martes, 16 de octubre de 2018

Otros tiempos, otros tragos

“¿A qué edad comienza la nostalgia?”, se preguntaba un personaje de la película Despabílate, amor de Eliseo Subiela. Desde luego, la película —cuyo título está tomado de un verso de Mario Benedetti: “Despabílate, amor, que el horror amanece”—, no da respuesta a la pregunta pero a mí se me ocurre que empieza cuando releemos de tanto en tanto un libro leído tiempo atrás que nos ha gustado mucho. Estos días releo a Norman Mailer, su novela Los tipos duros no bailan (Tough Guys Don't Dance, 1984; Anagrama, 1992 [2018]), reeditada en bolsillo. Vaya por delante que ni la novela de Mailer es tan buena —eso sí, mejor de lo que suelen ser las novelas policíacas de ahora—, ni la película dirigida por el propio escritor en 1987 tan mala. Es más: el tiempo ha demostrado que, de todas las novelas de Mailer llevadas a la pantalla, el guión de Los tipos duros no bailan es, con todos sus defectos, el más decente de ellos. No se trata, como pudiera pensarse, de reivindicar Los tipos duros no bailan como una gran película, habida cuenta de que hasta el propio Mailer declaró que ni a él se le ocurriría incluirla entre las cien primeras de cuantas películas había visto. Con independencia de las circunstancias que movieron a Mailer a realizarla —entre las más publicitadas, la necesidad de asegurarse cobertura económica—, se nota que Los tipos duros no bailan es una película filmada con celeridad, planificada con funcionalidad, pero a la que se le agradece al menos que no juegue la carta de la estilización en cuanto al género. Esta última es una de las virtudes de la novela. Los tipos duros no bailan es una farsa disfrazada de thriller o, lo que en este caso significaría lo mismo, un thriller disfrazado de farsa, apoyada sobre una doble base criminal y pasional. Sería inútil buscar en Los tipos duros no bailan el espesor de La canción del verdugo, escrita cinco años antes, de la que sólo quedan rasgos autobiográficos. No obstante, el lector que se acerque a ella puede hacerlo de dos maneras o, si se quiere, puede leer en ella dos historias: una, literal, sobre un escritor fracasado, Timothy Madden, abandonado por su mujer —la infelicidad le viene de familia: "Mi padre estaba terriblemente impresionado por haberse casado con una mujer como ella. Por desgracia, no fueron felices. En palabras de mi padre, ninguno de los dos fue capaz de cambiar al otro ni la posición de un pelo del culo"—, que se ve acusado de un crimen brutal e inexplicable que no recuerda haber cometido, aunque todas las pistas apuntan a él; otra, más sutil, sobre la lucha interior de un escritor consigo mismo y con su tiempo, un tiempo que hace mucho llegó a su fin: el de los tipos duros, bebedores inveterados, fumadores empedernidos y folladores en serie. No hay duda: otros tiempos, otros tragos.




La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a trabajar con una energía insospechada”.

Norman Mailer, Los tipos duros no bailan