Retratar una época no implica necesariamente el análisis
frontal de los grandes acontecimientos. Francis Scott Fitzgerald, que retrató
mejor que ningún otro escritor —con la excepción acaso del hoy olvidado
bon vivant Carl Van Vechten, autor de El paraíso de los negros— los ruidosos años veinte,
satisfizo mejor su vocación de cronista cuando se aproximó a los mecanismos del
melodrama y a los colegios y salones de élite, que cuando intentó plasmar frontalmente
la industria floreciente del cine en tiempos de recesión económica en El último
magnate. Algo
parecido se puede decir de Jay McInerney, que es noticia estos días por la
llegada a las librerías españolas —algo tarde, pero llegó que es lo que importa—
de la segunda parte de la trilogía sobre el matrimonio Calloway, La buena vida (The
Good Life, 2006;
Libros del Asteroide, 2018), tras la recuperación el año pasado de Al caer la luz (Brightness
Falls, 1992;
Libros del Asteroide, 2017), y, esperemos que muy pronto, Bright, Precious
Days (2016), cuyo
título es un guiño al título de su primera novela, Bright Lights, Big City (1984; Luces de neón, Edhasa, 1987). En La
buena vida, las clases altas narcisistas y
superficiales de Manhattan se dan de bruces con la cruda realidad de los atentados de 11 de
septiembre de 2001. Hasta ese día en particular —martes— “Manhattan era un espacio existencial, en el que la
identidad iba en función de los logros profesionales; solo a los muy jóvenes y
a los muy ricos se les permitía estar ociosos”. Después de ese día Corrine y Russell Calloway —personajes de la novela
anterior de McInerney, Al caer la luz—
y Luke y Sasha McGavock lo tienen difícil para recomponer sus respectivos
matrimonios, que parecen haberse venido abajo mucho antes del desplome de las torres
del World Trade Center. La metáfora está ahí para quien quiera
verla, pero McInerney le dedica muy poco tiempo a este aspecto y eleva su punto
de vista para indagar, desde una inequívoca voluntad reflexiva, mucho más allá
y mucho más a fondo de la mera cuestión casuística de hechos. El colapso de las
torres gemelas es solo el pretexto —esto no es bueno ni malo— para que un grupo
de neoyorquinos privilegiados se vean obligados a reevaluar sus vidas y
encontrar su propósito después de confrontar las ilusiones de ayer con las
realidades —adulterio incluido— de hoy. Al margen de lo estrictamente épico de
los acontecimientos del 11-S, y que, en verdad, no deja de resultar pura anécdota,
La buena vida resulta poderosa sobre
todo en el tratamiento del conflicto de Corrine consigo misma: “Corrine se había
convertido en una entendida en culpabilidad; aunque en su caso no se trataba de
una puñalada de remordimiento por un acto mal concebido, sino más bien del
latido insistente y sordo de la culpa crónica”. Al final, no importa tanto el desenlace de la
trama, sino los elementos desperdigados a lo largo de la novela entorno a unos
personajes que descubren que no tienen vida propia —ni buena ni mala—, y que sólo
encuentran su lugar en el desmoronamiento al que va tendiendo todo. Una idea sublime, efectivamente, y perturbadora.
“El hedor a plástico quemado volvió a envolverla cuando caminaba por
Broadway. Cuando más se acercaba, más sentía la presencia de los muertos, como
una especie de electricidad estática. Tan palpable era la impresión que a veces
temía llegar a ver sus formas luminosas flotando entre los desfiladeros del distrito financiero. Se detuvo y miró atrás, sintiendo
un escalofrío en los brazos y la nuca, aunque la noche era cálida y calma, e
imaginó que notaba una corriente de tristeza y pesar recorriendo Broadway. ¿Qué
le dirían si pudieran hablar? ¿Le aconsejarían que no siguiera por ese camino? ¿Quién
sabía si compartían nuestras inquietudes y emociones, o las de los seres que
ellos mismos habían sido antes? Quizá no era la tristeza de los muertos lo que
sentía, sino sólo la suya”.
Jay McInerney, La buena vida