martes, 28 de agosto de 2018

Las cartas de Hamlet

Allá por el mes de octubre la editorial Malpaso recuperará del olvido una joya literaria de Henry Miller, Quisiera dar un gran rodeo (The Michael Fraenkel and Henry Miller Correspondence, Called Hamlet. Volume I and Volume II, 1939; reeditado como Henry Miller’s Hamlet Letters, 1988), uno de los epistolarios más excéntricos y concéntricos —en torno a la figura de Hamlet— de que tengamos noticia, y que aún permanecía inédito en España. Estas cartas, fechadas entre 1935 y 1938, son la historia de cuatro años de conversaciones por escrito entre el librero, editor y poeta Michael Fraenkel (a la sazón casero de Miller entre 1931 y 1934) y el autor de La crucifixión rosada. Su relación comenzó cuando Fraenkel, “el profeta del tiempo”, le ofreció a Miller un alojamiento en su casa situada en el 18 de Villa Seurat en París, primero gratuitamente, y una vez que su reputación se estableció, a un precio reducido de 700 francos al mes. Miller, impresionado por El hermano menor de Werther de Fraenkel y sus opiniones sobre la muerte, lo convirtió en el “Boris” —y a su casa en la “Villa Borghese”— de Trópico de Cáncer: “Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ninguna parte ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y muertos. Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente, Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos. Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que va a continuar el mal tiempo. Va a haber calamidades, más muerte, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando”. Quisiera dar un gran rodeo,  en versión castellana de Carlos Manzano —traductor por antonomasia de Miller—, es un libro singular, inclasificable y único, que sigue resultando tan audaz y moderno como lo fue en su día. La responsabilidad no es sólo de Miller en todo caso, sino también de Fraenkel que vivió toda su vida ninguneado por la historia y la intelectualidad oficial —sus papeles están custodiados en la Biblioteca de la Universidad de Yale en 16 cajas a la espera de un James Boswell que repare en él— y a menudo también por las musas. Como señala el escritor y crítico Michael Hargraves en el prólogo: “La belleza del libro no radica en el examen de Hamlet (si bien estoy seguro de que un erudito shakespeareano podría disfrutar enormemente con el libro), sino en la forma como los autores se van por las ramas para revelarse”. Todo un regalo. Ábranlo. Sin rodeos.




 “El mundo entero se ha vuelto Hamlet y lo que nosotros digamos no sustraerá ni añadirá nada a esta tema. [...] Pues Hamlet acecha aún en las calles. La culpa no es de Shakespeare, sino nuestra. Ninguno de nosotros ha llegado a ser de forma natural lo suficientemente moderno para abordar a dicho fantasma y estrangularlo. Es que el fantasma no es el padre, que fue asesinado, ni la conciencia, que no estaba tranquila, sino el espíritu del tiempo que ha estado rechinando como un péndulo oxidado. [...] No necesitamos saber lo que es el tiempo conforme al Sol y a la Luna, sino conforme al pasado y al futuro. Ahora estamos inundados por el tiempo: el tiempo de la Western Union, el tiempo oficial de la Costa Oeste, el tiempo de Greenwhich, el tiempo sideral, el tiempo einsteniano, el tiempo de la lectura, el tiempo de acostarse, todas las clases de tiempo que nada nos dicen sobre lo que pasa dentro de nosotros o incluso fuera de nosotros. Nos movemos en la escalera mecánica del tiempo”.

