sábado, 25 de mayo de 2019

Una muerte feliz

Voltaire escribió —cito de memoria— que no es suficiente conquistar, se debe aprender a seducir. Conquistar y seducir, los dos verbos que mejor definen a Dominick Dunne, escritor americano salido de las páginas de cotilleos de la revista Vanity Fair, cuya obra ha venido rescatando en los últimos años Libros del Asteroide: Las dos señoras Grenville (1985) y Una temporada en el purgatorio (1993), publicadas en 2014 y 2016. A estas dos novelas se suma ahora una tercera, An Inconvenient Woman (1990), traducida para la ocasión como Una mujer inoportuna —aunque la traducción más acertada hubiera sido “incómoda”—, que llega para saciar nuestra adicción a los Crímenes imperfectos, el docudrama televisivo que ocupa la medianoche de La Sexta. La propia hija del escritor, la actriz Dominique Dunne (Poltergeist), fue asesinada por su ex novio John Thomas Sweeney, en 1982. Una mujer inoportuna está inspirada en la vida del multimillonario Alfred Bloomingdale, heredero de la fortuna de los grandes almacenes de Bloomingdale, y de su amante Vicki Morgan, una aspirante a actriz muerta en extrañas circunstancias. A igual que Vicki Morgan, Flo March, la protagonista de Una mujer inoportuna, va a Hollywood en busca de la fama. Su éxito es fácil y rápido, pero también su caída. Aunque el título español Una mujer inoportuna hace pensar en alguien que irrumpe en unas circunstancias o un momento desfavorables, la novela de Dunne no tiene nada que ver con el instante o el momento adecuado que uno elige para hacer algo —se suele decir que en Hollywood todo es posible en todo momento—, y sí con el comportamiento contrario a los principios de la moral: “Estaba encantada de ser su amante. El tío estaba casado. Yo lo entendía. No podría haber hecho las cosas que su mujer hacía; todas esas fiestas, toda esa ostentación. Él necesitaba ese tipo de esposa para llevar el estilo de vida que llevaba. Pero yo podía hacer cosas que su mujer no hacía. O sea, el tío tenía una polla como la de un mulo. No muchas chicas pueden manejar eso. Yo sí. Quiero decir, ya sabes, todos somos buenos en algo. En eso es en lo que yo soy buena”. Con ese ruido de fondo, la moral transgredida en todos sus extremos, Dunne compone un brutal y ácido relato de un grupo de hombres y mujeres de la jet set encerrados en una burbuja de falsedades que amenaza con estallar. Una mujer inoportuna es la antítesis de ese modelo de novela preocupado por la maestría y la perfección. Dunne convierte la imperfección en su principal virtud, dejando que en el interior de su novela todo oscile, bascule, mientras sus personajes deambulan liberando energía a medida que acumulan tensiones. En una línea parecida a las novelas de Scott Fitzgerald, Una mujer inoportuna participa de la descripción de la vida cotidiana de la alta sociedad, con su asfixiante sordidez, y de su habitual pericia para retratar a sus moradores y el hervidero emocional en el que viven. Obviar esta obra brillante y afilada como una katana de la crónica rosa  —o roja casi negra— de las élites mundanas sería sacrilegio.




“Moriría feliz si mi nombre apareciera en la columna de Cyril Rathbone*". 

Dominick Dunne, Una mujer inoportuna


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(*) Personaje ficticio especializado en cotilleo de famosos, a la manera de Loulella Parsons, Hedda Hopper o Walter Winchell, considerado el inventor de la columna de sociedad.


