Decía Robert Louis Stevenson, a propósito de El vizconde de
Bragelonne de Alejandro
Dumas, que “los libros que releemos con más frecuencia no son siempre los que
más admiramos; los elegimos y regresamos a ellos por una serie de razones
diversas, de la misma forma que volvemos al encuentro de nuestros amigos humanos”. No he leído todos los libros de Stevenson, pero he releído Secuestrado (Kidnapped, 1886; Alba, 2018) cuatro o cinco veces, la última
hace una semana, en la versión realizada por Catalina Martínez Muñoz para la
colección Alba Clásica. El libro se publicó por primera vez por entregas en la
revista Young Folks entre
mayo y julio de 1886 —en la edición de Alba, en la Nota al texto, pone erróneamente 1866—, y en forma de libro el
mismo año con el título Secuestrado: memorias de las aventuras de David
Balfour en el año 1751 (Kidnapped:
Being Memoirs of the Adventures of David Balfour in the Year 1751). Sin lugar a duda David Balfour es el personaje más
afortunado y el más desafortunado de Stevenson. Para aquellos que hayan pensado
en Jim Hawkins, de La isla del tesoro, decirles que yerran por muy poco. Comparado con David, o
Davie, Jim es sólo un adolescente que está aprendiendo cosas nuevas. Secuestrado comienza cuando Davie tiene diecisiete años
y acaba de perder a su padre y tiene que valerse por sí mismo. Sin más riqueza
que los consejos del párroco de Essedean (“Sé astuto, Davie, con las cosas
intangibles”), Davie se dirige a la casa de su tío Ebenezer Balfour de Shaws, sin
saber que la sangre nos hace parientes pero no necesariamente nos convierte en
familia. Es en este punto cuando la novela de Stevenson nos secuestra durante horas enteras, cuando
crea para nosotros un mundo intangible en el que tienen comienzo las aventuras y
vicisitudes de David Balfour, aventuras y vicisitudes que tuvieron continuación
—y no precisamente insignificantes— en Catriona, publicada siete años después de la primera. Agotados, en apariencia, los territorios que
todavía quedaban pendientes de exploración en la Tierra y surcados sus mares y
océanos, ya sólo cabe encontrarlos en la relectura de clásicos imprescindibles como éste de
Stevenson —entre cuyos lectores habituales se contaron Jorge Luis Borges, Henry James y G.K. Chesterton, acaso el mayor especialista en el escritor escocés, del que aseguró, en La Época Victoriana en la literatura, que "parecía colocar la palabra exacta en la punta de su pluma, como alguien jugando a ese juego de elegir la pajita más larga"— o de otros escritores de aventuras, que, al decir
de Italo Calvino, son todos “aquellos a quienes la aventura les sirve para
decir cosas nuevas a los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países les
sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo”.
“No cabía la menor duda de la enemistad de mi tío; no cabía
la menor duda de que mi vida estaba únicamente en mis manos y de que él no
dejaría piedra sin mover hasta lograr mi destrucción. Pero yo era joven y
animoso, y como la mayoría de los muchachos criados en el campo, tenía un gran
concepto de mi astucia. [...] Mi primer pensamiento fue huir; el segundo fue
algo más intrépido”.
Robert Louis Stevenson, Secuestrado