“Llamadme Ismael”. Estas dos palabras están consideradas casi con
unanimidad como el mejor comienzo de novela de todos los tiempos. Si embargo,
si hay un comienzo de novela que me hubiera gustado haber escrito no es el
célebre inicio de Moby Dick de Herman Melville, ni el de El viejo y el mar de Ernest Hemingway (“Era un viejo que
pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días
que no cogía un pez”), ni el de Historias de dos ciudades de Charles Dickens ( “Era el mejor de los
tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la
locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de
las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”),
ni el de Anna Karenina de
Lev Tolstói (“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son
cada una a su manera”), ni el de El guardián entre el centeno de J.D. Salinger (“Si de verdad les interesa
lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue
todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y
demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada
de eso”), ni el de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (“Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”), ni
el de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust ("Durante mucho tiempo me acosté temprano”). Si hay un comienzo de
novela que me hubiera gustado haber escrito es el de La campana de cristal (The Bell Jar, 1963; Literatura Random House, 2019) de Sylvia
Plath: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en el que electrocutaron a los
Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con
esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en
los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban
desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas de metro hediondas,
con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me
quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro”. Leí
por primera vez La campana de cristal a los 18 o 19 años, la misma edad que debía tener su
protagonista, Esther Greenwood, alter ego de Sylvia Plath, o mejor dicho, la
última Sylvia Plath, la mujer de sombra, ya cansada de ejercer —a los 31 años— de madre,
amante, esposa, compañera y a ratos escritora. Si algo es La campana
de cristal es la
autobiografía apenas disimulada de una mujer que tuvo que luchar por sus ideas, sus
derechos, sus sueños, su cuarto propio, y cuando ya no pudo más se dejó mecer
por las sombras, poniéndose a salvo de la lucidez de su tiempo.
“Pensaba que la creación
más bella del mundo debía de ser la sombra, el millón de formas en movimiento y
callejones sin salida de la sombra. Había sombra en los cajones de las cómodas
y en los armarios y en las maletas, y sombra debajo de las casas y de los
árboles y las piedras, y sombra en el fondo de los ojos y las sonrisas de la
gente, y sombra, leguas y leguas y leguas de sombra en la cara nocturna de la
tierra”.
Sylvia Plath, La campana de cristal