lunes, 20 de mayo de 2019

El hombre que pudo reinar

Por contundente que sea la cita del Canto III del Libro Infierno de la Divina Comedia de Dante, “Dejad toda esperanza, los que aquí entráis”, no todos los infiernos son lugares donde hay fuego eterno: los peores están dentro de nosotros. Y si no que se lo pregunten a Stephen King, cuya irrupción en la literatura en 1974 con su primera novela, Carrie, constituyó una revolución en el género de terror. No sólo por la escalofriante historia de una joven con poderes paranormales, sino por la irrupción de la primera demonia de la literatura contemporánea. Nos lo recuerda Mariana Enriquez en el artículo ‘Para Tabby, que me metió en ésta’, un recordatorio por las mujeres en la obra de Stephen King, incluido en el libro colectivo The King (Errata naturae, 2019): “Su primera mujer importante de ficción es una demonia. Margaret White, la gárgola. [...] Esa horrible y despiadada madre de Carrie. Como muchos villanos de Stephen King, es una fanática religiosa. No es una monstrua porque, aunque su maldad tiene una explicación, comprender sus acciones no la redime. Al contrario. Para King nadie es más despreciable y menos digno de piedad que un fanático religioso. En su teología invertida, los devotos son demonios”. Aunque para ser justos, en la obra de King el horror no tiene forma. Si nos apartamos del plano religioso para ir al cotidiano, el mal varía de un libro a otro: un hotel terrorífico (El resplandor), un San Bernardo rabioso (Cujo), un coche diabólico (Christine), un payaso asesino (It), un teléfono móvil inquietante (Cell), etcétera. No obstante, la obra de King no brilla solamente por la gran imprevisibilidad de sus personajes centrales —los personajes secundarios, esa pandilla de marginados e inadaptados entrañables, son igualmente memorables—, sino también por su portentoso dominio narrativo. Nos lo recuerda Greg Littmann en otro artículo recogido en el mismo libro, titulado Stephen King y el arte del horror: “Mientras que ciertos escritores de terror se ganan a su público pese a su notable carencia de técnica, el nombre de King hay que colocarlo entre los de Shirley Jackson, Ray Bradbury o Peter Straub, como un autor que domina perfectamente las técnicas tradicionales, las de toda la vida, y se sirve de ellas para prender la mecha de nuestra imaginación [...] introduciendo en ella las ideas más extrañas, las más terribles”. Como un caballo de Troya, la obra de King aloja en su interior distintos géneros y lecturas —también encierra importantes, y sobre todo desasosegantes, enseñanzas vitales—, que hacen difícil despachar a su autor con el único argumento de escribir historias de terror. The King es un emotivo y merecido homenaje a su genio prolífico que revienta tópicos —y lo que es mejor, prejuicios— en su particular peregrinaje hacia el umbral de la noche.




“Las obras de ficción son herramientas útiles para el análisis incluso cuando dentro de ellas no hay un espíritu analítico. [...] De modo que nada nos impide disfrutar de una historia sobre un gato muerto, en su propios términos, y a continuación utilizarla para considerar las implicaciones filosóficas del hecho de la muerte”. 

VV.AA., The King


domingo, 12 de mayo de 2019

Una sombra de mujer

Si hay una virtud que ha alcanzado la escritora de ciencia ficción y fantasía Lois McMaster Bujold sobre el resto de aspirantes al podio de la space opera es su talento para tejer historias espaciales en el confín del universo. Sólo la saga de Miles Vorkosigan alcanza ya los quince libros, que ahora Nova (Penguin Random House) ha vuelto a poner en circulación en edición de bolsillo y con nuevas portadas diseñadas ex profeso para la ocasión por la ilustradora y dibujante de comics Marina Vidal. La saga Vorkosigan comprende hasta la fecha los títulos Fragmentos de honor (Shards of Honor, 1986), El aprendiz de guerrero (The Warrior’s Appentice, 1986), Ethan de Athos (Ethan of Athos, 1986), En caída libre (Falling Free, 1988), Hermanos de armas (Brothers in Arms, 1989), Fronteras del infinito (Borders of Infinity, 1989), El juego de los Vor (The Vor Game, 1990), Barrayar (Barrayar, 1991), Danza de espejos (Mirror Dance, 1994), Cetaganda (Cetaganda, 1996), Recuerdos (Memory, 1996), Komarr (Komarr, 1998), Una campaña civil (A Civil Campaign, 1999), Inmunidad diplomática (Diplomatic Immunity, 2002) y Criópolis (Cryoburn, 2010), aunque la secuencia interna de los libros, según The Vorkosigan Companion, no es el orden en el que fueron escritos. Miles Vorkosigan, aventurero, mercenario, espía, diplomático y auditor imperial, es uno de esos personajes de otra galaxia que no necesitan aparecer en escena —de hecho en Barrayar son los padres de Miles los protagonistas absolutos—, para cambiar la vida de los que le rodean. Si tuviera que quedarme con un libro de la saga —aunque por qué quedarse con uno cuando puedes ternerlos todos—, ese sería sin duda Ethan de Athos, cuyo personaje principal es el doctor Ethan Urquhart, Jefe de Biología en el Centro de Reproducción del Distrito de Sevarin. Ethan de Athos es una novela sutil y corrosiva, fronteriza, un thriller sobre la compra-venta de óvulos en una colonia planetaria poblada exclusivamente por hombres. Sin embargo, la mujer está ahí, en la sombra: “En una mujer uno no veía esquemas y gráficas y números, sino los genes de tus propios hijos personificados y encarnados. Así, cada cultivo ovárico de Athos proyectaba una sombra de mujer, desconocida, imposible de erradicar”. La novela de Bujold bebe tanto de Un mudo feliz, la distopía de Aldous Huxley que anticipaba el desarrollo de la tecnología reproductiva, como de la obra embrionaria del feminismo La mano izquierda de la oscuridad, en la que Ursula K. Le Guin desafía y subvierte las convenciones de los roles de género. Ni rastro de los parámetros acomodaticios que atenazan la space opera a modo de camisa de fuerza de sus correligionarios masculinos.