Henry Miller, Quisiera dar un gran rodeo


viernes, 24 de agosto de 2018

El obsceno pájaro de la juventud

Si hablamos de educación sentimental, ¿quién no la tiene?, ¿quién no la ha tenido? Sin embargo, los italianos son quienes mejor han sabido representarla en el cine. Ejemplos hay muchos: El empleo de Ermanno Olmi, Mamma Roma de Pier Paolo Pasolini, La luna de Bernardo Bertolucci, Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, Call Me by Your Name de Luca Guadagnino. Pero si hay una secuencia que destaca por encima del resto que componen de forma larvada el erotismo de nuestra pubertad cinematográfica —para los nacidos antes de 1985— es la famosa secuencia de la estanquera de Amarcord, de Federico Fellini, en la que la actriz Maria Antonietta Beluzzi hunde la cara del joven Bruno Zanin en sus enormes pechos y la aprieta fuertemente contra ellos. Viene todo esto a cuento de la última novela de Marco Missiroli, Actos obscenos en lugar privado (Atti osceni in luogo privato, 2015; Salamandra, 2018), una especie de Amarcord existencialista y masturbatorio donde el descubrimiento del sexo va de la mano con el de la literatura. En esta novela, Missiroli repasa la vida de Libero Marsell, un joven italo-francés que reparte su tiempo entre París y Milán, las mujeres y las diferentes técnicas de masturbación por un lado, y la lectura de Albert Camus, Dino Buzzati, Marguerite Duras y Somerset Maugham por el otro. Libero tiene doce años cuando sucede algo que marcará para siempre su vida: sorprende a su madre con el mejor amigo de la familia, lo que lejos de consternarle le produce una hinchazón en los pantalones: “Aquel día, por primera vez en mi vida, me acaricié y supe intuir el movimiento que me llevaría a la liberación. Arriba y abajo con constancia. El engaño de mamá, el éxtasis de Emmanuel... mis celos. Me apliqué con la mano una última vez, la decisiva, y entonces supe cómo funcionaba el mundo y cómo acabaría funcionando mi vida”. Actos obscenos en lugar privado resume a la perfección en su título aquello que cabe esperar de su lectura. Un viaje experiencial y sentimental —con pasajes de una franqueza pasmosa que traen a la memoria las palabras de Tom Spanbauer en El hombre que se enamoró de la luna: “Un hombre es como sea su polla. La mujer no tiene nada comparable a eso... ninguna parte de su cuerpo tiene esa importancia sagrada ni le ocupa tanto tiempo. Lo que más se aproxima sería el cabello, y no se aproxima nada”— en el que el autor llama a las cosas por su nombre. Actos obscenos en lugar privado más que un fresco histórico del final de una época de agitaciones sociales y revolución sexual, que en realidad corresponde con la eclosión y celebración de la juventud, ese pájaro que ya no volverá, se convierte en un bildungsroman genuino que fluye, respira, bulle, palpita, pero, sobre todo, escapa al reduccionismo de las categorías.




“Lo obsceno es el tumulto privado que todos poseemos, pero sólo las personas libres lo viven. Se llama existir, y a veces se convierte en sentimiento”.

Marco Missiroli, Actos obscenos en lugar privado


domingo, 19 de agosto de 2018

¿Le gusta este jardín?

Primero les pongo en antecedentes. Daniel Carleton Gajdusek (1923-2008) fue un médico norteamericano de origen húngaro galardonado en 1976 con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, compartido con Baruch S. Blumberg, por sus trabajos sobre el origen y la propagación de las enfermedades infecciosas, en particular el kuru (temblor), una enfermedad neurodegenerativa que afectaba a los indígenas de Nueva Guinea. En 1996, un muchacho micronesio de 20 años acusó a Gajdusek de haber abusado sexualmente de él en los años que vivió en su casa en Middletown, Maryland —Gajdusek adoptó a 56 niños, en su mayoría varones, de las Islas Salomón, Fiji, Vanuatu y Papúa Nueva Guinea—, provocando su detención y condena a un año de prisión. Casi veinte años después, la escritora Hanya Yanagihara se inspiró en este suceso para escribir su primera novela, La gente en los árboles (The People in the Trees, 2013; Lumen, 2018), que ahora se publica en España, tras las excelentes críticas recibidas por su segunda novela Tan poca vida (A Little Life, 2015; Lumen, 2016), finalista del Man Booker Prize. Las últimas palabras pronunciadas por Kurtz en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad —“¡El horror!, ¡El horror!”— puede aplicarse a la recreación realizada por Yanagihara a partir de la crónica negra extraída de los archivos judiciales estadounidenses, que ha dado también lugar a un documental titulado The Genius and the Boys (2009), del escritor y director sueco Bosse Lindquist. En La gente en los árboles, Yanagihara lleva la historia del inmunólogo ganador del premio Nobel de Medicina Abraham Norton Perina —inspirado en Gajdusek— más allá de su drama inicial, mostrando un retrato implacable de los médicos y científicos embarcados en la causa civilizadora de una tribu de una isla perdida de la Micronesia. Aunque el abuso sexual es el elemento cardinal que fundamenta la historia, es la violación de la isla edénica y su acervo cultural y lingüístico lo que provoca mayor consternación, no porque sea más irreparable —ya lo dijo Baudelaire: “El más irreparable de los vicios es hacer el mal por necedad”— sino por la respuesta que Perina, arrogante, engreído, egocéntrico, megalómano, da a uno de sus hijos adoptivos, Vi (Victor), cuando éste le acusa de intentar blanquearlos para que se olviden de quiénes son y de dónde vienen: “La gente podrá decir lo que quiera sobre mí como padre, pero hay que reconocer que nunca he exigido gratitud a mis hijos, nunca les he exigido que me den las gracias o se porten bien conmigo solo porque los salvé. A veces pensaba, es cierto, que posiblemente habrían sido igual de felices, si no más, en U’ivu, aunque con el abdomen hinchado por la malnutrición”. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez dijo de El corazón de las tinieblas que era “lo más cerca que ha estado la literatura moderna, o quizá la literatura en general, de producir una pesadilla”. No se me ocurre mejor elogio para esta novela sobrecogedora, tremenda y terriblemente buenísima, en la que Yanagihara denuncia el colonialismo, infame, miserable, repugnante, genocida, del hombre blanco, y que trae a la memoria las últimas líneas premonitorias de Bajo el volcán de Malcolm Lowry: “¿Le gusta este jardín, que es suyo? ¡Evite que lo destruyan!”. Lo sensato, vamos.
  



