domingo, 11 de noviembre de 2018

Lo que el mundo necesita ahora

Empecé a escribir las primeras líneas de esta entrada en mi portátil, mientras esperaba mi turno en la oficina de correos, y cómo no recordar inmediatamente las palabras que Gustave Flaubert le dirigió por carta a su amiga George Sand, en diciembre de 1875: “Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas, sin detenerme en las generalidades, desviándome expresamente de lo accidental y de lo dramático. ¡Sin monstruos y sin héroes!”. Así es la última novela de Kaouther Adimi, Nuestras riquezas (Nos richesses, 2017; Libros del Asteroide,  2018), un oasis de placidez en medio de una industria abonada a la velocidad. Nuestras riquezas es un libro sin monstruos y sin héroes. Su protagonista es una pequeña librería argelina, Las Verdaderas Riquezas, llamada así en honor a la novela homónima de Jean Giono —hay edición española en la editorial Errata naturae, 2016—, fundada en 1936 por Edmond Charlot, un hombre renacentista del siglo XX. Charlot fue librero, editor, bibliotecario, galerista y descubridor de talentos literarios, como Albert Camus, Jules Roy y Emmanuel Roblès. En Nuestras riquezas, la librería de Charlot, ubicada en el número 2 bis de la calle Charras, en Argel, es testigo mudo del transcurso de la vida de la ciudad, cuyos habitantes viven una existencia entre corriente y singular. No son héroes que muestren musculatura o arrojo como los personajes de las novelas de Victor Hugo o Alejandro Dumas, sino gente corriente que asiste a la transformación de la librería en cuartel general de la Francia Libre durante la Ocupación, en una biblioteca de préstamo en los años noventa y finalmente en un local de venta de buñuelos, aunque esto último es sólo un producto de la imaginación de la autora, porque la librería Las Verdaderas Riquezas sigue todavía en la calle Charras —hoy calle Hamani— abierta al público. En Nuestras riquezas, Adimi transita entre el pasado y el presente, entre el Argel de hoy y el de la década de los treinta. El libro alterna dos voces diferentes: la de un narrador sin nombre, que no es otro que la propia ciudad, agitada y bulliciosa; y la de Charlot, que da cuenta en su diario de los pormenores de su trabajo como librero y editor: “Larga conversación sobre la edición y la literatura. Le he dicho [a Gabriel Audisio] que yo no persigo la coherencia, sino que publico sobre todo aquello que me gusta, y únicamente libros que me siento capaz de defender. Mi compromiso tiene que ser absoluto. Así es como yo concibo mi trabajo. El escritor tiene que escribir, el editor tiene que dar vida a los libros. No veo límites a esta idea. La literatura es demasiado importante como para no dedicarle todo mi tiempo”. Al igual que Lawrence de Arabia, Charlot encarnó la imagen del aventurero como nadie en el mundo de las letras, pero la suya fue una aventura sin desierto y sin palmeras. Pero sobre todo sin monstruos y sin héroes. Sólo libros. Lo que el mundo necesita ahora.




“Un libro es algo que se toca, que se huele. No hay que preocuparse si se le doblan las páginas, si se abandona su lectura, si se vuelve a ella, si se lo esconde bajo la almohada”.

Kaouther Adimi, Nuestras riquezas