sábado, 17 de noviembre de 2018

El vacío verde

Decía Walter Benjamin que “no hay documento de cultura que no sea al tiempo de barbarie”. Vivir de espaldas a la naturaleza constituye la primera de las barbaries. Si bien nos gusta vernos como seres civilizados, viviendo en ciudades, lejos de las tierras salvajes, no hay mayor salvajismo ni más cruel división que la que existe entre la ciudad y el campo. “Tengo la teoría de que todas las personas del mundo desean realmente un jardín, aunque muchas quizá no sean conscientes de esta necesidad”, escribió Frances Hodgson Burnett en un ensayo póstumo titulado En el jardín (In the Garden, 1925), publicado por The Medici Society of America, de Boston y Nueva York. Hodgson Burnett se había hecho célebre a principios del siglo XX gracias a su novela El jardín secreto (The Secret Garden, 1911; Cátedra, 2013), donde dos niños traviesos y malcriados —hoy en día diríamos que lo que le ocurre a Mary Lennox y a su primo Colin Craven es un trastorno por déficit de atención e hiperactividad—, se vuelven buenos y generosos a causa de una combinación de misterio, aire fresco y, sobre todo, el cuidado de un jardín cerrado que no ha sido abierto en diez años. La novelista inglesa siempre defendió los poderes beneficiosos de la naturaleza, aunque no llegó a los niveles del escritor americano de origen polaco Jerzy Kosinski, cuya novela Desde el jardín (Being There, 1971; Anagrama, 2006), está protagonizada por un hombre analfabeto que llega a las más altas esferas de la política hablando sólo de jardinería, o, más cercano en el tiempo, del filósofo español Santiago Beruete, autor de dos libros que deben figurar en toda biblioteca que se precie: Jardinosofía (Turner, 2016), una historia filosófica de los jardines, y Verdolatría (Turner, 2018), un vocablo inventado para describir "el vacío verde que hay detrás de todo". Un vacío verde que Ray Bradbury empezó a vislumbrar —como casi todo lo demás— en El vino del estío (Dandelion Wine, 1957; Minotauro, 2008), en el que el protagonista sermonea al hombre que le corta el césped por cambiarlo por un pasto artificial: “Bill, cuando tenga usted mis años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas, cuentan más que las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible a un viaje de cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por qué? Porque en el paseo hay aromas, cosas que crecen. [...] Si de ustedes dependiera, emitirían una ley que aboliría todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían sólo con las grandes cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando algo que hacer para no volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza? Cortar el césped y arrancar zarzas puede ser un modo de vida. [...] Un matorral de lilas es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son todavía mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la gente y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene nariz. Y cuando usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted empieza a pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo”. Si quieren cultivar un jardín no se lo piensen, o mejor sí, piensen en verde.




“Humildad es la palabra más importante del lenguaje del jardinero, pues describe ahora como hace miles de años nuestra relación con la naturaleza. [...] Si Dios quiso que la profesión de Adán, el primer hombre, fuera la de jardinero es porque, como nos recuerda Rudyard Kipling, la mitad de la labor se hace de rodillas”. 

Santiago Beruete, Verdolatría