jueves, 27 de diciembre de 2018

De cohetes y hombres

A finales de los años 80, Michael Chabon escribió su primera novela, Los misterios de Pitssburgh (The Mysteries of Pittsburgh, 1988; Mondadori, 1988, hoy incomprensiblemente descatalogada), sin demasiado entusiasmo. Chabon tenía por aquel entonces veinte años y, al igual que el protagonista de Aden Arabia de Paul Nizan, no podía permitir que nadie dijera que era la edad más hermosa de la vida. El libro era, en principio, una tesis de posgrado de Bellas Artes de la UC Irvine que llamó al momento la atención de uno de sus profesores, el novelista MacDonald Harris, quien la envió a su agente literario para que le buscara editor. Tal fue el éxito obtenido, que 30 años más tarde todavía se sigue hablando de esta novela sobre ser joven y diferente al resto, basada en sus experiencias personales. Su última novela, Moonglow (Moonglow, 2016; Catedral Books, 2018), está basada en las confesiones de su abuelo en el lecho de muerte tras la publicación precisamente de su primera novela. No obstante, el autor de Chicos prodigiosos advierte en la nota al texto que “a la hora de preparar estas memorias he sido fiel a los hechos salvo cuando los hechos se negaban a concordar con la memoria, con el propósito de la narración o con la verdad tal como yo prefiero entenderla”. El argumento de Moonglow —el  título está tomado de una canción de jazz de Benny Goodman, también conocida como Moonglow and Love— gira entorno a la gran historia de amor vivida entre su abuela, una superviviente judía, y su abuelo, ex combatiente del Cuerpo de Ingenieros del Ejército y entusiasta de los cohetes*, durante la Segunda Guerra Mundial: “Si en el mundo era posible adquirir alguna sabiduría, quizás pudiera encontrarse en el lema esperanzado y desesperanzado del Cuerpo: Essayons. Así pues, no tenía ni idea de cómo de grande o de dura era la tarea que iba a asumir con aquella mujer. Pero al menos sabía por dónde empezar: pegándose al cuerpo las caderas de ella, envolviéndose con sus piernas y rodeándole con sus brazos”. En Moonglow, Chabon ha creado una obra extraña. Extraña porque pertenece a varios géneros pero a ninguno a la vez —algo que no es ajeno a su producción narrativa, en especial Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay y Jóvenes hombres lobos—; extraña porque el lector tiene la impresión de que quizá el escritor nos esté hablando más de su manera de escribir historias, que de aquella que está narrando. Quizá el mayor logro de Chabon sea mitificar la existencia de su abuelo —en realidad el personaje está inspirado en un tío materno de su madre— al tiempo que desmitifica los estereotipos de los libros biográficos. Por si no lo he dicho antes, Moonglow es una obra original, genuina, auténtica, en un mundo cada vez más de mentira.




“Estoy convencido de que para mi abuelo la guerra era todo lo que había pasado desde el día en que se alistó hasta el momento en que se adentró en el bosque de las afueras de Vellinghausen, Alemania, a finales de marzo o principios de abril de 1945. Y era también todo lo que se reanudó a continuación, las cosas espantosas que vio y la venganza que contempló, desde el momento en que salió del claro hasta que Alemania se rindió seis semanas más tarde. La media hora aproximada que pasó en compañía del cohete en el bosque, sin embargo, fue un tiempo robado a la guerra, un tiempo redimido. Se marchó del claro con aquella media hora guardada con cuidado en su memoria, como cuando uno preserva el calor de un huevo entre las palmas de las manos. Aun después de que la guerra lo aplastara, él siguió recordando aquel latido, la aceleración de algo que podía liberarse y salir disparado hacia el cielo”.  
  
Michael Chabon, Moonglow
   

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(*) El científico y ocultista Jack Parsons fue otro entusiasta de los cohetes —véase su biografía Sexo y cohetes (Sex and Rockets, 1999; El Desvelo, 2018), escrita por John Carter—, así como también el escritor Ray Bradbury. Siempre me ha gustado este pasaje de Crónicas marcianas, en el que un cohete transforma el invierno en verano: “Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros. Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. […] La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra”.