martes, 3 de septiembre de 2019

Un Gólgota hospitalario

Al igual que el protagonista de Pickpocket de Robert Bresson, Philippe Lançon parece preguntarse en El colgajo (Le Lambeau, 2018; Anagrama, 2019): “¿Qué extraño camino me ha llevado hasta aquí?” Lançon sobrevivió milagrosamente al atentado terrorista contra el semanario satírico Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015. No obstante, el escritor y periodista francés tuvo que someterse a una serie interminable de operaciones para reconstruir su rostro —su  mandíbula superior desapareció por completo al recibir un disparo a bocajarro— tras el atentado. El regreso a casa fue difícil y la adaptación a su nueva situación —“el cuerpo recuerda todo, pero la conciencia olvida deprisa, y no había tardado ni ocho días en perder el recuerdo de la palabra articulada”— lo dejó al borde de la desesperación. Para sobreponerse a la tragedia —el tiroteo dejó doce muertos, entre ellos algunos de sus mejores amigos, como los dibujantes y columnistas del semanario Cabu, Wolinski y Charb— Lançon empezó a escribir El colgajo, una especie de autobiografía fragmentaria, hecha de jirones y desgarrones, de agujeros (de bala) y descosidos que no son perceptibles a primera vista porque se producen muy adentro, en sitios adonde sólo llega el dolor. La historia comienza el día antes del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Lançon acude al Théâtre des Quartiers d'Ivry con una amiga a ver Noche de Reyes de Shakespeare. En la obra, uno de los personajes, Orsino, pronuncia una frase que le parece una premonición de lo que ocurriría a la mañana siguiente: "Nada de lo que es, es”. Aunque estas palabras no están en la obra de Shakespeare, él cree haberlas escuchado. Lo cierto es que se ajustan bastante a su nueva realidad. Nada de lo que es, es. Tampoco nada de lo que fue. Así comienza el autor un periplo que le lleva a recorrer su vida de antes y después del atentado, dejando caer por el camino palabras veraces y momentos únicos sobre la vida, el amor, la muerte, el azar,  el destino, la intimidad, el peroné, Chloé, su cirujana, los hospitales —“el mundo del hospital es el mundo de la constatación”— y, en fin, todo el espectro de la experiencia humana. El colgajo es una de las resurrecciones (nunca mejor dicho) literarias más insospechadas de las últimas décadas. Sólo tiene un pero: que todo lo que lean a continuación —al menos en 2019— les parecerá soso, anodino, superficial comparado con este pequeño Gólgota hospitalario.




“Nuestra relación [con Chlóe, su cirujana] había empezado sobre la base opuesta a la que determina la mayor parte de las relaciones humanas: primero el cuerpo, en la entrega más completa que quepa imaginar, y luego el resto. [...] La intimidad que nos unía era vital, y sin embargo no existía. [...] Había un marco del que no podíamos salir más que mis huevos del calzoncillo durante la visita, hecho que una vez le hizo decir delante de las enfermeras: ‘Trate de guardarse esto, será mejor para todos’. Me había hecho mayor, los huevos me colgaban y no podía pedirle sin embargo que me hiciera un lifting que no entraba dentro de su especialidad. [...] Si aquel día me sobresalían era ante todo porque tenía que tener las piernas al descubierto y subirme los calzoncillos lo suficiente como para que las zonas del trasplante en lo alto del muslo izquierdo, en carne viva, no estuvieran expuestas a ningún roce y pudieran ser examinadas: el hospital es a menudo el lugar de las órdenes contradictorias”.

Philippe Lançon, El colgajo