martes, 8 de mayo de 2018

Una historia de violencia

Suponiendo que un habitante del futuro —en el caso de que llegue a haberlo, futuro me refiero, para nuestro planeta— se propusiera catalogar lo que fueron las costumbres, los llamados gustos populares y la estética dominante en el Nueva York de la última década del siglo XIX, no tendría que esforzarse demasiado si pudiera ver El alienista: en esta serie de televisión basada en la novela homónima de Caleb Carr (The Alienist, 1994; Ediciones B, 1995 [2017]), emitida por Neflix España, hallaría una muestra completa de todo eso. Hay en El alienista un deseo manifiesto de servir de idea —bastante común en el cine catastrofista de los últimos años— de mostrar el apocalipsis, o cierto sentido popular de lo apocalíptico, desde un punto de vista exclusivamente visual. Sólo una ciudad como Nueva York, parecen querer decir sus creadores —entre los que se encuentra Cary Joji Fukunaga, el director de la abracadabrante True Detective—, está llamada a ilustrar el único apocalipsis posible: el creado por ella misma. Un apocalipsis elaborado a su imagen y semejanza: casas insalubres, violencia callejera, corrupción policial, prostitución infantil, movimientos obreros, inmigrantes hacinados, pobreza extrema y un largo etcétera que podría resumirse en la práctica corriente de la patada al prójimo. Con este caldo de cultivo, no es de extrañar que surjan conductas violentas (“Nunca ha sido tan fácil entender la mentalidad de un anarquista cargado con una bomba como cuando uno se encuentra en medio de una aglomeración de damas y caballeros que poseen el dinero, y la osadía, de considerarse la Alta Sociedad de Nueva York”) y asesinos en serie, como John Beecham, al que intentan por todos los medios dar caza el alienista (psicólogo) Laszlo Kreizler y su buen amigo John Schuyler Moore, reportero y dibujante de The New York Times. Para llevar a término esta tarea, cuentan con la ayuda de Sara Howard, la primera mujer policía de Nueva York, y los gemelos judíos Marcus y Lucius Isaacson, pioneros en las nuevas técnicas de investigación criminal. No obstante, El alienista no cuenta sólo una historia de violencia —o de violencias—, ofrece un imponente retrato de la América de fin de siècle, con la forja del sueño americano a la vuelta de la esquina y los monstruos (*) acampando a sus anchas en tabernas y prostíbulos masculinos, en una atmósfera nocturna y clandestina, regida por unas leyes morales (e incluso físicas) totalmente ajenas a lo común. Sí, voy a soltarlo antes de que me arrepienta: olvídense de Gangs of New York de Martin Scorsese, El alienista es brutalmente superior.




“Éste no es un hombre que odie a los niños, ni que odie a los homosexuales, ni que odie a los muchachos que se prostituyen vestidos de mujer. Es un hombre de gustos muy especiales. [...] Puede que sea homosexual, o tal vez pedófilo, pero la perversión dominante es el sadismo, y la violencia parece mucho más característica de sus contactos íntimos que lo que puedan ser sus sentimientos sexuales o amorosos. Es posible que ni siquiera sea capaz de distinguir entre violencia y sexo. Lo seguro es que cualquier excitación parece traducirse inmediatamente en violencia”.

Caleb Carr, El alienista


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(*) La noción de monstruosidad a la que se alude en la novela de Carr es demasiado compleja como para que pueda tratarla aquí con detalle. Ante todo, habría que decir que Kreizler no se toma el término a la ligera: “Kreizler hizo hincapié en que nada bueno se obtendría concibiendo a semejante individuo como un monstruo, pues con toda certeza era un hombre (o una mujer), y este hombre, o esta mujer, alguna vez había sido un niño. En primer lugar teníamos que conocer a ese niño, a sus padres, a sus hermanos, todo su mundo. Era inútil hablar sobre la maldad, la barbarie y la locura; ninguno de tales conceptos nos aproximaría más a él. En cambio, si lográbamos captar en nuestra imaginación a la criatura humana, entonces podríamos capturar al hombre”.