Empecé a escribir las primeras líneas de esta entrada en mi portátil, mientras esperaba mi turno en la
oficina de correos, y cómo no recordar inmediatamente las palabras que Gustave
Flaubert le dirigió por carta a su amiga George Sand, en diciembre de 1875:
“Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas, sin detenerme en las
generalidades, desviándome expresamente de lo accidental y de lo dramático.
¡Sin monstruos y sin héroes!”. Así es la última
novela de Kaouther Adimi, Nuestras riquezas (Nos richesses, 2017; Libros del Asteroide, 2018), un oasis de placidez en medio
de una industria abonada a la velocidad. Nuestras riquezas es un libro sin monstruos y sin héroes. Su
protagonista es una pequeña librería argelina, Las Verdaderas Riquezas, llamada
así en honor a la novela homónima de Jean Giono —hay edición española en la editorial Errata naturae,
2016—, fundada en 1936 por Edmond Charlot, un hombre
renacentista del siglo XX. Charlot fue librero, editor, bibliotecario,
galerista y descubridor de talentos literarios, como Albert Camus, Jules
Roy y Emmanuel Roblès. En Nuestras riquezas, la librería de Charlot, ubicada en el número 2 bis
de la calle Charras, en Argel, es testigo mudo del transcurso de la vida de la
ciudad, cuyos habitantes viven una existencia entre corriente y singular. No
son héroes que muestren musculatura o arrojo como los personajes de las novelas de Victor
Hugo o Alejandro Dumas, sino gente corriente que asiste a la transformación de
la librería en cuartel general de la Francia Libre durante la Ocupación, en una
biblioteca de préstamo en los años noventa y finalmente en un local de venta de
buñuelos, aunque esto último es sólo un producto de la imaginación de la
autora, porque la librería Las Verdaderas Riquezas sigue todavía en la calle
Charras —hoy calle Hamani— abierta al público. En Nuestras riquezas, Adimi transita entre
el pasado y el presente, entre el Argel de hoy y el de la década de los
treinta. El libro alterna dos voces diferentes: la de un narrador sin nombre,
que no es otro que la propia ciudad, agitada y bulliciosa; y la de Charlot, que
da cuenta en su diario de los pormenores de su trabajo como librero y editor:
“Larga conversación sobre la edición y la literatura. Le he dicho [a Gabriel
Audisio] que yo no persigo la coherencia, sino que publico sobre todo aquello
que me gusta, y únicamente libros que me siento capaz de defender. Mi
compromiso tiene que ser absoluto. Así es como yo concibo mi trabajo. El
escritor tiene que escribir, el editor tiene que dar vida a los libros. No veo
límites a esta idea. La literatura es demasiado importante como para no
dedicarle todo mi tiempo”. Al igual que Lawrence de Arabia, Charlot encarnó la
imagen del aventurero como nadie en el mundo de las letras, pero la suya fue
una aventura sin desierto y sin palmeras. Pero sobre todo sin monstruos y sin
héroes. Sólo libros. Lo que el mundo necesita ahora.
“Un libro es algo que se toca, que se huele. No hay
que preocuparse si se le doblan las páginas, si se abandona su lectura, si se
vuelve a ella, si se lo esconde bajo la almohada”.
Kaouther Adimi, Nuestras riquezas