Quizá debería empezar
aclarando el título. Como mejor se disfrutan los libros es comprándolos uno
mismo. Como las flores. (“La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las
flores”. Me pregunto si haría los mismo con los libros*. ¿Iría Clarissa Dalloway
a una librería de Bond Street o de Charing Cross Road a comprar los libros ella misma, como, por
ejemplo, Fiesta en el jardín de Katherine Mansfield,
uno de los libros de cabecera de Virginia Woolf? Según Woolf: “Katherine
Mansfield ha producido la única literatura que me ha hecho sentir celos. Sus
relatos son el espectáculo de una mente privilegiada”. A mí me sucede lo mismo
con Virginia Woolf. La lectura de sus libros me absorbe, me abstrae de todo lo
que ocurre a mi alrededor, hasta de la persistente alarma del reloj despertador. A veces debo recordarme a mí mismo que tengo que respirar. Solo tomo aire cuando saco
mi cuaderno de notas y copio algunos pasajes de Orlando, Al faro o La señora Dalloway,
como la entrada invicta de Clarissa en la floristería Mulberry: “Avanzó,
ligera, alta, muy tiesa, y de inmediato la saludó la señorita Pym, que tenía la
cara redonda y las manos muy rojas, como si hubieran estado metidas en agua
fría con las flores”**. Esta última frase me la repetí
mentalmente tres o cuatro veces. Dando palmas). Bueno, a lo que iba. Como mejor
se disfrutan los libros es yendo a comprarlos uno mismo. Los prolegómenos dicen
mucho también acerca del lector común. Por eso nunca, o casi nunca, dejo que me
regalen libros, prefiero ir a una librería y disfrutar del espectáculo de los
libros ordenados en sus anaqueles por categorías, temas o
autores, no hay que perder ese placer. El placer de coger un libro, hojearlo y
determinar si es o no una buena lectura para nosotros. Sostiene Gabriel Zaid, en Los
demasiados libros, que “la gente que quisiera ser culta va
con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha
leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace intento de leerlo, sin
éxito, y cuando llega a una docena de libros sin leer se siente tan mal que no
se atreve a comprar otros”. La gente —dejando aparte los casos extremos de
estupidez o pedantería— no va a una librería porque quiera ser culta, va a una
librería porque de niño alguien le regaló un libro, ese juguete del que ahora
no puede apartar la vista y que eligió entre muchos otros para que lo acompañe
en un viaje hacia lo desconocido.
“Pocas personas piden a los libros lo que estos pueden darnos. La mayoría de las veces llegamos a los libros con la
mente confusa y dividida, exigiendo a la ficción que sea verdad, a la poesía
que sea falsa, a la biografía que sea aduladora, a la historia que refuerce
nuestros propios prejuicios. Si pudiéramos desterrar todas esas ideas
preconcebidas cuando leemos, sería un comienzo admirable. No le dictemos al
autor; intentemos convertirnos en él”.
Virginia Woolf, ¿Cómo debería leerse un libro? (De El lector común)
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(*) En un relato anterior a la novela, La señora Dalloway en Bond Street (Mrs. Dalloway in Bond Street), publicado por Virginia Woolf en la revista Dial en 1923, la protagonista iba a comprar guantes: “La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes”. Doy el texto de la edición española del relato, en La fiesta de la señora Dalloway (Mrs. Dalloway’s Party, 1923; Lumen, 2014), traducido por Ramón Gil Novales.
(**) La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925; Lumen, 2013). Traducción de Andrés Bosch.
(**) La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925; Lumen, 2013). Traducción de Andrés Bosch.