Hace un tiempo mi
amigo, el escritor Carlos Ortega Vilas, autor de El santo al cielo,
me pidió que fuera a dar una charla a uno de sus talleres de escritura
creativa. Le puse una excusa del tipo “no tengo tiempo” o “no sé hacerlo”. Pero
casi siempre que nos veíamos volvía a pedírmelo. Ayer se me acabaron las
excusas. Mis reticencias, por llamarlo de alguna manera, se debían a que existen muchos talleres de escritura creativa que fomentan la ilusión de un mundo en el que todos pueden ser escritores sin pasar antes por la literatura. Empecé
la charla comentando el título: De qué (no) hablamos cuando hablamos de
escritura creativa. Observé caras de interés, de asombro, de
curiosidad entre los asistentes al taller que me impulsaron a continuar de la siguiente manera: “Si de verdad les interesa lo que voy
a decirles sobre la escritura creativa, es imprescindible, antes que nada,
que les haga una confesión: siento verdadero horror por todo lo que son límites y limitaciones. Más
si cabe por las que uno mismo se impone consciente o inconscientemente, porque "es perfectamente posible para un hombre estar fuera de la cárcel y, sin
embargo, no estar en libertad; estar sin ninguna limitación física y, sin
embargo, ser psicológicamente un cautivo obligado a pensar, sentir y obrar como
los representantes de un Estado nacional o de algún interés privado quieren que
piense, sienta y haga". Estas palabras no son mías, son de Aldous Huxley, de su
novela Nueva visita al mundo feliz. Por eso quizás lo primero que deberían
aprender sobre la escritura creativa es a desaprender. Desaprender las reglas
que nos han enseñado que debemos respetar (y que está bien que las aprendamos,
no digo que no, sobre todo para desaprenderlas), desaprender también la
vergüenza a fallar, a errar, a fracasar. Aunque del fracaso también se aprende.
Pero esa es otra cuestión, incluso quizás más interesante que la que intento explicar aquí. Hay que olvidar los autores que nos tienen que gustar
obligatoriamente, las obras maestras que se conciben como las únicas posibles.
Borrar de la mente los sustantivos, los adjetivos, los pronombres, los
verbos, los adverbios, las fórmulas mágicas. Solo entonces seremos capaces de
mirar hacia adentro y preguntarnos qué sentimos, qué nos gusta, qué tenemos
ganas de contar. Y mirar hacia afuera, también. Mirar todo aquello que tenemos
delante, no desechar nada por completo, aunque solo sea por llevarle la
contraria a la poetisa americana Louise Glük que dijo que "miramos al mundo una
vez, en la infancia. El resto es memoria". Debemos atrevernos a dudar, a explorar, a preguntarnos todo
el tiempo. Todo el tiempo es todo el tiempo. Salir de lo que "tiene que ser" y
adentrarnos en lo que nos hace ser de verdad. Solo de esta manera seremos
capaces de producir otra cosa que todavía no existe y que todavía no sabemos lo
que será. Con razón se preguntarán: ¿Cómo empezar?. Pues habría que hacer como
el protagonista de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald: "ocultarse a la vista de todos pero detrás de los demás", como escribe Rodrigo
Fresán en La parte recordada. Por supuesto, la
escritura cambia a medida que nosotros lo hacemos. Razón de más para desconfiar
de las fórmulas mágicas. Como decía Terry Pratchett, la magia no es
más que otra forma de decir que no se conoce la respuesta a algo”. En ninguna forma Carlos conocía de antemano el
contenido de estas líneas de las que he sopesado escrupulosamente cada palabra, por lo que querría expresarle mi gratitud por su
confianza y desearle lo mejor en lo personal, ya que en lo profesional llegarán
momentos muy buenos con la novela que está escribiendo.
“Irse a escribir —irse a todas partes pero, mágicamente,
sin moverse de su escritorio— era para él la más cabal y precisa y omnipresente
puesta en práctica de estar desaparecido en acción y, a la vez, de ejecutar gran
prestidigitación: porque al escribir se desilusiona a los seres queridos y se
ilusiona a los desconocidos”.
Rodrigo Fresán, La parte recordada