“Mis hijos siempre querían saber por qué los había llamado así o asá. Les encantaba automitificarse, y creo que todos anhelaban que hubiera una historia heroica detrás de sus nombres, que solo ellos estuviesen imbuidos de un significado especial, que con mi elección yo hubiera ocultado un mensaje que algún día comprenderían y valorarían. La verdad, en cambio, era que simplemente les ponía nombres de personas que había conocido durante los viajes de ida y vuelta: se llamaban como auxiliares de tierra de aeropuertos y recepcionistas de hoteles, como agentes de aduanas y botones, pilotos y azafatas, compañeros de asiento y camareras, funcionarios desconocidos del Departamento de Estado que los habían dejado entrar y oficiales de inmigración conocidos que me habían saludado con la mano en el instante en que me acercaba, llevando de la mano un nuevo pupilo. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Hacía mucho que ya había agotado los nombres de amigos y colegas, y a finales de los años setenta los niños llegaban tan deprisa que idear nombres imaginativos para ellos no me parecía una preocupación fundamental”.

Hanya Yanagihara, La gente en los árboles


miércoles, 15 de agosto de 2018

La verdad de las mentiras

En 1951, cuando Vladimir Nabokov publicó sus memorias, que cubren las primeras cuatro décadas de su vida, con el título Conclusive Evidence (Pruebas concluyentes) el escritor ruso sugirió un título diferente para la edición británica: Speak, Memory (Habla, memoria), que es como se las conoce desde entonces—, el historiador y crítico americano Morris Bishop, a la sazón amigo de Nabokov, le escribió en una carta: “Algunas de tus frases son tan buenas que casi me provocan una erección”. Pues bien, algo parecido me sucedió a mí con la novela La serpiente (il serpente, 1966; Gallo Nero, 2018), en la magnífica versión de Juan Antonio Méndez. La ópera prima de Luigi Malerba es uno de los más inteligentes, agudos, brillantes y claros ejemplos de antinovela protagonizada por un narrador ambiguo y escurridizo que nos mete a todos (Malerba incluido) en su danza de desmontar certezas. En La serpiente, escrita con compleja sencillez, Malerba subvierte las estructuras de la novela tradicional estableciendo en su lugar sus propias convenciones, como hiciera Julio Cortázar en Rayuela, o Glenn Gould en música, con las Variaciones Goldberg de Bach. “Hacer variaciones no significa improvisar —escribe Malerba—. Abandonarse a los placeres de la improvisación puede resultar peligroso cuando esa improvisación te lleva a subvertir las estructuras, porque las estructuras no se improvisan. Si uno improvisa las estructuras es un genio”. En La serpiente, el protagonista y narrador, del que no conocemos el nombre, dice lo uno y lo contrario, retroalimentándose de sus propias mentiras. Así pues, a lo largo de todo el relato no podemos estar seguros de nada, o de casi nada, de lo que dice. Sin revelar demasiado de la trama, el narrador es un hombre de mediana edad que vive en Roma, donde tiene una tienda de sellos. A esas alturas de la vida, se siente frustrado e infelizmente casado. El tedio se ha convertido en un invitado de excepción día tras día: “Es terrible cuando no pasa nada durante un día entero y al día siguiente lo mismo, y hasta el día anterior tampoco ha sucedido nada”. Pronto, sin embargo, irrumpe en su vida una muchacha llamada Miriam y con ella unos celos demenciales —la obliga a hacerse una radiografía buscando "las señales de una traición"— que terminan convirtiéndose en una trampa mortal. En La serpiente, Malerba mezcla la verdad y la mentira como nadie lo había hecho antes que él. Después sí: Enrique Vila-Matas, sin ir más lejos. De Malerba dijo Vila-Matas, con su estilo provocador, que era “un gran gilipollas, aunque tiene una novela excepcional: La serpiente”. Como suele ocurrir con los genios, o los amas o los odias. Dos consejos: no es una novela apta para lectores que crean que la ficción aspira a decir alguna verdad, y los que busquen certezas, hechos y realidades es probable que no encuentren exactamente lo que buscan.




