A primera vista, y a segunda, a tercera, a cuarta, se diría que Hanns Heinz Ewers (1871-1943) era un tipo
raro, uno de esos tipos que se pasan la vida buscando algo,
pero que no consiguen encontrarse ni siquiera a sí mismos. Escritor, filósofo,
poeta, viajero, dandi, espía, ocultista, actor y filonazi hasta que la Alemania
de Hitler rebasó todas las barreras del espanto, Ewers podía haber figurado,
por derecho propio, en el libro Los raros, en el que el poeta Rubén Darío recopiló una serie
de semblanzas de escritores opuestos a la tradición, más allá de los
estereotipos, como Paul Verlaine, Isidore Ducasse y Villiers de L'Isle Adam,
entre otros. Ewers compartió con todos ellos “esa materia que se llama olvido,
esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego,
de la insatisfacción y de la rabia”, por utilizar las palabras de Leila
Guerriero, tomadas de su propio repertorio de escritores-monstruos de la literatura latinoamericana del siglo XX, que
combinan lo incomprensible con lo prohibido, titulado Los malditos. Todos sabemos que no cualquiera puede ser
Marcel Proust. Sin embargo, sólo uno entre un millón puede ser Ewers, un
escritor que conoció la miseria final de oficio —murió en la ruina, repudiado
por sus tendencias homosexuales y sus historias extravagantes que terminarían
siendo prohibidas al poco tiempo de su muerte— y la miseria final de las
patrias levantiscas. Su vida fue un largo camino de ida y vuelta, como el de
los judíos. Antes de la Segunda Guerra
Mundial, Ewers fue el máximo exponente en Alemania de la literatura fantástica
y de terror, gracias a novelas como El aprendiz de brujo (Der Zauberlehrling oder Die Teufelsjäger, 1909) Mandrágora (Alraune. Die Geschichte eines lebenden
Wesens, 1911; Valdemar, 1993
[2016]) y Vampiro (Vampir,
1921; Valdemar, 2018), protagonizadas por una suerte de alter ego llamado Frank
Braun. Como no podía ser de otra manera, los horrores de la guerra relegaron a
un segundo plano las oscuras concepciones de Ewers. No obstante, en contra de
lo que suele ser habitual, el horror que destilan sus historias se desmarca de
las servidumbres genéricas de la novela gótica. Es decir, no tiene los
fundamentos ni las coartadas sobrenaturales, míticas o psicológicas al uso.
Tanto Mandrágora —su novela más célebre, que
readapta, actualiza, homenajea o traiciona, como gusten, el Frankenstein de Mary Shelley—, como Vampiro ponen de manifiesto el tormento de vivir en
un entorno carente de emociones, de pensamientos, de esperanzas: en suma, de
humanidad. De ahí que, como escribió Ernst Jünger en Anotaciones del día y
de la noche, el miedo “más
que ver lo inquietante, lo sospecha, pero precisamente por ello su poder
atenaza al hombre con mayor fuerza. El miedo se encuentra todavía lejos del
límite [...] entre el vislumbre del abismo y de la caída misma”.
“Los
griegos vieron tantas almas en las cosas. Dieron vida a los saktis de las
estrellas y de los vientos, de los mares y de las palabras, del fuego y del
aire, de las piedras y de los árboles. Dríadas, ninfas, náyades, al igual que
en el norte eran reales los elfos, las ondinas, las hadas y los duendes. Todo vivía,
por todas partes respiraban las almas. [...] La iglesia cristiana de ningún
modo negó las almas de las cosas, se limitó a llamarlas demonios, espíritus del
mal, diablos”.
Hanns Heinz Ewers, Vampiro