El deseo de averiguar si el hombre es bueno por naturaleza o si, por el
contrario, la maldad anida en lo más íntimo de su ser, ha sido una de las
grandes obsesiones de pensadores y escritores de todos los tiempos. El filósofo
inglés Thomas Hobbes fue uno de los que llegó a las conclusiones más
pesimistas, sintetizadas en su célebre aforismo, repetido hasta la saciedad,
que afirmaba que el hombre es un lobo para el hombre. Homo homini lupus. No obstante, para Hobbes, el instinto
dominante en el hombre era la supervivencia, no la maldad. Y ustedes se
preguntarán porqué digo esto, pues porque estos días se va hablar largo y
tendido de dos libros de la escritora australiana Helen Garner, Historias reales (True Stories, 1996;
Libros del Asteroide, 2018)
y La casa de los lamentos —personalmente creo que la traducción más acertada debería ser La
casa del dolor— (This House of Grief, 2014;
Libros del K.O., 2018), dos títulos que harían bien en no dejar
escapar. Si no estuvieran basados en hechos reales, ambos libros podrían
entenderse como una invitación a la experiencia del límite. Garner lo prepara
todo para que sepamos que vamos al corazón del horror cotidiano.
La casa de los lamentos
es la narración de un triple crimen que conmocionó a la sociedad australiana.
El 4 de septiembre de 2005, un coche conducido por Robert Farquharson se salió
de la carretera y cayó a una balsa en mitad del campo, lo que causó la muerte
de los tres hijos —de diez, siete
y dos años— que viajaban con él.
Un año antes, la mujer de Farquharson lo había dejado por otro hombre y se
había llevado a sus hijos, a quienes él podía ver siempre que lo deseara.
Farquharson salió ileso del accidente —“Ay, Dios, que sea un accidente”,
escribe Garner en las primeras páginas del libro—; sin embargo, todo apuntaba a
una venganza personal. En La casa de los lamentos, Garner redunda con inusual contundencia en el
sombrío discurso de Hobbes, y más cuando el lobo (Farquharson) detenta el
poder, cuando su autoridad, su brutalidad, sobrepasa la medida humana. En la
mayoría de los textos reunidos en Historias reales, la violencia está solapada, agazapada en
cualquier esquina, pero es fácil detectarla en las rígidas reglas de un
instituto de Melbourne, cuya “dirección luchaba por asimilar a los chavales en
algún molde reconocible” (La profesora); en la “lucha contra vergüenzas heredadas, contra
una terrible parquedad australiana” (Un álbum de recortes); o en la desnudez desoladora de una pequeña
comunidad llamada Ocean Grove, donde Garner vivió entre los seis y los diez
años: “Si abriera un solo agujero racional en la gruesa piel de aquel mundo
clausurado, cualquiera sabe lo que podría salir” (Una triste arboleda junto
al océano). De lo que no
cabe duda es que la violencia, la intimidación, la brutalidad, la venganza, en
una palabra, el mal —o como prefiere llamarlo Garner, “el gusano en el corazón de la rosa”— está presente, de una
u otra forma, en estas piezas de no ficción que se leen como relatos, pero son
reales. Aunque verdaderamente nos hubiera gustado que no lo fueran: Ay, Dios, que sean
relatos. Cuando abandonamos las 360 páginas de Historias reales no sabemos si hemos terminado también con la
fe en la bondad humana innata.
“Lo que le pasó a Daniel Valero [un niño de dos años, que fue
golpeado hasta la muerte por el amante de su madre, Paul Aiton, el 8 de
septiembre de 1990] habla de todos nosotros, de nuestras naturalezas pública y
privada. Agita miedos profundos sobre nosotros mismos y nos asusta y
avergüenza. No veo cómo puede pensarse la historia de Daniel sin reconocer la
existencia del mal, o de algo salvaje que pervive en las personas a pesar de
todo nuestro progreso e ingeniería social y nuestras redes de seguridad, algo
que sólo la filosofía, la religión o el arte pueden abordar: el gusano en el
corazón de la rosa”.
Helen Garner, Historias reales