“El Comisario arrugó el folio y puso otro en la máquina, escribió la fecha en la parte derecha de la cabecera, escribía y hablaba repitiendo palabra por palabra, sin levantar la mirada siempre fija en el folio que iba llenando con esfuerzo, lentamente. Vamos por partes, decía. Y ¿cuándo tuvieron lugar los hechos? El abajo firmante afirma que los hechos tuvieron lugar poco tiempo después de la medianoche del día arriba mencionado, coma, en el lugar arriba mencionado. Pero arriba no hemos mencionado nada, decía, así que teníamos que empezar otra vez. El Comisario levantaba la mirada, me miraba un buen rato antes de volver a colocar en la máquina una hoja nueva. Usted afirma los hechos, decía, pero estos hechos son muy confusos, no se pueden escribir si no están claros. Si no, ¿qué escribo? Usted ya me entiende. Le comprendía perfectamente. Estoy a su disposición, decía. No se observa desaparición de muchacha alguna en Roma en el transcurso del último mes, decía. Pues supóngalo, le decía yo. Y él me decía que no, que había que ser precisos. Los hechos, los hechos”.

Luigi Malerba, La serpiente


sábado, 4 de agosto de 2018

Un escritor de otro mundo

Decía Cioran, en uno de sus tantos cuadernos —no recuerdo con exactitud en cuál pero es posible que sea en Silogismos de la amargura—, que “resulta increíble que la perspectiva de tener un biógrafo no haya hecho renunciar a nadie a tener una vida". Afortunadamente, hay biógrafos y biógrafos, por lo que no todos cumplen con la sentencia del filósofo rumano. Y como ejemplo, ahí está el escritor francés Emmanuel Carrère, de quien Anagrama ha publicado toda su obra, a falta de un título que saldrá en octubre, la biografía de uno de los autores clásicos de la ciencia ficción del siglo XX, Philip K. Dick (1928-1982), titulada Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Je suis vivant et vous êtes morts, 1993), que gozó en su momento de una excelente acogida crítica —la publicó Minotauro en 2007— y llevaba un tiempo descatalogada. La traducción es la misma, de Marcelo Tombetta, traductor a su vez de dos novelas de Dick: Los tres estigmas de Palmer Eldritch (The Three Stigmata of Palmer Eldritch, 1965; Minotauro, 2003) y Lotería solar (Solar Lottery, 1955; Minotauro, 2003). No hay juicios morales en el retrato que Carrère presenta del autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, sino tan sólo una exposición de los hechos conocidos y el examen minucioso de toda su obra. El resultado es una biografía rigurosa y amena de un hombre perplejo y sensible, asaltado por visiones y pesadillas, dotado de una melancólica amargura, que vagabundeó durante años buscándose a sí mismo y huyendo de sí mismo, lo que le convirtió en la personificación suprema de los temas contraculturales de la década de 1960, pese a que “Dios ya no le hablaba, casi no tenía visiones y soñaba menos”. El retrato de Dick que se desprende de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos es el de un escritor cuyo principal misterio es su transparencia, el escritor que hizo de la búsqueda de la verdad última una necesidad vital y literaria y que se derrumbó —como el capitán Ahab, cuya locura arrastra hacia la muerte a su tripulación— peleando contra lo insondable mientras narraba la poética de esa lucha. A Dick lo han enterrado en muchas ocasiones después de su muerte. Pero su obra se sigue levantando una y otra vez —sin ir más lejos, en septiembre, Minotauro publicará su novela Podemos fabricarte (We Can Build You, 1972), sobre un fabricante de órganos eléctricos que se plantea la posibilidad de reconstruir la Guerra Civil americana, empezando por el propio Abraham Lincoln—, sigue intentando explicar todo lo que de inexplicable tiene nuestro presente cada vez más pretérito, como escribió Frederic Jameson en Arqueologías del futuro: “El futuro de las novelas de Dick vuelve histórico nuestro presente al convertirlo en el pasado de un futuro fantaseado”. Larga vida al maestro, un escritor de otro mundo. La prueba fehaciente de que existen.




