Decía la poetisa polaca Wisława Szymborska que los pueblos del Cáucaso
se enorgullecían de no haber llegado a su tierra de ningún otro lugar, de haber
estado allí siempre; eso se debe seguramente a que todavía no se habían inventado los
trenes. No, no es una ocurrencia; es un hecho lamentable, como recordó el
más reciente Premio Princesa de Asturias de las Letras, el poeta y ensayista
polaco Adam Zagajewski, en el texto Una nación pequeña le escribe una carta a Dios, recogido en su libro de ensayos Dos ciudades (Dwa Miasta, 1995; hay edición española en Acantilado, 2006): "Todo empezó con los trenes. Ay, ¡qué
lastima que se hayan inventado la máquina de vapor, la locomotora y los
ferrocarriles! ¿A santo de qué? ¿Eran necesarios? ¿Acaso no eran suficientes
las diligencias? ¿No bastaba con ir a pata, pernoctar en los almiares y beber
el agua de los manantiales? ¿Acaso el caballo no es una criatura perfecta,
fuerte y paciente? Las primeras vías férreas podían parecer idílicas: pequeñas
estaciones iluminadas por farolas de gas, el jefe de estación con uniforme
limpio y recién planchado, cajeros bigotudos y retratos de emperadores
soñolientos. [...] Todavía era imposible prever lo más importante. Aún nadie
adivinaba para qué servirían los trenes, cuál era su función principal, que de
momento aún se mantenía en secreto. Los trenes sirven para deportar naciones
pequeñas. Es difícil transportar naciones en diligencia. Una nación entera no
cabría en el carro que condujo a María Antonieta a la guillotina. ¡Pero los
trenes son otra cosa! Los vagones de mercancía o los que sirven para
transportar ganado van de perlas para deportar grandes masas humanas".
En 1945, Zagajewski tenía cuatro meses de edad cuando su familia fue obligada a
dejar su casa de Lvov (la actual Leópolis ucraniana) para trasladarse a vivir a
Gliwice, una fea ciudad industrial alemana que había sido anexionada por
Polonia después del final de la Segunda Guerra Mundial. Allí transcurrió su infancia, escindida
en dos partes, en dos ciudades. De igual forma debieron sentirse los nuevos
habitantes de Gliwice: "La mayoría eran deportados del este, inmigrantes de
fecha reciente, inmigrantes que, no obstante, nunca habían abandonado su país.
Su país se había desplazo hacia el oeste, y ellos con él. Además, casi todos
podían anteponer al nombre de su profesión, vocación u oficio la palabreja
‘ex’. Eran ex jueces, ex oficiales, ex profesores (por no decir nada de ex
niños) despojados de su existencia anterior por el nuevo régimen que examinaba
con lupa el pasado de cada ciudadano, siempre que el ciudadano tuviera algún
pasado. Pero hasta los más pobres entre los pobres tenían alguno". Ni qué decir
tiene que estas palabras de Zagajewski no pueden suplir la vivencia de los miles de
desplazados que deambulan ahora
por Europa, pero expresan mejor que ninguna otra la situación de los
refugiados en el mundo actual. Aunque esto no es nada nuevo. Como dicen los protagonistas de Mystery Train de Jim Jarmusch: "Parece que llevamos una eternidad en este tren".