Primer amor (Pérvaia
Liubov', 1860) del escritor
ruso Iván S. Turguénev y Agua salada (Salt Water, 1998) del estadounidense Charles Simmons, fallecido
el pasado mes de junio, pueden parecer muy similares —todas las novelas infelices
se parecen a su manera—, pero es en los detalles donde saltan las diferencias.
El protagonista de la novela de Simmons, Michael Petrovich, alias Misha, es un
adolescente de quince años que se enamora de una chica de veintiuno, Zina,
durante las vacaciones de verano en Bone Point, una pequeña localidad costera
de Estados Unidos. Simmons utiliza un realismo lírico para construir esta
historia de iniciación a la madurez y a las trampas trágicas de la vida. Su
mirada no es lejana de la de Herman Raucher, en Verano del 42, aunque la irrupción del sexo en la vida de
Misha supone antes una mortificación que una liberación y hace de la relación con los
demás una empresa ardua, llena de largos silencios y miradas doloridas. Simmons tiene una calidez agradable hacia sus personajes y algo de ella tiende a transmitirse. Quienes hayan soñado alguna vez con la reencarnación
de Holden Caulfield, el héroe carismático de El guardián entre el centeno, deben saber que la respuesta más aproximada
la tienen en Misha. Al igual que Holden, Misha urde su conjuro sobre el lector desde
la primera frase: “En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se
ahogó”. Muchas cosas tienen que pasar
para que Agua salada no
acabe coronando el ranking de las mejores novelas del año.
“En los cuentos existe una poción mágica que te
duerme. Cuando te despiertas, te enamoras de la primera persona que ves. Es la
mejor metáfora del amor que existe. El amor es arbitrario, inexplicable, y
cruel. También es transitorio. Nada tan descabellado puede durar”.
Charles Simmons, Agua salada