“Siempre se había negado a aceptar, con todo su ser, la idea de que el azar fuera el motor de lo que le sucedía, una danza de electrones sin coreógrafo, o una serie de combinaciones aleatorias. Para él, todo tenía que tener un sentido. Había vivido y explorado su vida según este postulado. Ahora bien, a partir de la idea de que existe un significado oculto en todo lo que sucede, caemos fatalmente en la idea de que también existe una intención. Cuando alguien intenta ver su vida como una trama, pronto ve también en ella la ejecución de esa trama, y acaba preguntándose quién la ha tramado. Esta intuición, que todos más o menos compartimos, más o menos vergonzosamente, alcanza su plenitud en dos sistemas de pensamiento: el de la fe religiosa y el de la paranoia. Y Dick, por haber experimentado las dos dudaba cada vez más que existiera alguna diferencia entre ambas”.

Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos


jueves, 2 de agosto de 2018

La llamada de lo salvaje

Es complicado acercarse a una novela sobre un muchacho indio llamado Anciana de Allá Lejos y un criador de mulas de cabellos rojos, Cy Bellman, de treinta y cinco años, viudo para más señas, que decide dejarlo todo, incluido su hija Bess de diez años, para ir al Oeste tras el rastro de un animal colosal posiblemente extinguido hace un millón de años sin sucumbir al esplendor del exotismo de una literatura cuya sensibilidad nos pilla muy, muy lejos. Para un buen acercamiento a esta literatura tienen, en castellano, El camino al Oeste (De conatus, 2018), una selección de relatos del género western debido a autores como Mark Twain, Jack London, Bret Harte, Frank Norris y Stephen Crane; o la colección Frontera de la editorial Valdemar: Indian Country de Dorothy M. Johnson, El trampero de Vardis Fisher, Bajo cielos inmensos de A.B. Guthrie, Jr., Cornetas al atardecer de Ernest Haycox, Shane de Jack Schaefer, El rebelde de Josey Wales de Forrest Carter, Más allá del ancho Missouri de Bernard DeVoto, El Virginiano de Owen Wister y Viaje a Shiloh de Will Henry, entre otros clásicos del género. Dicho esto, para valorar los atractivos de Oeste (West, 2018; Destino, 2018) de Carys Davies más allá de su simpática extravagancia, habría que contextualizar el modo en que la autora inglesa reivindica la condición salvaje del oeste americano —la acción de la novela transcurre en 1815—, en una cultura donde lo salvaje empezaba a ser ridiculizado en exhibiciones públicas en barracones de feria (léase Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill de Éric Vuillard, Errata naturae, 2015) y/o despreciado. En este sentido, la novela de Davies es profundamente militante, política, violenta, comprometida, al menos a tenor de lo que se desprende de las palabras del vendedor de pieles Devereaux, cuando todo el que se cruza con él le pregunta si se puede confiar en los indios del lugar: “Siempre les digo lo mismo: que son generosos y leales, traicioneros y astutos, tan débiles como fuertes y tan abiertos como introvertidos. Que son juiciosos y perdidamente ingenuos, que son vengativos y crueles y dulces y curiosos como niños. Que son unos asesinos sin escrúpulos. Que bailan y cocinan de pena. Que si les diesen la menor oportunidad, tendrían esclavos a los que torturarían y cuando terminasen con ellos serían tan rápidos como el que más para venderlos al mejor postor”. Tal vez Oeste no diga nada nuevo sobre el mito del héroe de frontera, pero hay en Davies una antropóloga de mucho cuidado, capaz de observar al microscopio la especie americana hasta configurar el esqueleto del que ha nacido toda una civilización —a costa de desplazar a los indios americanos—, que ahora camina hacia otra cosa, sin Este ni Oeste, sin Norte ni Sur, pero, sobre todo, de espaldas a la llamada de lo salvaje.




“Hasta donde podía recordar, siempre había escuchado historias acerca de aquellas colosales criaturas que se alimentaban de hombres: su gente había visto los huesos cuando vivían en el este. Los mismos huesos, quizá, sobre los que había leído el enorme explorador de cabellos rojos. Pero lo que el chico oyó decir era que los monstruos habían desaparecido: que se habían volatilizado para siempre cuando el Gran Espíritu, el Dios Mayor, destruyó aquellos animales sedientos de sangre con truenos y rayos porque las bestias se habían alimentado de su pueblo, lo habían consumido. Lo que le llevaba a preguntarse por qué el Gran Espíritu no había destruido a los colonos blancos que llegaban del otro lado del mar tal y como había destruido a aquellas bestias ciclópeas”.

Carys Davies, Oeste