Decía el escritor Juan Eduardo Zúñiga, en su libro Desde los bosques nevados, que los personajes femeninos de las novelas rusas “muestran infinitas posibilidades de amar, pero encuentran ante ellas hombres autoritarios o cobardes, crueles o enfermizos. Ellas sienten imperiosa necesidad de manifestar su poder de pasión y de entrega semejante a impetuosos ríos desbordados, al zumbido de los bosques de tilos en otoño, al espacio infinito de la estepa; están dispuestas a decisiones últimas, heroicas, sin barreras ni limitaciones pero sólo conocen hombres fríos, indiferentes, jactanciosos y lo peor de todo, sin respuesta”. Es lo que le sucede a la protagonista que da nombre a la novela de Chinguiz Aitmátov, Yamilia (Джамиля, 1958; Automática, 2021), una joven de Kirguistán recién casada, cuyo marido, Sadyk, deja al cuidado de su hermano menor, Seit, para combatir en la Segunda Guerra Mundial con el resto de los hombres de la aldea. Al igual que Ana Karénina, hay muy pocas cosas que Yamilia no esté dispuesta a hacer para evitar el destino que una sociedad rígida y fuertemente patriarcal tiene reservada para ella. Pero, mientras que Tolstói intentó eliminar su propio afecto y el afecto del lector hacia su arrojada heroína —haciendo de ella una mala madre, pues aún queriendo mucho a su hijo, le desilusiona no encontrarlo de acuerdo a la figura idealizada que se había formado de él después de su affaire con el conde Vronski—, Aitmátov siente claramente simpatía por Yamilia, cuyo amor se disputan secretamente Seit, el narrador, y Daniyar, un joven soldado convaleciente que canta para mitigar las penas. Mientras Yamilia es pura vida, Daniyar es pura melancolía, esa melancolía rusa, que, como escribió Victor Hugo, no es otra cosa que la felicidad de estar triste. Baudelaire apenas podía concebir un tipo de belleza en la que no estuviese implicada la melancolía. La melancolía y la belleza de las emociones se muestran en Yamilia —en la excelente traducción de Marta Sánchez-Nieves Fernández— con una sencillez exquisita. “Entonces no tenía muy clara la relación entre ellos dos”, escribe el joven Seit recordando su infancia en la estepa, “y debo confesar que, además, me daba miedo pensarlo. Sin embargo, sí me alteró un poco darme cuenta de que la tristeza de Yamilia venía de tener que mantenerse apartada de Daniyar. [...] Yamilia cruzaba el desfiladero en la carreta, pero en la estepa se bajaba e iba andando. Yo también iba andando, así era mejor: caminar y escuchar. Empezábamos cada uno cerca de su carreta, pero paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos cada vez más a la de Daniyar. Una misteriosa fuerza nos atraía, queríamos discernir en la oscuridad la expresión de su cara y de sus ojos. [...] A ratos me parecía que a Yamilia y a mí nos inquietaba el mismo sentimiento, igual de incomprensible para los dos. Quizá ese sentimiento llevara mucho tiempo escondido en nuestra alma y por fin le había llegado su día”. Comparado con Chéjov o Turguénev, Aitmátov no hizo mucho ruido en el mundo de las letras rusas. Sin embargo, Yamilia es una pequeña joya que merece leerse tanto por el bello estilo de la escritura como por la bella historia de amor de Yamilia y Daniyar que deja en el lector un impacto perdurable. Si no hubiera muerto en 2008, Aitmátov sería Nobel ya mismo.
“Al escuchar a Daniyar, quería pegarme a la tierra y abrazarla con fuerza, como a un hijo, por la única razón de que un hombre pudiera amarla así. Era la primera vez que sentía en mi interior algo nuevo despertándose, algo que todavía no sabía nombrar, que era irresistible”.
Chinguiz Aitmátov, Yamilia