“—¿Se da cuenta de que no soy un ser humano, doctor Urquhart? Soy un producto genético artificial, un compuesto de una docena de fuentes, con un órgano sensor que nadie ha tenido jamás y se agazapa como una araña en mi cerebro. No tengo padre ni madre. No nací, me crearon. ¿Y eso no le horroriza?
—Bueno, eh... ¿de dónde sacaron el resto de sus  genes los hombres que lo crearon? De otras  personas, sin duda. [...] Si nos remontamos, veamos, cuatro generaciones, todo ser humano es un compuesto de unas dieciséis fuentes diferentes. Se llaman antepasados, pero todo se reduce a lo mismo. Su mezcla fue sólo ligeramente menos aleatoria, eso es todo”. 

Lois McMaster Bujold, Ethan de Athos


domingo, 5 de mayo de 2019

Salinger, requiescat in pace

Mientras me tomo el primer café de la mañana, leo en El País un artículo escrito por el periodista y escritor Eduardo Lago sobre Salinger. Al parecer su hijo Matt Salinger accedió a hablar con el periódico español sobre su padre con motivo del centenario de su nacimiento. Matt es el último en hablar, puesto que mucho antes ya lo habían hecho su hermana Margaret Salinger, en El guardián de los sueños, su amante Joyce Maynard, en Mi verdad, y los biógrafos Kenneth Slawenski,  en J. D. Salinger. Una vida oculta, y David Shields y Shane Salerno, en Salinger. Cuesta creer que el autor de El guardián entre el centeno haya dejado de ser un misterio después de tanto tiempo. A mí me gustan los misterios. Es por eso que no entiendo ese afán por sacar a la luz hasta el último detalle de su vida. Y además, sin ninguna gracia. “Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando", decía Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. No esperen encontrar nada de eso en los libros mencionados más arriba. La vida de Salinger, tal como se desprende del escrutinio exhaustivo llevado a cabo por Shields y Salerno, es una historia de pequeñas miserias: conflictos interiores, esposa esquiva, amante vengativa, traumas bélicos, nervios destrozados, períodos de silencio, pleitos judiciales, invasión de la intimidad, crisis de fe, etcétera. Resulta irónico que Salinger escribiera en El guardián entre el centeno que “hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena”. ¿Acaso estaba pensando en sí mismo y en su agónico drama interior que asoma en personajes como Seymour Glass, Holden Caulfield o el sargento X del que tal vez sea uno de los mejores cuentos de la literatura americana, Para Esmé, con amor y sordidez? Sea como fuere, lo cierto es que Salinger tuvo problemas para vivir con su propia celebridad, más que cualquier estrella de cine o cantante de moda. Al igual que Holden, carecía de la valentía necesaria para enfrentar la falsedad:Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de ésas”. Aunque intentó por todos los medios llevar una vida normal lejos del mundanal ruido, Salinger tuvo que resignarse a la triste realidad que su personaje adolescente, profundamente atormentado, había aceptado mucho antes que él: “No hay forma de dar con un sitio bonito y tranquilo porque no existe. Puedes creer que existe, pero una vez que llegas allí, cuando no estás mirando, alguien se cuela y escribe ‘Que te jodan’ delante de tus narices”. Ahora que ha cumplido cien años, creo que se ha ganado el derecho a que le dejemos en paz de una vez por todas.



  
“Me alegro de que inventaran la bomba atómica: así si necesitan voluntarios para ponerse debajo cuando la lancen, puedo presentarme el primero”.

J.D. Salinger, El guardián entre el centeno