Decía Mavis Gallant, escritora canadiense a la que deberíamos volver, de
tarde en tarde, para redescubrir la importancia de contar, de narrar, que “los cuentos no
son un capítulo de una novela. No tendrían que ser leídos de corrido, como si
una historia fuera la prolongación de otra. Lean uno, cierren el libro, lean
algo distinto y vuelvan luego”. Es por esto que he tardado casi diez años en
leer Madurar hacia la infancia, recopilación de cuentos, textos inéditos y dibujos
del escritor polaco Bruno
Schulz publicada por Siruela en 2008. Con anterioridad, los cuentos de Schulz
habían aparecido en España en dos colecciones independientes, Las tiendas de
color canela (Sklepy
Cynamonowe, 1934) —publicada
por Seix Barral y Debate, en 1972
y 1991— y Sanatorio bajo la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydrą, 1937) —publicada por Montesinos y Maldoror, en 1986 y 2003—, hoy prácticamente
inencontrables. Schulz tuvo una vida dura, por no decir que llevó una vida de
mierda en una realidad de mierda en un mundo de mierda. Schulz fue asesinado por un oficial de la Gestapo
en plena calle cuando se disponía a recoger su ración de alimentos. Witold Gombrowicz, amigo y compatriota de Schulz, exiliado en
Argentina, dijo de él que “no se
reconocía a sí mismo ningún derecho a la existencia y buscaba su propia
aniquilación”. A lo mejor sólo quería pasar desapercibido, pero no lo
consiguió, como ya sabemos. Como tampoco consiguió salvar el manuscrito de la
novela autobiográfica en la que estaba trabajando, El Mesías, entregado a un amigo. El amigo y el manuscrito fueron tragados
por la maquinaria nazi. Aun cuando Schulz hubiera vivido más tiempo, debería
haber tenido que luchar para terminar El Mesías. Gombrowicz lo describió como “un gnomo minúsculo,
macrocefálico, demasiado timorato para osar existir, había sido expulsado de la
vida, se desarrollaba al margen”. El protagonista de los cuentos reunidos bajo
el título Las tiendas de color canela se
llama Josef; es un niño en el que no es difícil reconocer al propio Schulz,
deslumbrado por el mundo que se abre ante sus ojos: “Todo el mes de agosto de
aquel año lo pase jugando con un fabuloso perrito, que apareció un día en el
suelo de nuestra cocina, torpe y chillón, aún oliendo a leche y a bebé, con una
cabecita todavía no formada, redonda, ligeramente temblorosa, las patitas
abiertas como las de un topo y el pelaje suavísimo y delicado. [...] Resultaba
interesante tener en propiedad un pedazo de vida, una partícula del misterio
secular con un aspecto tan divertido y novedoso, que despertaba curiosidad
infinita y respeto por su extrañeza, como una inesperada transposición del hilo
mismo de la vida que habitó dentro de nosotros bajo una forma diferente,
animal”. No obstante, el verdadero protagonista de estos cuentos es
el padre, Jacob, un comerciante de telas sumergido en sus rarezas: “Todos los
crujidos, chasquidos nocturnos, la vida secreta y chirriante del suelo, tenían
en él a un observador inequívoco y atento, a un espía y a un cómplice de la
conjura. Eso le absorbía hasta tal punto que se sumía enteramente en esa esfera
inalcanzable para nosotros, y ni siquiera intentaba rendirnos cuentas de ello”.
Poético e inevitablemente melancólico, Las tiendas de color canela cura con sus cuentos narrados a
media voz. Lean uno, cierren el libro, lean algo distinto y vuelvan luego.
“En la tienda vacía, los estantes más altos se
saciaban con las tonalidades del cielo matinal”.
Bruno Schulz, Las tiendas de color canela