway le dio el puñetazo a O’Hara y Ginsberg sedujo a Keroauc, donde Hellman demandó a McCarthy y Mailer la emprendió a golpes con todo el mundo, y donde los aspirantes a novelistas [...] adoraban los textos sagrados de Nueva York: La casa de la alegría, El gran Gatsby, Desayuno en Tiffany’s [...] Todos habían leído El guardián entre el centeno, pero a diferencia del resto, a ellos les había llegado de verdad al corazón: les hablaba en su misma lengua y les inspiraba la secreta ambición de mudarse a Nueva York algún día y de escribir una novela titulada El vuelo de los patos en invierno, o quizá sencillamente Patos en invierno**”. En Días de luz y esplendor los Calloway todavía están juntos. Pero no son felices. Hace tiempo que han dejado de querer lo que tienen, el uno al otro. Los que aplaudieron Manhattan de Woody Allen, o la Crónica de los Wapshot de John Cheever, disfrutarán en estas páginas de asuntos afines contados con la certeza y osadía de alguien nacido para escribir. Todo en ella refrenda lo que ya apuntó Ursula K. Le Guin: “Cuando enciendes una vela, también proyectas una sombra”. 





“Los mejores matrimonios, como los mejores barcos, son los que saben capear los temporales. Se enfrentan al oleaje, se estremecen, escoran y están a punto de volcar, pero al final consiguen enderezarse y siguen navegando rumbo al horizonte. Al fin y al cabo, se cimientan sobre una sola premisa: en lo bueno y en lo malo. Su matrimonio, si bien no era exactamente ‘boyante’, estaba al menos en condiciones de navegar”.


Jay McInerney, Días de luz y esplendor



__

(*) El primer volumen está traducido por Mariano Antolín Rato y los dos restantes por Patricia Antón.

(**) McInerney hace alusión a la conversación que mantiene el protagonista, Holden Caulfield, con un taxista llamado Horwitz: “¿Pasa usted muchas veces junto al lago de Central Park? ¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando ahí? Sobre todo en primavera. ¿Sabe usted por casualidad dónde van en invierno?”.