Decía Walter Benjamin que “no hay documento de cultura que
no sea al tiempo de barbarie”. Vivir de espaldas a la naturaleza constituye la
primera de las barbaries. Si bien nos gusta vernos como seres civilizados,
viviendo en ciudades, lejos de las tierras salvajes, no hay mayor salvajismo ni
más cruel división que la que existe entre la ciudad y el campo. “Tengo la
teoría de que todas las personas del mundo desean realmente un jardín, aunque
muchas quizá no sean conscientes de esta necesidad”, escribió Frances Hodgson
Burnett en un ensayo póstumo titulado En el jardín (In the Garden, 1925), publicado por The Medici
Society of America, de Boston y Nueva York. Hodgson Burnett se había hecho
célebre a principios del siglo XX gracias a su novela El jardín secreto (The Secret Garden, 1911; Cátedra, 2013), donde dos
niños traviesos y malcriados —hoy en día diríamos que lo que le ocurre a Mary
Lennox y a su primo Colin Craven es un trastorno por déficit de atención e
hiperactividad—, se vuelven buenos y generosos a causa de una combinación de
misterio, aire fresco y, sobre todo, el cuidado de un jardín cerrado que no ha
sido abierto en diez años. La novelista inglesa siempre defendió los poderes
beneficiosos de la naturaleza, aunque no llegó a los niveles del escritor
americano de origen polaco Jerzy Kosinski, cuya novela Desde el jardín (Being There, 1971; Anagrama, 2006), está
protagonizada por un hombre analfabeto que llega a las más altas esferas de la
política hablando sólo de jardinería, o, más cercano en el tiempo, del filósofo
español Santiago Beruete, autor de dos libros que deben figurar en toda biblioteca que se precie: Jardinosofía (Turner, 2016), una historia
filosófica de los jardines, y Verdolatría (Turner, 2018), un vocablo inventado
para describir "el vacío verde que hay detrás de todo". Un vacío verde que
Ray Bradbury empezó a vislumbrar —como casi todo lo demás— en El vino del estío (Dandelion
Wine, 1957; Minotauro, 2008), en el que el protagonista sermonea al hombre que le corta el
césped por cambiarlo por un pasto artificial: “Bill, cuando tenga usted mis
años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas, cuentan más que
las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible a un viaje de
cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por qué? Porque en el
paseo hay aromas, cosas que crecen. [...] Si de ustedes dependiera, emitirían
una ley que aboliría todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían
sólo con las grandes cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando
algo que hacer para no volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza?
Cortar el césped y arrancar zarzas puede ser un modo de vida. [...] Un matorral
de lilas es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son
todavía mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la
gente y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene
nariz. Y cuando usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted
empieza a pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo”.
Si quieren cultivar un jardín no se lo piensen, o mejor sí, piensen en verde.
“Humildad es la palabra más importante del lenguaje
del jardinero, pues describe ahora como hace miles de años nuestra relación con
la naturaleza. [...] Si Dios quiso que la profesión de Adán, el primer hombre,
fuera la de jardinero es porque, como nos recuerda Rudyard Kipling, la mitad de
la labor se hace de rodillas”.
Santiago Beruete, Verdolatría