H.P. Lovecraft (1890-1937) nunca dejó de ser un escritor muy
leído dentro y fuera de su país, pero sólo su muerte derribó las barreras que
habían impedido considerarlo como lo que realmente fue: uno de los grandes
maestros del relato de terror del siglo XX. Al contrario que Edgar Allan Poe,
cuya fama estuvo expuesta a curiosas variaciones, como sostiene el propio
Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura —hay edición española en Valdemar,
2010—, el autor de La sombra sobre Innsmouth se ha mantenido en primera fila entre los
aficionados al género de terror y fantástico. Entre sus proezas figura la
invención del infierno, como bien recordó el escritor congoleño Sony Labou
Tansi en su novela La vida y media: “No busquemos más, lo hemos encontrado: el hombre ha sido
creado para inventar el infierno”. Claro que el infierno del que habla Tansi en
su novela, publicada en 1979, es el del despotismo iletrado de los dictadores
africanos. El infierno de Lovecraft es el de los horrores que nos acechan en
los oscuros y prohibidos ámbitos de lo desconocido. Lovecraft hizo de lo
desconocido un culto civil con reminiscencias religiosas que le llevó a echar a
perder su vida, como escribió Michel Houellebecp en Contra el mundo, contra
la vida:
“Lovecraft es un ejemplo para todos aquellos que quieran aprender a malograr su
vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra. Aunque esto último no está
garantizado”. Con el tiempo, hemos visto más claramente que Lovecraft era un escéptico al
que se le ha revelado una verdad, como escribe en Confesiones de un incrédulo y otros ensayos escogidos (A Confession of Unfaith, 1922; El paseo, 2018): “Mi postura ha
sido siempre cósmica, contemplando al hombre como si viniera de otro planeta;
tratándolo, simplemente, como una especie interesante presentada para su
estudio y clasificación. [...] Al fin puedo admitir voluntariamente que los
deseos, esperanzas y valores de la humanidad son asuntos del todo irrelevantes
frente a la ciega maquinaria cósmica. Considero la felicidad como un fantasma ético
cuyo simulacro no alcanza a nadie de forma completa —e incluso de refilón a muy
pocos— y cuya posición como objetivo de todos los esfuerzos humanos es una mezcla
grotesca de farsa y tragedia”. La inevitable impresión que desprenden los ensayos, las novelas y los relatos de Lovecraft vendrían a confirmar las palabras de Paul
Celan: “Dice la verdad quien dice sombra”.
“El buscador de paraísos no es más que
una víctima de mitos establecidos o de su propia imaginación”.
H.P. Lovecraft, Confesiones de un incrédulo