A veces la rutina diaria nos imposibilita recalar en la
esencia de la realidad —la propia y la de nuestro entorno— y, por tanto, nos
obliga a vivir en una permanente dimensión compuesta de apariencias y máscaras sociales
que, aunque se saben falsas, son, ante todo, menos dolorosas que la cruda realidad.
Nick Fowler, el protagonista de MacArthur Park (MacArthur Park, 2017; Alpha Decay, 2018), primera novela
del poeta y crítico de arte Andrew Durbin, despierta de su letargo el lunes 29
de octubre de 2012, cuando el huracán Sandy toca tierra en Nueva York a 140
kilómetros por hora, sometiendo a la ciudad a las peores inundaciones de su
historia. Pero el peligro de Sandy llega sobre todo por la crisis medioambiental, lo
que lleva a Fowler —quien, como Durbin, es un escritor homosexual obsesionado por los desastres naturales, el arte contemporáneo y el sexo en clubes y lugares públicos— a
reflexionar sobre el cambio climático mientras deambula de una ciudad a
otra en un trayecto por el que huye de sí mismo sin saber dónde buscarse ni
hacia dónde dirigirse. Algo parecido se puede decir del libro que Fowler está
escribiendo (y que no es otro que el libro que el lector tiene en sus manos):
“Mi libro tenía una forma de arco, auque todavía no era capaz de describir qué
sentido narrativo tenía aquel arco o cuál era su idea de fondo. Como antología
de textos, oscilaba entre la poesía y la ficción, entre Los Ángeles y Nueva
York. El libro problematizaba, intencionadamente, el concepto de narrativa:
cómo encajar las cosas que constituían mi vida, pero también las de otras
personas, en la forma de un relato. Eso era todo lo que tenía. Cuando alguien
me preguntaba de qué iba el libro, no me apartaba de mi respuesta ensayada: ‘El
tiempo meteorológico’. ¿Qué tiempo? Ya no entendía por tiempo el estado de la
atmósfera, el viento, la visibilidad, el calor, la probabilidad de lluvia,
porque se había convertido en algo mucho más amplio, un sistema más general que
englobaba nuestra política, o la política que había terminado englobándonos a
todos”. En MacArthur Park hay una gran falta de pudor en lo que Durbin cuenta,
y con esto no me refiero a lo que sucede de puertas para
dentro en clubes nocturnos como el emporio gay Spectrum y sus avatres, donde
tiene lugar una buena parte de la trama, sino a un exhibicionismo primario que
parece servirle de terapia, de catarsis. Con todo, MacArthur Park, que esconde claves en su título, tomado de una canción de Donna Summer compuesta por Jimmy Webb en 1968, no termina
por despegar. Y no porque el libro decepcione, sino porque cuando pasa una
página tras otra, llega un momento en el que el lector teme que vaya a hacerlo.
“California es el final de un arco construido sobre
los muertos que se resistieron a ella: todos lo sueños, y especialmente la
terrible promesa de un sueño americano, buscan un puerto, un sitio desde el que
saltar al vacío, palmeras, un océano, una parada final. ¿De verdad echas mano
del proverbio pop de que aquí todo es posible? Llegar, y luego desaparecer.
[...] Todas las versiones de esta ciudad son el resultado de una desaparición”.
Andrew Durbin, MacArthur Park