jueves, 20 de diciembre de 2018

Lean algo distinto y vuelvan luego

Decía Mavis Gallant, escritora canadiense a la que deberíamos volver, de tarde en tarde, para redescubrir la importancia de contar, de narrar, que “los cuentos no son un capítulo de una novela. No tendrían que ser leídos de corrido, como si una historia fuera la prolongación de otra. Lean uno, cierren el libro, lean algo distinto y vuelvan luego”. Es por esto que he tardado casi diez años en leer Madurar hacia la infancia, recopilación de cuentos, textos inéditos y dibujos del escritor polaco Bruno Schulz publicada por Siruela en 2008. Con anterioridad, los cuentos de Schulz habían aparecido en España en dos colecciones independientes, Las tiendas de color canela (Sklepy Cynamonowe, 1934) —publicada por  Seix Barral y Debate, en 1972 y 1991— y Sanatorio bajo la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydrą, 1937) —publicada por Montesinos y Maldoror, en 1986 y 2003—, hoy prácticamente inencontrables. Schulz tuvo una vida dura, por no decir que llevó una vida de mierda en una realidad de mierda en un mundo de mierda. Schulz fue  asesinado por un oficial de la Gestapo en plena calle cuando se disponía a recoger su ración de alimentos. Witold Gombrowicz, amigo y compatriota de Schulz, exiliado en Argentina, dijo de él que  “no se reconocía a sí mismo ningún derecho a la existencia y buscaba su propia aniquilación”. A lo mejor sólo quería pasar desapercibido, pero no lo consiguió, como ya sabemos. Como tampoco consiguió salvar el manuscrito de la novela autobiográfica en la que estaba trabajando, El Mesías, entregado a un amigo. El amigo y el manuscrito fueron tragados por la maquinaria nazi. Aun cuando Schulz hubiera vivido más tiempo, debería haber tenido que luchar para terminar El Mesías. Gombrowicz lo describió como “un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato para osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen”. El protagonista de los cuentos reunidos bajo el título Las tiendas de color canela se llama Josef; es un niño en el que no es difícil reconocer al propio Schulz, deslumbrado por el mundo que se abre ante sus ojos: “Todo el mes de agosto de aquel año lo pase jugando con un fabuloso perrito, que apareció un día en el suelo de nuestra cocina, torpe y chillón, aún oliendo a leche y a bebé, con una cabecita todavía no formada, redonda, ligeramente temblorosa, las patitas abiertas como las de un topo y el pelaje suavísimo y delicado. [...] Resultaba interesante tener en propiedad un pedazo de vida, una partícula del misterio secular con un aspecto tan divertido y novedoso, que despertaba curiosidad infinita y respeto por su extrañeza, como una inesperada transposición del hilo mismo de la vida que habitó dentro de nosotros bajo una forma diferente, animal”. No obstante, el verdadero protagonista de estos cuentos es el padre, Jacob, un comerciante de telas sumergido en sus rarezas: “Todos los crujidos, chasquidos nocturnos, la vida secreta y chirriante del suelo, tenían en él a un observador inequívoco y atento, a un espía y a un cómplice de la conjura. Eso le absorbía hasta tal punto que se sumía enteramente en esa esfera inalcanzable para nosotros, y ni siquiera intentaba rendirnos cuentas de ello”. Poético e inevitablemente melancólico, Las tiendas de color canela cura con sus cuentos narrados a media voz. Lean uno, cierren el libro, lean algo distinto y vuelvan luego.




“En la tienda vacía, los estantes más altos se saciaban con las tonalidades del cielo matinal”.    

Bruno Schulz, Las tiendas de color canela